Serían cosa de las once cuando salí de la galería El Estrecho. Denise me demostró su hospitalidad ofreciéndome su sofá, pero tuve miedo de aceptar. La policía estaba detrás de mí y no quería quedarme en ningún lugar donde se les pudiera ocurrir buscarme. Carolyn era la única persona que sabía que había ido a casa de Denise, y no hablaría a menos que le pusieran cerillas encendidas en las uñas. Pero ¿y si se las ponían? Además podría escapársele delante de una amiga (Alison, por ejemplo) y la amiga podría resultar una persona menos discreta que ella.
De todos modos, si de encontrarme en casa de Denise se trataba, no era necesario que alguien informara a la policía al respecto. Ray sabía que Denise y yo habíamos salido juntos, y si la policía cumplía el trámite de ir a ver a todas las personas relacionadas con el sospechoso, yo saldría de Guatemala para entrar en Guatepeor.
Por el momento había salido a la calle. Faltaba aproximadamente una hora para que la primera edición del Daily News saliera asimismo a la calle, y con toda probabilidad sacaría mi fotografía. Por el momento era la misma persona anónima de siempre, aunque no era esa la sensación que tenía. Andando por el Soho, me sorprendí sospechando de las sombras y retrocediendo ante las imaginadas miradas de los transeúntes. O quizá no fueran imaginadas. Pásate un rato sospechando de las sombras y ya verás cómo la gente acaba mirándote.
En Wooster Street encontré una cabina telefónica. Una de verdad con una puerta que cerraba, por extraño que parezca, y no uno de esos modelos perfeccionados que te dejan expuesto a la intemperie. Las cabinas a las que me refiero se han vuelto escasas hasta el punto de que algún ciudadano no había identificado esta como lo que era y la había confundido con un urinario. Antepuse la intimidad a la comodidad y me encerré en ella.
Cuando hice esto, se encendió una lucecita. Literalmente, no metafóricamente. Aflojé un par de tornillos de la lámpara del techo, cogí una lámina de plástico traslúcido y desenrosqué un poco la bombilla; volví a poner el plástico y apreté los tornillos. Había dejado de ser el centro de atención de la calle, que era precisamente lo que deseaba. Llamé a información y luego marqué el número que me facilitó la operadora.
Me pusieron con la comisaría en la que Ray Kirschmann cuelga su sombrero, aunque en realidad no lo hace, puesto que tiene la costumbre de no quitárselo cuando entra en un sitio. No estaba. Llamé de nuevo a información y lo localicé en su casa de Sunnyside. Cogió el teléfono su esposa y me puso con él sin preguntarme quién era.
—¿Sí? —dijo Ray.
Y yo dije:
—¿Ray?
Y él dijo:
—¡Vaya! El personaje del día. A ver si dejas de matar gente, Bernie. Es una mala costumbre y quién sabe qué consecuencias puede acarrearte. ¿Sabes a lo que me refiero?
—No he matado a Turnquist.
—Sí, claro, y nunca has oído hablar de él.
—Yo no he dicho eso.
—Menos mal, porque tenía en el bolsillo un papel con tu nombre y la dirección de tu librería.
¿Era eso posible? ¿Se me había pasado por alto algo tan inculpatorio al registrar los bolsillos del cadáver? Hice memoria, me acordé de una cosa y cerré los ojos.
—¿Bernie? ¿Estás ahí?
No le había registrado los bolsillos. Había estado tan atareado deshaciéndome de él que no había dedicado unos minutos a mirarle la ropa.
—De todos modos —prosiguió Ray—, también hemos encontrado una de tus tarjetas en su habitación. Y, por si eso fuera poco, alguien nos ha dado un soplo por teléfono poco después de haber aparecido el cadáver. Es decir, nos han dado dos soplos, y no me extrañaría que nos los haya dado la misma persona. La primera vez nos han dicho dónde estaba el cadáver y la segunda que si queríamos saber quién ha matado a Turnquist, debíamos preguntárselo a un tipo llamado Rhodenbarr. Pues bien, qué demonios, eso es lo que voy a hacer: ¿quién lo ha matado?
—Yo no.
—Vaya, vaya… Dejamos a la gente como tú en libertad bajo fianza y ¿qué hacéis? Cometer más crímenes. Puedo entender que se te fuera la mano con una mole como Onderdonk y que le pegaras demasiado fuerte. Pero clavarle un picahielos a un renacuajo como Turnquist es una canallada.
—Yo no lo maté.
—Y supongo que tampoco registraste su habitación.
—Ni siquiera sé dónde vivía, Ray. Una de las razones por las que te llamaba era que quería pedirte su dirección.
—Llevaba un carnet en el bolsillo. Podrías haberla cogido de ahí.
Mierda, pensé. En los bolsillos de Turnquist había entrado de todo excepto mis manos.
—De todos modos, ¿para qué quieres su dirección?
—Pensaba que tal vez…
—Podrías ir a registrar su habitación.
—Pues sí —reconocí—. Para encontrar al verdadero asesino.
—Alguien ya se ha ocupado de registrar su habitación de arriba abajo, Bernie. Si no lo has hecho tú, lo habrá hecho otra persona.
—Pues que quede claro que no lo he hecho yo. Has dicho que has encontrado mi tarjeta allí, ¿no? Cuando registro habitaciones de muertos no suelo dejar mi tarjeta de visita.
—Tampoco sueles matar gente. Quizá la conmoción te haya vuelto descuidado.
—Eso no te lo crees ni tú, Ray.
—No, supongo que no. Pero han dado una orden de busca y captura a tu nombre, Bernie, y te han revocado la libertad bajo fianza. Así que más vale que te entregues, porque de lo contrario estarás metido en un lío de narices. ¿Dónde estás? Voy a buscarte: quiero que te entregues sin dar problemas.
—Estás olvidando la recompensa. ¿Cómo voy a conseguir el cuadro si me encerráis en una celda?
—¿Crees que tienes posibilidades de conseguirlo?
—Sí, creo que sí.
Se produjo un largo silencio, durante el cual el orgullo luchó con la codicia al tiempo que Ray contraponía un arresto impresionante con diecisiete mil quinientos dólares cuya obtención era sumamente hipotética.
—No me gustan los teléfonos —dijo finalmente—. Deberíamos discutirlo cara a cara.
Empecé a decirle algo, pero una grabación me interrumpió para decirme que se me habían acabado los tres minutos de que disponía. Cuando colgué todavía estaba perorando.
No ponían ni una sola película aceptable en la calle Cuarenta y dos. Hay ocho o diez cines en el trecho que va desde la Sexta a la Octava Avenida y en los que no ponían pelis porno proyectaban epopeyas como La matanza de Texas o Comido vivo por los Lemmings. Es patético. Si quitas el sexo y la violencia, ¿cómo va saber nadie que Times Square es el centro del mundo?
Al final decidí entrar en un cine cerca de la Octava Avenida donde ponían un par de películas de Kung fu. Nunca había visto una, y había hecho bien al no hacerlo. Sin embargo la sala estaba a oscuras y medio vacía, y no se me ocurría un lugar más seguro donde pudiera pasar unas cuantas horas. Si la poli estaba buscándome en serio, habría hecho circular mi fotografía por los hoteles, y los periódicos saldrían a la calle en cualquier momento. Una persona puede dormir en el metro, pero los guardias de seguridad suelen mirarte, e incluso si no lo hicieran me habría sentido más seguro acurrucado en la vía.
Me senté en una butaca situada a uno de los lados y me puse a mirar la pantalla. No había mucho diálogo, sólo los efectos de sonido que se utilizan cuando alguien recibe una patada en el pecho o se estrella contra una ventana. El público guardaba silencio en general, si exceptuamos los murmullos de aprobación que se oían cuando alguien acababa mal de una forma espectacular, lo cual ocurría bastante a menudo.
Permanecí sentado viendo la película durante un rato. En un momento dado me adormilé y en otro me desperté. Seguían poniendo la misma película, aunque podría haber sido la otra. Dejé que la violencia de la pantalla me hipnotizara y, sin darme cuenta, me puse a pensar en todo lo que había ocurrido y cómo había comenzado. Un caballero refinado había aparecido en mi librería y me había invitado a tasar su biblioteca. Un incidente civilizado, pensé, que había tenido un resultado realmente brutal.
Un momento…
Me erguí en mi butaca y pestañeé mientras el oriental de ojos desorbitados que había en la pantalla destrozaba una cara de mujer con el codo. Apenas me fijé, ya que tenía en la mente la imagen de Gordon Onderdonk, que me saludaba en la puerta de su piso, quitando la cadena de la cerradura y abriendo la puerta de par en par para dejarme pasar. Luego en la retina de mi mente fueron apareciendo otras imágenes, al tiempo que resonaban como acompañamiento los retazos de una docena de conversaciones.
Durante unos minutos los pensamientos se sucedieron atropelladamente como si acabara de preparar una cafetera de café exprés y me lo hubiera inyectado todo directamente en una vena. Todos los acontecimientos de los últimos días empezaron a cobrar coherencia. En la pantalla que tenía ante mí, ágiles jóvenes daban brincos extraordinarios, realizaban asombrosas piruetas y se propinaban patadas, cuchilladas y golpazos.
Volví a quedarme adormilado y al cabo de un rato me desperté. Tras erguirme y pestañear un poco, me acordé de las asociaciones mentales que había hecho. Las medité y, como seguía pareciéndome que tenían tanto sentido como antes, me quedé maravillado por la forma en que me había venido todo a la cabeza.
Mientras avanzaba por el pasillo en dirección a la salida, se me ocurrió que quizá había soñado la solución. Pero no acerté a ver la importancia que eso podía tener. Encajaba lo mirara por donde lo mirase. Y en cualquier caso tenía mucho que hacer.