17

—Agarra esto —dijo Denise Raphaelson—. ¿Sabes? No recuerdo cuándo fue la última vez que puse un lienzo en un bastidor. Nadie se molesta en hacerlo hoy en día. Te compras el lienzo con el bastidor y te dejas de monsergas. Claro que no suelo tener clientes que especifican el tamaño que desean en centímetros.

—El universo está volviéndose métrico.

—Bueno, ya sabes lo que siempre digo: dales un gramo y se llevarán un kilo… Creo que debe de ser algo así, Bernie; si alguien coge un metro para medir esta belleza, es que ya conoce seis maneras diferentes de demostrar que no es auténtico. De todos modos, las medidas son prácticamente las mismas. Es posible que varíen en un par de milímetros. ¿Te acuerdas de ese cigarrillo que anunciaban diciendo que tenía un estúpido milímetro más de largo?

—Me acuerdo.

—Me pregunto qué habrá sido de él.

—Probablemente se lo ha fumado alguien.

Denise estaba fumándose uno suyo o dejando que ardiera sin prestarle atención en una concha que usaba de cenicero. Estábamos en su casa, colocando el lienzo en el bastidor. Al decir «estábamos» me refiero a Denise y a mí. Carolyn no me había acompañado.

Denise es delgada y tiene las extremidades largas, el pelo castaño oscuro y rizado y la tez blanca salpicada de alguna que otra peca. Es pintora, y le va lo bastante bien como para que ella y su hijo Jared puedan vivir de ello, aunque de vez en cuando recibe un cheque del padre de Jared destinado a la manutención de este. Sus cuadros son abstractos, muy vivos, intensos y vigorosos. Es posible que no te gusten, pero es difícil que no te llamen la atención.

Pensándolo bien, cabría decir lo mismo de su autora. Denise y yo nos hicimos compañía durante un par de años, compartiendo nuestra afición a la comida étnica, el jazz más reflexivo y el intercambio de respuestas rápidas e ingeniosas. El único punto en el que discrepábamos era Carolyn, a quien ella fingía despreciar. Un buen día Denise y Carolyn comenzaron una aventura, que no tardó en llegar a término. Cuando acabó, Carolyn no volvió a ver a Denise, y yo tampoco.

Podría decir que no entiendo a las mujeres, pero ¿qué tiene eso de especial? Nadie las entiende.

—Esto es yeso —me explicó Denise—. Si queremos que el lienzo quede suave, hemos de ponerle esto. Toma, coge la brocha. Eso es… Dale una buena capa, que quede uniforme… Todo consiste en el movimiento de la muñeca, Bernie.

—¿Y esto qué hace?

—Se seca. Es yeso acrílico, así que se secará en un momento. Luego lo lijas.

—¿Que lo lije?

—Con papel de lija. Suavemente. Luego le das otra capa de yeso y lo vuelves a lijar, le pones una tercera capa y lo lijas otra vez.

—¿Y tú en la orilla opuesta estarás?

—Eso es. Preparada para cabalgar y dar la voz de alarma en todos los poblados y granjas.

—Todos los poblados y granjas de Middlesex —dije, que era lo que había escrito Longfellow. La palabra «Middlesex» se quedó, por así decirlo, en el aire, suspendida entre nosotros—. Viene de middle saxons, que significa sajones del centro —expliqué—. El nombre indica el lugar donde se establecieron en Inglaterra. Essex equivale a sajones del este, Sussex a sajones del sur y…

—Ya es suficiente.

—Bueno.

—«En todos los poblados y granjas bisexuales». Y supongo que «No sexo» equivaldrá a North Saxons, ¿no?

—Creía que habías dicho que ya era suficiente.

—Es como la sarna: irresistible. Voy a ver si puedo encontrar un libro que tenga una reproducción del cuadro. Composición con color, 1942. Vete a saber cuántos cuadros llamaría de esa manera. Conozco a un pintor minimalista en Harrison Street que llama a todo lo que pinta Composición n.° 104. Es su número favorito. Si alguna vez llega a algo, los historiadores de arte van a volverse majaras tratando de aclararse.

Estaba lijando la tercera capa de yeso cuando Denise regresó con un gran libro titulado Mondrian y el arte de De Stijl. Lo abrió, pasó unas hojas y se detuvo en una de las últimas páginas: allí estaba el cuadro que habíamos visto en el Hewlett.

—Este es —dije.

—¿Cómo son los colores?

—¿A qué te refieres? ¿No están en el sitio correcto? Creía que habías llevado mi dibujo para buscarlo.

—Sí, y es un dibujo maravilloso. El robo con escalo ha ganado a un ladrón, pero el mundo del arte ha perdido a un pintor. Los libros de reproducciones nunca son perfectos, Bernie. Con la tinta jamás se consigue reproducir el color con exactitud. ¿Se parecen estos colores a los que viste en el cuadro?

—Eh…

—¿Y bien?

—No tengo tan buen ojo, Denise. O tan buena memoria. Creo que se parecen bastante. —Sostuve el libro con los brazos extendidos y lo incliné para que le diera la luz—. El fondo no lo recuerdo tan oscuro. Es más blanco en… Iba a decir en la vida real, pero no me refiero a eso, ya sabes.

Denise hizo un gesto de asentimiento.

—Mondrian empleaba tonos hueso. Matizaba el blanco con un poco de azul, un poco de rojo y un poco de amarillo. Probablemente pueda hacer algo que sea cuando menos pasable, aunque espero que no tengas que engañar a un experto con este cuadro.

—Yo también.

—¿A ver qué tal te ha ido con el yeso? No está mal. Creo que todavía le hacen falta una o dos capas de blanco. De ese modo conseguiremos el efecto de suavidad propio de los lienzos. Luego le pondremos una capa de blanco mezclado y después… Ojalá dispusiera de dos semanas para trabajar en este cuadro.

—Yo también.

—Voy a emplear acrílicos, claro está. Acrílicos líquidos. Él empleó óleos, pero no tenía a un lunático detrás que quería el cuadro acabado en cuestión de horas. Los acrílicos se secan con rapidez, pero no son óleos y…

—¿Denise?

—¿Qué?

—No tiene sentido que nos volvamos locos con este asunto. Vamos a hacerlo lo mejor posible y a correr. ¿Vale?

—Vale.

—Tengo algunas cosas que hacer, pero puedo volver cuando las acabe.

—Puedo arreglármelas sola, Bernie. No necesito ayuda.

—Bueno, es que he estado pensando mientras ponía el yeso en el lienzo. Hay unas cuantas cosas que puedo hacer al mismo tiempo.

—En un lienzo sólo puede trabajar una persona al mismo tiempo.

—Lo sé. Dime qué te parece esto.

Le dije lo que había pensado. Ella me escuchó y asintió, y cuando hube terminado de contárselo no dijo nada, pero encendió un cigarrillo. Se lo fumó casi hasta el filtro antes de hablar.

—Parece algo muy elaborado.

—Sí, supongo que sí.

—Y complicado. Creo que sé lo que te propones, pero tengo la impresión de que lo más conveniente para mí será que no sepa demasiado. ¿Me equivoco?

—Posiblemente no.

—Creo que quiero música —dijo. Encendió otro cigarrillo y puso la radio, que estaba sintonizada en una de las estaciones de FM de jazz. Reconocí el disco que estaban emitiendo: era una grabación de piano sin acompañamiento de Randy Weston.

—Me trae recuerdos —dije.

—¿Verdad que sí? Jared se encuentra en casa de un amigo. Estará en casa dentro de una hora. Puede ayudarme.

—Estupendo.

—Me encanta la Colección Hewlett. Aunque Jared siente verdadero resentimiento hacia ese museo, claro está.

—¿Por qué?

—Porque es un niño. A los niños no se les permite entrar, ¿recuerdas?

—Ah, sí. ¿Pero ni siquiera se les permite entrar acompañados por un adulto?

—Ni siquiera acompañados por los cuatro delanteros de los Pittsburgh Steelers. No dejan pasar a menores de dieciséis años y no hacen absolutamente ninguna excepción.

—Me parece un tanto despótico —comenté—. ¿Cómo va a cultivar un niño el gusto por el arte en esta ciudad?

—Son realmente severos, Bernie. Dejando aparte el Metropolitan, el Museo de Arte Moderno, el Guggenheim, el Whitney, el de Historia Natural y un par de centenares de galerías privadas, un joven carece por completo de recursos culturales en Nueva York. Es un verdadero desastre.

—Si no te conociera, juraría que estás siendo sarcástica.

—¿Yo? Jamás de los jamases. —Dio una calada al cigarrillo—. Pero te diré una cosa: es un placer entrar en ese museo y no tener que aguantar a ocho millones de críos dándose golpes contra las paredes. O grupos de estudiantes con un profesor que sufre lesiones mentales explicando a un volumen de ochenta decibelios las ideas de Matisse mientras treinta críos se dedican a comerse las zapatillas de baloncesto de puro aburrimiento. El Hewlett es un museo para adultos y me encanta.

—Pero a Jared no.

—Le encantará el día que cumpla dieciséis años. Mientras tanto tiene el aliciente de la fruta prohibida. Creo que debe de estar convencido que es el mayor tesoro de arte erótico del mundo y que por eso no le permiten entrar. Lo que a mí me gusta de ese museo, dejando aparte la calidad de la colección y el hecho de que no hay niños, es la forma en que los cuadros están colgados en las paredes. ¿De la pared o en la pared?

—Da igual.

—Sí, da igual —dijo con decisión—. «De» se utiliza cuando colgar no se puede sustituir por «estar». En los demás casos da igual. Pues bien, en el Hewlett dejan mucho espacio entre los cuadros. Puedes contemplarlos uno a uno. —Me miró expresivamente—. Lo que intento decir es que ese museo me gusta especialmente.

—Lo comprendo.

—Asegúrame una vez más que esto es por una buena causa.

—Estarás contribuyendo a rescatar a un gato y a evitar que un vendedor de libros antiguos vaya a la cárcel.

—El vendedor de libros me importa un bledo. ¿De qué gato se trata? ¿Del siamés?

—De Archie, y es birmano, no siamés.

—Es cierto. El amistoso.

—Los dos son amistosos. Lo que pasa es que Archie es más abierto.

—Es lo mismo.

Randy Weston había dado paso a Chick Corea. Ahora este disco también había acabado y un joven con voz de inexperto estaba dando las noticias. La primera tenía que ver con los avances en unas conversaciones sobre la reducción de armamento y, aunque es posible que tuviera una importancia de alcance mundial, he de reconocer que no le presté atención. Luego el joven bocazas nos contó que una llamada anónima había permitido a la policía hallar en un almacén del West Village el cadáver de un hombre al que habían identificado como Edwin P. Turnquist. Turnquist había sido apuñalado en el corazón, probablemente con un picahielos. Era pintor y un bohemio moderno que se había codeado con los primeros expresionistas abstractos en la antigua Cedar Tavern y que en el momento de su muerte vivía en una pensión de Chelsea en la que a los huéspedes sólo se les permitía ocupar una habitación.

Con esto habría bastado, pero el locutor aún no había acabado. El principal sospechoso, añadió, era un tal Bernard Rhodenbarr, un librero de Manhattan con varios arrestos por robo. Rhodenbarr estaba en libertad bajo fianza tras haber sido acusado del homicidio de Gordon Kyle Onderdonk, cometido pocos días antes en el selecto y elegante edificio Carlomagno. Se suponía que Onderdonk había sido asesinado durante un robo, pero el móvil de Rhodenbarr para asesinar a Turnquist todavía no había sido revelado por fuentes policiales. «Quizá —sugirió el pelanas del locutor— el señor Turnquist era un hombre que sabía demasiado».

Apagué la radio, y el silencio que se produjo a continuación se alargó como las arenas del Sáhara. Lo rompió finalmente el chasquido del Bic que utilizó Denise para encender otro cigarrillo más.

—Ese nombre, Turnquist, me suena remotamente —dijo en medio de una nube de humo.

—Lo suponía.

—¿Cuál era su nombre de pila? ¿Edwin? Sigue sin sonarme de nada, si exceptuamos esa conversación que nunca hemos tenido.

—Eh…

—Tú no le mataste, ¿verdad, Bernie?

—No.

—¿Y a ese otro hombre? ¿Onderdonk?

—Tampoco.

—Pero estás metido en este lío hasta el cuello, ¿no?

—Hasta la raíz del pelo.

—Y la policía está buscándote.

—Supongo que sí. Lo mejor sería… eh, lo mejor sería que no me encontraran. El otro día gasté todo mi dinero en una fianza. Aunque, si me encuentran, no creo que el juez vaya a dejarme en libertad bajo fianza esta vez.

—Además, si te encierran en una celda de Rikers Island, ¿cómo vas a desfacer entuertos, capturar asesinos y liberar gatitos?

—Eso digo yo.

—¿Cómo llaman a las personas que hacen lo que yo estoy haciendo? ¿Cómplices encubridores de un delito cometido?

Hice un gesto de negación con la cabeza.

—Cómplice involuntario. Tú no has encendido la radio. Si salgo de esta, no me acusarán de nada, Denise.

—¿Y si no sales de esta?

—Eh…

—Olvida que te lo he preguntado. ¿Qué tal lo lleva Carolyn?

—¿Carolyn? Está bien.

—Es curioso las vueltas que da la vida.

—Ajá…

Dio un golpecito al lienzo.

—¿El del Hewlett está sin enmarcar? ¿No es más que un lienzo sobre un bastidor?

—Eso es. El cuadro continúa por los lados del lienzo.

—Sí, a veces Mondrian pintaba de esa manera. No siempre, pero sí a veces. Este asunto es un verdadero disparate, Bernie. Eres consciente de ello, ¿verdad?

—Sí.

—No obstante podría salir bien —añadió.