16

Cuando llegué a la librería, registré todo el local por si había algún cuerpo, vivo o muerto, antes de hacer cualquier otra cosa. No encontré ninguno, y tampoco di con ninguna pista que me permitiera averiguar cómo había entrado Turnquist en mi tienda o cómo había ido a reunirse con sus antepasados en ese gran estudio de pintor que hay en las alturas. Carolyn metió la silla de ruedas en la trastienda y yo le ayudé a plegarla.

—Voy a ir a devolverla en taxi —dijo—, pero antes quiero tomarme un café.

—Voy por él.

—No vayas a la tienducha de los falafels.

—Descuida.

Cuando regresé con los dos cafés, Carolyn me dijo que el teléfono había sonado en mi ausencia.

—Iba a cogerlo, pero preferí no hacerlo.

—Probablemente fue lo más prudente.

—Este café está mucho mejor. ¿Sabes qué deberíamos hacer? Poner una de esas cafeteras aquí o en la Casa del Caniche. Así podríamos tomar café recién hecho todo el día. Uno de esos cacharros eléctricos con chorrito.

—O una placa calentadora y una cafetera Chemex.

—Eso. Naturalmente, estarías todo el día sirviendo café a los clientes y no podrías quitarte a Kirschmann de encima. Sería un invitado permanente. Le he dado verdadero asco, ¿verdad?

—Ha salido como un rayo.

—Bien, de eso se trataba. He pensado que cuanto más asqueroso fuera lo que dijese, más rápido se iría. Quería que se cansara de esperar, ¿sabes? Imaginaba que si me quedaba dentro del servicio el tiempo suficiente, acabaría yéndose. Pero como al parecer no pensaba irse sin mear…

—Pues a mí me ha faltado poco para irme. Ray no es la única persona a la que has dado asco.

—Anda ya. ¿No sabías que estaba fingiendo?

—Claro que no. No sabía que había un cadáver ahí dentro.

—Puede que haya dado demasiados detalles.

—No te preocupes —dije.

En ese momento sonó el teléfono. Lo cogí y Wally Hemphill dijo:

—Es difícil ponerse en contacto contigo, Bernie. Pensaba que te habías fugado bajo fianza.

—Yo no haría eso. No conozco a nadie en Costa Rica.

—Bueno, un tipo como tú haría amigos en cualquier parte. Oye, ¿qué sabes de ese Mondrian?

—Sé que era holandés. Nació en 1872 en Amersfoort o algo así. Tal vez recuerdes que comenzó su carrera como pintor de paisajes naturalistas. A medida que encontraba su propio estilo, que crecía artísticamente, su obra fue haciéndose más y más abstracta. En 1917…

—¿Qué es esto, una conferencia de museo o qué? Ha desaparecido un cuadro del piso de Onderdonk por valor de casi medio millón de dólares.

—Lo sé.

—¿Lo tienes?

—No.

—Quizá viniera bien que lo consiguieras. Danos algo con lo que negociar.

—¿Y si os doy al juez Crater[1] o una forma de curar el cáncer?

—¿En serio no tienes el cuadro?

—En serio.

—¿Quién lo tiene?

—Probablemente quien mató a Onderdonk.

—¿No mataste a nadie ni robaste nada?

—Eso es.

—Fuiste sólo a dejar las huellas dactilares.

—Evidentemente.

—No tiene sentido. ¿Qué vas a hacer ahora, Bernie?

—Seguir en este círculo vicioso.

Colgué y entré en la trastienda seguido por Carolyn. Al lado del escritorio tengo una especie de armario lleno de cosas que no me he decidido a tirar a la basura, entre ellos una camiseta y otras prendas para hacer deporte. Lo abrí, hice inventario y cogí la camiseta.

—Oye, ¿qué estás haciendo? —me preguntó Carolyn.

—Desnudarme —dije mientras me desabrochaba el pantalón—, ¿a ti qué te parece?

—Vaya —exclamó ella, dando media vuelta—. Si se trata de una sutil insinuación, ya puedes ir olvidándote. En primer lugar soy lesbiana, en segundo lugar somos amigos íntimos y en tercer lugar…

—Me voy a correr, Carolyn.

—Oh. ¿Con Wally?

—Sin Wally. Voy a echar una carrerita por Washington Square hasta que se me despeje la cabeza. No tengo en ella más que cabos sueltos y salidas nulas. No puedo dar ni un paso sin que alguien me pida un cuadro que ni siquiera he tocado. Todo el mundo quiere que lo tenga. Kirschmann ha olido una recompensa, Wally unos honorarios considerables y el resto de la gente no lo sé. Óleos, probablemente. Me voy a correr y a apretarme las clavijas de la cabeza; quizá cuando acabe le vea algo de sentido a todo este asunto.

—¿Y yo qué? ¿Qué hago mientras tú te dedicas a corretear?

—Podrías ir a devolver la silla.

—Sí, claro, tarde o temprano tendré que hacerlo, ¿verdad? Me pregunto si alguna de las personas que te han visto en la silla de ruedas te reconocerán si te ven corriendo por Washington Square.

—Espero que no.

—Escucha —dijo—, si alguien dice algo, dile que has ido a Lourdes.

Washington Square Park es un rectángulo, y la acera que lo rodea mide aproximadamente las cinco octavas partes de una milla o, lo que es lo mismo, un kilómetro. Es plana si vas andando, pero cuando corres, se nota que tiene una ligera cuesta. Si corres en sentido contrario al de las agujas del reloj, que es lo que hace casi toda la gente, notas la inclinación cuando vas dirección este por el margen sur del parque. Yo la noté mucho en la primera vuelta, ya que todavía tenía las piernas un poco doloridas a causa de la dura prueba a la que me había visto sometido el día anterior en Central Park, pero luego dejó de molestarme.

Llevaba un pantalón corto azul de nailon, una camiseta amarilla a rayas sin mangas y de cuello redondo y unas zapatillas burdeos, y hubo un momento en que me sorprendí preguntándome si a Mondrian le habría gustado mi atuendo. Unas zapatillas escarlata habrían sido más de su agrado, decidí. O bermellón, como la galería.

Me lo tomé con calma. Me adelantaba mucha gente, pero si lo hubieran hecho a toda velocidad unas ancianas con andadores de aluminio me habría importado lo mismo. Me limité a poner un pie de color vino delante del otro, y cuando iba por la cuarta vuelta mi mente empezó a flotar. Supongo que corrí tres vueltas más, pero no llevaba la cuenta.

No pensé en Mondrian, ni en sus cuadros, ni en todos los chiflados que los querían. En realidad no pensé en nada. Cuando iba por el séptimo kilómetro, cogí la bolsa de plástico que me había estado guardando uno de los jugadores de ajedrez en la esquina suroeste del parque, le di las gracias y me encaminé a buen paso hacia el oeste, hacia Arbor Court.

Carolyn no estaba en casa, de modo que usé las herramientas que llevaba encima para entrar en su edificio y luego en su piso. La cerradura del vestíbulo fue pan comido, a diferencia de las otras. Me pregunté qué curioso ladrón habría forzado aquellas cerraduras sin dejar ni rastro de su presencia y por qué no podía servirse de ese mismo talento para llevarse el Mondrian de la Colección Hewlett él solito.

Entré, cerré con llave, me desnudé y me duché, razón por la cual había ido a Arbor Court. Me sequé, me puse la ropa que había estado llevando antes y colgué de la barra de la cortina de la ducha mi camiseta sin mangas y mi pantalón corto, que estaban empapados. Luego busqué una cerveza en el frigorífico, hice una mueca cuando vi que no había ninguna y me preparé un poco de té frío de sobre. Sabía como cabía esperar.

Me preparé un sándwich, me lo comí, me preparé otro y empecé a comérmelo. Un payaso dio un frenazo en la calle y tocó la bocina, ante lo cual Ubi se encaramó al alféizar de la ventana de un salto para investigar. Vi que metía la cabeza entre las barras y que las puntas de su bigote apenas las rozaban, pensé en el bigote de Archie y me sorprendí sintiendo lástima por el pobre gato, algo muy poco habitual. Ya habían muerto dos personas, yo estaba acusado de un asesinato y cabía la posibilidad de que me acusaran de otro, y lo único que me venía a la cabeza era lo desamparado que debía de sentirse el gato de Carolyn.

Busqué un número de teléfono en la guía, cogí el auricular y marqué el número. Denise Raphaelson respondió a la tercera señal.

—Soy Bernie —dije—, y nunca hemos tenido esta conversación.

—Qué curioso, la recuerdo como si fuera ayer.

—¿Qué sabes de un pintor llamado Turnquist?

—¿Para eso llamas? ¿Para preguntarme qué sé de un pintor llamado Turnquist?

—Sí, para eso. Tiene unos sesenta años, pelo rojizo y perilla, dientes en mal estado, y compra toda su ropa en la beneficencia. Modales un tanto bruscos.

—¿Dónde está? Creo que voy a casarme con él.

Denise estuvo saliendo conmigo durante una temporada; repentinamente empezó a salir con Carolyn, aunque no durante mucho tiempo. Es pintora y tiene una buhardilla en West Broadway llamada «galería el Estrecho», que es donde vive y trabaja.

—A decir verdad, es un poco tarde para eso.

—¿Le ha pasado algo?

—Será mejor que no te lo diga. ¿Has oído hablar de él alguna vez?

—Creo que no. Turnquist. ¿Tiene nombre de pila?

—Probablemente. La mayoría de la gente tiene nombre de pila, excepto Trevanian[2]. Puede que Turnquist sea su nombre de pila y que no tenga apellido. Hay mucha gente así: Hildegarde, Twiggy…

—Liberace.

—Ese es su apellido.

—Es verdad.

—¿No te suena Turnquist?

—Ni remotamente. ¿Qué clase de pintor es?

—Un pintor muerto.

—Lo que me temía. Bueno, estará bien acompañado: Rembrandt, El Greco, Giotto, El Bosco… Todos estos pintores están muertos.

—Nunca hemos tenido esta conversación.

—¿Qué conversación?

Colgué y busqué Turnquist en la guía de teléfonos de Manhattan. Sólo figuraba una persona con ese apellido: Michael Turnquist, que vivía en la calle 70 Este. Las cosas no son tan sencillas y, desde luego, Turnquist no vestía como las personas que viven en esa zona, pero, qué demonios, no perdía nada intentándolo.

—¿Michael Turnquist? —pregunté.

—Sí, ¿dígame?

—Perdone —dije—. Debo de haberme equivocado de número.

A la mierda. Cogí de nuevo el auricular y marqué el 911. Respondió una mujer y dije:

—Hay un cadáver en una obra de Washington Street. —Y le di la dirección exacta. Ella empezó a preguntarme algo, pero no le dejé acabar—: Lo siento —dije—, pero soy una de esas personas que no quieren meterse en líos.

Estaba absorto en algo, posiblemente en mis pensamientos, cuando una llave giró en una de las cerraduras de la puerta. El sonido se repitió cuando una persona abrió las otras dos cerraduras, y pasé un par de segundos intentando decidir qué haría si no era Carolyn. ¿Y si era la nazi, que venía a secuestrar el otro gato? Busqué a Ubi con la mirada, y entonces la puerta se abrió, me volví y vi a Carolyn y Elspeth Peters.

Sólo que no era Elspeth Peters. Me bastó lanzarle una segunda mirada para comprobarlo. Sin embargo comprendí por qué mi compinche también había lanzado una segunda mirada a Elspeth Peters, ya que el parecido entre ambas era muy marcado.

También comprendí por qué había lanzado más de un par de miradas a esta mujer, que evidentemente tenía que ser Alison, la amiga que se dedicaba a hacer planes fiscales. Era cuando menos tan atractiva como Elspeth Peters y, en lugar de ese carácter etéreo de la señorita Peters que tan bien armoniza con las poetisas de otros tiempos y los libros usados, lo que Alison transmitía era una especie de intensidad telúrica. Carolyn nos presentó:

—Alison, te presento a Bernie Rhodenbarr. Bernie, esta es Alison Warren.

Alison confirmó su condición de lesbiana política y económica dándome un apretón de manos de los de verdad.

—No esperaba verte aquí —dijo Carolyn.

—Bueno, es que he venido a ducharme.

—Es cierto, habías ido a correr.

—¿Oh? ¿Te gusta correr? —me preguntó Alison.

El tema nos dio para unos segundos de conversación. Carolyn se fue a preparar café, Alison se sentó en el sofá y Ubi apareció y se sentó en su regazo. Yo aproveché para ir a la cocina, donde Carolyn estaba armándose un lío con el café.

—¿A que es simpática? —me preguntó en voz baja.

—Desde luego —le respondí también en voz baja—. Deshazte de ella.

—¿Estás de broma?

—No.

—Pero ¿por qué?

—Porque nos vamos al museo. Al Hewlett.

—¿Ahora?

—Ahora.

—Mira, acaba de llegar. Ya se ha puesto cómoda y tiene al gato en el regazo. Lo menos que puedo hacer es darle una taza de café.

—De acuerdo —dije, todavía en voz baja—. Yo me voy ahora. Despídete de ella lo antes posible. Te espero delante del Hewlett.

Cuando entregué mis dos dólares y cincuenta centavos, el encargado del Hewlett tuvo la amabilidad de indicarme que faltaba menos de una hora para que la galería cerrase. Le dije que no importaba y acepté mi insignia a cambio de mi dinero. El intercambio me trajo a la memoria al difunto señor Turnquist, y recordé la apasionada vivacidad con que nos había sermoneado sobre arte. Supongo que lo había despersonalizado a fin de poder llevar su cadáver por toda la ciudad y deshacerme de él, lo cual creo fue algo necesario. Sin embargo, ahora lo veía como una persona (estrafalaria, hosca e intensamente humana) y lamentaba que estuviera muerto y aún más que después de su muerte yo lo hubiera utilizado como pretexto para hacer una farsa macabra.

La sensación era bastante deprimente, pero me la quité mientras me dirigía a la sala del piso de arriba, que era donde estaba expuesto el Mondrian. Entré haciéndole al guarda uniformado un maquinal gesto con la cabeza. En el lugar de la pared que solía ocupar Composición con color esperaba encontrar un espacio en blanco o un cuadro totalmente distinto, pero el Mondrian seguía en el sitio que le correspondía y yo me alegré de volver a verlo.

Media hora más tarde la voz de alguien situado a mi espalda dijo:

—Bueno, no está mal, Bernie, pero no creo que vayas a engañar a mucha gente con él. Es difícil conseguir que un dibujo a lápiz se parezca a un óleo. ¿Qué estás haciendo?

—Dibujando el cuadro —dije, sin levantar la mirada de mi cuaderno—. Estoy calculando las medidas a ojo.

—¿Qué significan las iniciales? Ah, ya… Los colores, ¿no?

—Exacto.

—¿Para qué?

—No lo sé.

—El chico que hay abajo no ha querido aceptar mi dinero. Van a cerrar dentro de un minuto. ¿Vamos a robar el cuadro, Bernie?

—Sí.

—¿Ahora?

—Claro que no.

—Ah… ¿Cuándo entonces?

—No lo sé.

—Y supongo que tampoco sabrás cómo vamos a hacerlo.

—Estoy ocupándome de ello.

—¿Cómo? ¿Dibujando el cuadro en tu cuaderno?

—Mierda —exclamé. Cerré el cuaderno de golpe y dije—: Larguémonos de aquí.

—Lo siento, Bern. No tenía intención de molestarte.

—No pasa nada. Larguémonos de aquí.

Encontramos un bar llamado Gloryosky en Madison Avenue, a un par de manzanas de distancia. Luces tenues, moqueta gruesa, formica negra y cromo y algún que otro mural. Cerca de la mitad de los clientes estaba despachando sus primeras copas «postrabajo», mientras el resto tenía aspecto de no haber vuelto todavía de la comida. Todo el mundo estaba dando gracias a Dios porque ya era viernes.

—Qué sitio más agradable —dijo Carolyn cuando nos sentamos en un reservado—. Luces tenues, animación, risas, el tintineo de los cubitos de hielo y un disco de Peggy Lee en el juke box. Aquí podría ser feliz, Bernie.

—Y una monada de camarera.

—Ya me he fijado. Este bar tiene todo lo que no tiene el Bum Rap. Es una pena que esté tan lejos de la tienda.

La camarera se acercó a la mesa y se inclinó de manera impresionante. Carolyn la miró con una sonrisa de oreja a oreja y pidió un martini, muy frío, muy seco y muy rápido. Yo pedí una coca-cola con limón. La camarera sonrió y se fue.

—¿Por qué? —me preguntó Carolyn con tono apremiante.

—¿Cómo dices?

—¿Por qué has pedido una coca-cola con limón?

—Así sabe menos dulce.

—¿Por qué has pedido una coca-cola?

Me encogí de hombros.

—No lo sé. Porque no me apetece un agua Perrier, supongo. Además, creo que me vendrá bien un subidón de azúcar y un acelerón de cafeína.

—Bern, ¿estás siendo obtuso a propósito?

—¿Qué? Ah… ¿Te refieres a por qué no bebo una copa?

—Eso es.

Volví a encogerme de hombros.

—Por ninguna razón en concreto.

—¿Vas a intentar entrar a robar en el museo? Es un disparate.

—Lo sé, y de hecho no voy a intentarlo. De todos modos, haga lo que haga, tengo una noche complicada por delante y quiero estar en plena forma, es decir, tal como estoy ahora.

—Pues yo, por mi parte, creo que me sentiré mejor con un par de copas encima.

—Quizá.

—Eso sin contar que no podré sobrevivir diez minutos más si no me bebo una. Ah, ya las traen —dijo en el momento en que aparecían nuestras bebidas—. Puedes decirle a tu compañero que empiece a preparar otro de estos —le dijo a la camarera—, porque no quisiera pasarme de la raya con él.

—Otra ronda, pues.

—Sólo otro martini —le corrigió Carolyn—. Él tiene que beberse lo suyo a sorbitos. ¿Tu madre nunca te dijo que las bebidas efervescentes no hay que beberlas de un trago?

Exprimí el limón encima de la coca-cola, removí y bebí un trago.

—Tiene una forma encantadora de reírse —dijo Carolyn—. Me gustan las chicas con sentido del humor.

—Y con un buen par de…

—Eso también. Habría mucho que decir en favor de las curvas, incluso si tu amigo Mondrian no creía en ellas. Líneas rectas y colores primarios. ¿A ti te parece que era un genio?

—Probablemente.

—Vete tú a saber qué es un genio. Si se trata de tener algo colgado de la pared, yo prefiero mi litografía de Chagall.

—Qué curioso.

—¿Qué es curioso?

—Antes —dije—, cuando estaba delante del cuadro, pensé en lo bien que quedaría en mi piso.

—¿Dónde?

—Sobre el sofá. Centrado más o menos encima de él.

—¿En serio? —Cerró los ojos para intentar imaginárselo—. ¿El cuadro que acabamos de ver o el que tú viste en el piso de Onderdonk?

—El que acabamos de ver. Aunque el otro consistía prácticamente en lo mismo y tenía más o menos las mismas medidas, de modo que también quedaría bien.

—Sobre el sofá.

—Exacto.

—Pues, ahora que lo dices, podría quedar bastante bien en tu casa —dijo—. ¿Sabes qué tienes que hacer cuando se aclare todo este lío?

—Sí —respondí—. Pasar entre uno y diez años.

—¿Uno y diez años?

—De cárcel.

—Ah… —exclamó, y rechazó el conjunto del sistema penal haciendo un gesto de indiferencia con la mano—. Estoy hablando en serio, Bern. Cuando todo esto se aclare, tienes que sentarte, pintar un Mondrian y colgarlo encima del sofá.

—Anda ya…

—Lo digo de veras. Reconócelo, Bern. El cuadro de nuestro querido Piet que tienen en el museo no parece difícil de hacer. De acuerdo, Mondrian era un genio porque fue la primera persona a la que se le ocurrió pintar así, y las proporciones y los colores son estupendos y perfectos y responden a un sistema filosófico, el que fuera, pero ¿qué más da? Si lo único que pretendes es hacer una copia para tu piso, ¿qué tiene de difícil tomar las medidas, copiar los colores y pintarlo? No hay dibujos, ni gradaciones de colores, ni cambios de textura por medio. Sólo se trata de un lienzo blanco con líneas negras y unas manchas de color. No tendrías que pasar diez años en la facultad de Bellas Artes para hacerlo, ¿verdad?

—Qué ocurrencia… —dije—. Probablemente sea más difícil de lo que parece.

—Todo es más difícil de lo que parece. Lavar y cepillar a un shih tzu es más difícil de lo que parece, pero no es necesario ser un genio para hacerlo. ¿Dónde tienes ese dibujo que has hecho? ¿No podrías tomar las dimensiones y pintarlo en un lienzo?

—Puedo pintar una pared con un rodillo. Poco más.

—¿Por qué has hecho ese dibujo?

—Porque hay demasiados cuadros —contesté— y, siendo Mondrian como es, no podría distinguirlos a menos que los viera juntos. Por eso he pensado que un dibujo podría serme útil de cara a identificarlo. Si es que veo alguna vez algún cuadro que no sea el del Hewlett. No podría…

—¿Qué no podrías?

—Pintar un Mondrian falso. No sabría cómo hacerlo. Todas las bandas negras son rectas como el filo de un cuchillo. ¿Cómo se las arregla uno para pintar algo así?

—Supongo que sería necesario que tuvieras el pulso firme.

—Debe de ser más complicado. Además no sabría qué pinturas comprar, y menos aún mezclar los colores.

—Podrías aprender.

—Un pintor podría hacerlo —dije.

—Claro. Si conocieras la técnica y…

—Es una pena que no volviéramos a hablar con Turnquist antes de que muriese. Era pintor y admiraba a Mondrian.

—Bueno, no es el único pintor que hay en Nueva York. Si quieres un Mondrian para colgar encima del sofá y no quieres intentar pintarlo tú, estoy segura de que podrías encontrar a alguien que…

—No estoy hablando de un Mondrian para mi piso.

—¿Ah, no…?

—No.

—Entonces estás pensando…

—Eso es.

—¿Dónde está la camarera, maldita sea? En este lugar son capaces de dejarla a una morir de sed.

—Ya viene.

—Más vale. No creo que vaya a salir bien, Bern. Yo me refería a pintar algo que quede bien sobre tu sofá, no a algo para engañar a los expertos. Además, ¿dónde encontraríamos a un pintor en el que pudiéramos confiar?

—Tienes razón.

La camarera dejó un martini delante de Carolyn y miró mi coca-cola, que estaba todavía medio llena. O medio vacía, si eres pesimista.

—Perfecto —le dijo Carolyn—. Seguro que antes eras enfermera. ¿A que sí?

—Esto no es nada —respondió la camarera—. Se supone que es un secreto, pero estoy segura que no se lo vas a decir a nadie: el barman era neurocirujano.

—Sigue teniendo buena mano. Menos mal que soy miembro de la Cruz Azul.

Al igual que la otra vez, la camarera hizo el número de irse riéndose. Carolyn la siguió con la mirada.

—Es una monada —dijo.

—Es una pena que no sea pintora.

—Respuestas inteligentes, una gran personalidad y un estupendo par de piernas. ¿Crees que será lesbiana?

—La esperanza es lo último que se pierde, ¿eh?

—Eso dicen.

—Lesbiana o no, lo que necesitamos es un pintor —dije.

En aquel momento pareció como si todo el mundo se quedara en silencio, como si alguien acabara de decir una impertinencia. Pero no porque las conversaciones hubieran cesado, sino porque nosotros habíamos dejado de oírlas. Carolyn y yo nos quedamos de piedra y luego nos volvimos lentamente para clavar la mirada en los ojos exoftálmicos del otro. Al cabo de un rato, los dos hablamos como si fuéramos una misma voz.

—Denise —dijimos.