15

—Puedes alquilarlas por sólo cincuenta dólares al mes —dijo Carolyn—. Es un precio bastante bueno, ¿no? Sale a menos de dos dólares al día. ¿Qué más puedes pedir por menos de dos dólares al día?

—Un desayuno —dije—, si sabes elegir el sitio adecuado.

—Y si eres un roñoso dando propinas. El único problema es que hay que pagar un mínimo de un mes. Incluso si la devolviéramos dentro de hora y media, seguiría costándonos cincuenta pavos.

—Puede que no la devolvamos nunca. ¿Qué fianza has tenido que pagar?

—Cien dólares, además del alquiler de un mes, es decir, he desembolsado ciento cincuenta dólares. Pero los cien dólares los recuperaré cuando devolvamos el cacharro. Si es que lo devolvemos.

Nos detuvimos en la esquina de la Sexta Avenida con la calle Doce y esperamos a que cambiara el semáforo. Cambió y cruzamos. Cuando estábamos a punto de llegar a la acera de enfrente, Carolyn dijo:

—¿Pero no habían sacado una ley? ¿No tenían que poner rampas de acceso en todas las esquinas?

—Eso me suena.

—¿Llamarías rampa a eso? Fíjate en esta acera, por favor. Se podría saltar de ella en ala delta.

—Tira de las empuñaduras hacia abajo —dije— y yo levanto. Vamos.

—Mierda.

—Poco a poco…

—Mierda y crema de chocolate. Nosotros podemos arreglárnoslas, incluso con una acera empinada, pero ¿qué ha de hacer una persona verdaderamente incapacitada que esté sola? ¿Quieres explicármelo?

—Me has hecho esa pregunta en cada manzana.

—Bueno, es que cada vez que tenemos que subir este maldito cacharro a una acera, me conciencio más de la situación. Esta es la clase de causa por la que podría llegar a interesarme de veras. Tráeme una instancia y la firmaré. Dime dónde se celebra una manifestación y participaré en ella. ¿Qué te hace tanta gracia?

—Estaba imaginándome la manifestación.

—Tienes un sentido del humor enfermizo, Bernie. ¿Te lo ha dicho alguien alguna vez? Ayúdame a empujar. La de sacudidas que se está llevando nuestro amigo.

Cierto, aunque era poco probable que nuestro amigo fuera a quejarse. Era el difunto señor Turnquist, por supuesto, y el cacharro que estábamos empujando, como probablemente ya habrás adivinado, era una silla de ruedas, la cual habíamos alquilado en el almacén Equipo Quirúrgico y Hospitalario Pitterman, situado en la Primera Avenida, entre la calle Quince y la Dieciséis. Carolyn había ido allí, había alquilado el armatoste y lo había traído en el portaequipajes de un taxi. Yo le había ayudado a meterla en la librería, donde la habíamos desplegado y, trabajosamente, habíamos conseguido sentar a Turnquist en ella.

Para cuando habíamos salido de la tienda, el cadáver tenía un aspecto bastante normal sentado en la silla y estaba más presentable que en el trono de mi retrete. Llevaba una correa sujeta a la cintura y un par de trozos de cable de lámpara que yo había cogido para atarle las muñecas a los brazos de la silla y los tobillos al apoyo para los pies, el cual habíamos colocado convenientemente. También habíamos cogido una manta vieja y algo mohosa y, en lugar de abrigarle el regazo o las rodillas como suele hacerse, le habíamos tapado del cuello a los pies. Unas Foster Grant ocultaban sus inamovibles ojos azules y una gorra de lana con visera que había colgado de un clavo en la trastienda desde marzo, a la espera de que su dueño la reclamara, cubría su cabeza, haciendo todo lo posible para que resultara menos reconocible. De aquella manera pusimos rumbo al oeste, intentando adivinar qué demonios estaba pasando y distrayéndonos cada vez que llegábamos a una manzana y Carolyn empezaba a despotricar contra las aceras.

—¿Esto de transportar un cadáver qué es? —preguntó—. ¿Un delito grave o una falta?

—No me acuerdo, pero es algo que no se debe hacer, eso seguro. La ley no lo ve con buenos ojos.

—En las películas uno no debe tocar nada.

—Yo nunca toco nada en las películas. Lo que se debe hacer es notificar inmediatamente a la policía que ha aparecido un cadáver. Podrías haberlo hecho. Podrías haber salido rápidamente del servicio y decirle a Ray que había un cadáver en el retrete. Ni siquiera habrías tenido que hacer una llamada telefónica.

Carolyn se encogió de hombros.

—He pensado que pediría una explicación.

—Es probable.

—También he pensado que no teníamos ninguna que darle.

—Vuelves a acertar.

—¿Cómo ha llegado a la librería, Bernie?

—No lo sé. Cuando lo toqué estaba bastante caliente, aunque no he tocado muchos cadáveres y no sé cuánto tiempo tardan en enfriarse. Quizá estuviera en la tienda ayer, cuando cerré. Cerré a toda prisa, ¿recuerdas?, porque acababan de arrestarme, lo cual me impidió concentrarme en la rutina de siempre. Puede que estuviera hojeando libros entre las estanterías o que se colase en la trastienda y se escondiera a propósito.

—¿Por qué habría de hacer algo así?

—Ni idea. También es posible que estuviera allí y que en un momento dado de la noche o la mañana haya ido al servicio, se haya sentado en el retrete sin bajarse el pantalón y haya muerto.

—¿De un ataque al corazón o algo así?

—O algo así —repetí, asintiendo. En aquel momento la silla de ruedas pasó por un bache de la acera. La cabeza de nuestro pasajero se inclinó pesadamente hacia adelante, y la gorra y las gafas de sol estuvieron a punto de soltársele. Carolyn lo puso todo en su sitio.

—Nos va a demandar —dijo—. Se ha desnucado.

—Carolyn, este hombre está muerto. No bromees.

—No puedo evitarlo. Es una reacción nerviosa. ¿Crees que ha muerto por causas naturales?

—Estamos en Nueva York. En esta ciudad el asesinato es una causa natural.

—¿Crees que lo han asesinado? ¿Quién puede haberlo asesinado?

—No lo sé.

—¿Crees que había otra persona en la librería con él?

—No lo sé.

—Puede que se haya suicidado.

—¿Por qué no? Era un agente ruso, tenía una cápsula de cianuro metida en un diente vacío y sabía que no había esperanza, de modo que se metió en mi librería y mordió su querido bicúspide. Es natural que haya querido morir en presencia de primeras ediciones y buenas encuadernaciones.

—Bueno, si no ha sido un ataque al corazón ni un suicidio…

—Ni herpes —dije—. He oído que está muy extendido.

—Si no ha sido ninguna de estas cosas, y alguien lo mató, ¿cómo lo han hecho? ¿Crees que anoche pudiste encerrar a dos personas en la librería?

—No.

—¿Entonces?

—Es posible que se haya colado cuando abrí esta mañana. No me hubiera dado cuenta. Luego, mientras compraba el café y lo llevaba a la Casa del Caniche…

—Ese asqueroso café.

—… puede que haya ido al servicio y se haya muerto. O, si había alguien con él, puede que esa persona le haya matado. O, si ha venido solo, puede que luego haya aparecido otra persona, que él le haya abierto la puerta y luego esa persona le haya matado.

—O que el asesino se quedara encerrado en la librería anoche o esta mañana y que, cuando Turnquist apareció, le haya dejado pasar y le haya matado. ¿Es posible que uno de los dos le haya abierto la puerta al otro sin una llave?

—No habría tenido ningún problema —respondí—. No me entretuve mucho con la puerta cuando salí por el café. Dejé la mesa de las ofertas fuera y sólo apreté el botón con el que se acciona el pestillo. Ni siquiera recuerdo si cerré la puerta con dos vueltas. —Fruncí el entrecejo mientras hacía memoria—. Aunque debo de haberlo hecho, porque cuando volví el cerrojo estaba echado. Tuve que dar dos vueltas a la llave. Mierda.

—¿Qué ocurre?

—Pues que eso lo complica todo —dije—. Supongamos que Turnquist abre la puerta al asesino, algo que puede hacer desde dentro con sólo girar el tirador. Luego el asesino mata a Turnquist, lo deja en el retrete y se va, pero ¿cómo cierra la puerta?

—¿No tienes otro juego de llaves en alguna parte? Quizá las encontró.

—Le habría costado mucho tiempo encontrarlas; además, ¿para qué iba a tomarse la molestia si, al fin y al cabo, la puerta no estaba cerrada con llave?

—No tiene sentido.

—Casi nada tiene sentido. Cuidado con la acera.

—Mierda…

—Ten cuidado con eso también. Parece que la gente ha dejado de limpiar los excrementos de sus perros. Andar está convirtiéndose de nuevo en una aventura.

Nos la arreglamos para bajar de otra acera, cruzar otra calle y escalar la acera de enfrente. Seguimos avanzando en dirección oeste y, una vez hubimos cruzado Abingdon Square, el tráfico, tanto el de automóviles como el de peatones, disminuyó considerablemente. En la esquina de la calle Doce con Hudson pasamos por delante de la residencia Village, donde un anciano caballero sentado en una silla de ruedas parecida a la nuestra mostró su apoyo a Turnquist haciéndole una señal con el pulgar en alto y diciendo:

—No permita que esos jóvenes le lleven de aquí para allá. Aprenda a manejar la silla usted mismo. —Al no obtener respuesta, sus ojos se posaron en Carolyn y en mí—. ¿Qué? ¿Al viejo bribón se le han acabado las fuerzas? —preguntó con apremio.

—Me temo que sí.

—Bueno, al menos no lo habéis dejado tirado en una residencia —dijo, no sin cierta acritud—. Si alguna vez vuelve en sí, le decís de mi parte que tiene verdadera suerte de tener unos hijos tan buenos.

Seguimos avanzando, cruzamos Greenwich Street y en Washington doblamos hacia la izquierda. Manzana y media más adelante, entre Bank y Bethune, estaban convirtiendo un almacén en un edificio de viviendas propiedad de una sociedad cooperativa. El personal encargado de llevar a cabo semejante transformación alquímica ya había acabado su jornada laboral.

Metí el freno a la silla de ruedas.

—¿Aquí? —preguntó Carolyn.

—Es un lugar tan bueno como cualquier otro. Han colocado una tabla sobre los escalones para las carretillas. Es una buena rampa para la silla de ruedas.

—Creía que íbamos hasta el embarcadero de Morton Street para arrojarlo al Hudson con silla y todo.

—Carolyn…

—Arrojar a los muertos al mar, a la gran tumba del océano, es una antigua tradición. «A una profundidad de cinco brazas mi padre yace…».

—¿Quieres echarme una mano?

—Sí, claro. Nada me gustaría más. «Bueno, al menos no habéis dejado al viejo bribón tirado en una residencia». Conque no, ¿eh, vejete? Vamos a dejar tirado al viejo bribón en un almacén con pinta de abandonado… ¿Por qué tendré la impresión de que nos parecemos a Burke y Hare?

—Porque ellos robaban cadáveres y los vendían. Nosotros sólo estamos trasladando uno.

—Estupendo.

—Ya te he dicho que lo haría yo, Carolyn.

—Vamos, no digas tonterías. Soy tu compinche, ¿no?

—Eso parece.

—Y estamos juntos en este asunto. Si nos hemos metido en este lío es por culpa de mi gato. Bern, ¿por qué no podemos dejarlo aquí con silla y todo? Te lo digo en serio, los cien dólares me importan un bledo.

—No es por el dinero.

—¿Entonces por qué es? ¿Por principios?

—Si dejamos la silla —le expliqué—, averiguarán a quién pertenece.

—¿A Equipo Quirúrgico y Hospitalario Pitterman? Pues vaya lío que se montará entonces, ¿eh? Un lío de padre y muy señor mío. He pagado en efectivo y les he dado un nombre falso.

—No sé quién era Turnquist y ni qué pintaba en este asunto del Mondrian, pero tiene que haber alguna relación. Cuando la poli lo asocie con él, irán a Pitterman y obtendrán una descripción de la persona que nos ha alquilado la silla. Luego llevarán al dependiente a la comisaría y te pondrán delante de él en una fila junto con cuatro jugadores de los Harlem Globbetrotters. ¿Adivinas a quién señalará?

—No me extraña que Ray haga bromas sobre mi estatura, pero que las hagas tú…

—Estaba intentando explicarte una cosa.

—Pues bien, ya me la has explicado. Pensaba que sería más decoroso dejarle en la silla, eso es todo. Olvídate de que he dicho nada, ¿vale?

—Vale.

Le quité el cable de las muñecas y los talones, le desabroché el cinturón y me las arreglé para tenderle boca arriba en una parte del suelo razonablemente despejada. Luego cogí la gorra, las gafas y la manta.

Cuando volvimos a la calle, dije:

—Sube, Carolyn. Te llevo.

—¿Qué?

—Dos personas empujando una silla de ruedas llaman la atención. Vamos, sube a la silla.

—Sube tú.

—Tú pesas menos que yo y…

—Cierra la boca. Tú eres más alto que yo y eres un hombre, de modo que quien tiene que hacer de Turnquist eres tú, Bern. Sube a la silla y ponte la gorra y las gafas. —Me arropó con la manta y una vaharada de moho me llegó a la nariz. Con una sonrisa maliciosa, mi compinche quitó el freno de mano—. Agárrense —dijo— y abróchense el cinturón. Conque bromas sobre mi estatura, ¿eh? Puede que nos encontremos con alguna turbulencia en el camino.