14

—No te enamores de ella —le dije a Carolyn—. Ya es presa de una obsesión.

—¿De qué estás hablando?

—De la forma en que la has mirado. He pensado que estabas enamorándote o quizá sintiendo lujuria. Lo cual es comprensible, aunque…

—He pensado que la conocía.

—¿Qué?

—Por un momento pensé que era Alison.

—¿En serio? ¿Y lo era?

—No, claro que no. En ese caso la habría saludado.

—¿Estás segura?

—Claro que lo estoy. ¿Por qué, Bern?

—Porque me ha dicho que se llama Elspeth Peters, y no la creo. Y está relacionada con el asunto del Mondrian.

—¿Y qué? Alison no lo está, ¿no te acuerdas? Alison está relacionada conmigo.

—Cierto.

—Se parecen mucho, pero eso es todo, un gran parecido. ¿Cómo está relacionada?

—Piensa que es la legítima propietaria del cuadro.

—Quizá sea ella quien secuestró al gato.

—No me refiero a ese cuadro, sino al de Onderdonk.

—Ah… —exclamó—. Hay demasiados cuadros en este asunto, ¿sabes?

—Hay demasiado de todo. Acabas de recibir una llamada, estabas diciendo. ¿De la nazi?

—Sí.

—Bien, entonces no ha podido ser Elspeth, puesto que estaba aquí, conmigo.

—En efecto.

—¿Qué quería?

—Bueno, digamos que me ha tranquilizado —respondió Carolyn—. Me dijo que el gato está vivo y en buen estado, y que no le va a ocurrir nada mientras yo coopere. También me dijo que no me preocupe porque vayan a cortarle una oreja, una pata o cualquier otra cosa, que lo del bigote era para que supiera que van en serio, pero no significa que vayan a hacerle daño. Luego dijo que sabe que es difícil conseguir el cuadro, pero que está segura de que lo lograremos si nos concentramos en ello.

—Parece tratar de consolarte.

—Pues bien, lo ha conseguido, Bern. Me siento muchísimo mejor en lo que respecta al gato. Todavía no sé si volveré a verle alguna vez, pero ya no tengo los nervios de punta como antes. El hecho de hablar anoche con Alison sobre ello me ha ayudado mucho, y si a esto sumas la llamada… Ahora sé que al gato no va a ocurrirle nada espantoso…

Aunque apenas había oído la puerta, alcé la mirada y lo vi, y mientras se acercaba, llamé la atención a Carolyn con un siseo, quien se calló en medio de una frase y se volvió para ver por qué la había interrumpido.

—Mierda… —exclamó—. Hola, Ray.

—Hola, hola… —dijo el mejor poli que se puede comprar con dinero—. ¿Sabéis qué? En esta profesión uno acaba enterándose de quiénes son sus amigos. Veo a dos personas que conozco desde hace años y basta que entre en el local para que una sisee y la otra diga mierda. ¿Qué va a sucederle al gato, Carolyn?

—Nada —dijo ella. Años atrás había oído en alguna parte que la mejor defensa es un buen ataque, y jamás lo había olvidado—. Lo que realmente importa es qué va a sucederle a Bernie si sus supuestos viejos amigos no dejan de arrestarle cada vez que aparecen. ¿Alguna vez has oído hablar de hostigamiento policial, Ray?

—Da las gracias porque nunca haya oído hablar de brutalidad policial, Carolyn. ¿Por qué no vas a dar una vuelta, eh? Vete a estirar las piernas. Les vendría bien.

—Si vas a hacer bromas sobre mi estatura, yo voy a hacerlas sobre gilipollas, y no sé si eso te conviene.

—Caray, Bern —dijo él—, ¿no puedes hacer algo para que se comporte como una dama?

—Estoy en ello. ¿Qué quieres, Ray?

—Unos tres minutos de conversación. En privado. Supongo que podríamos entrar en la trastienda si quiere quedarse.

—No hace falta, ya me voy —dijo Carolyn—. Tengo que ir al servicio.

—Ahora que lo dices, yo también. No, vete tú primero, Carolyn. Bernie y yo vamos a hablar, así que puedes tomártelo con calma. —Esperó a que Carolyn hubiera salido del local y luego puso una mano sobre el libro de arte que Elspeth Peters había dejado sobre el mostrador. Ahora estaba cerrado; ya no estaba abierto por la lámina de Mondrian—. Cuadros —dijo—, ¿no?

—Muy bien, Ray.

—Como el que te llevaste del piso de Onderdonk.

—¿De qué estás hablando?

—De un tipo llamado Mondrian —dijo, aunque pronunció «Muundrein»—. Lo tenía colgado sobre la chimenea y estaba asegurado en trescientos mil dólares.

—Eso es mucho dinero.

—Sí, ¿verdad? Por lo que se ha podido averiguar hasta el momento, es lo único que ha sido robado. Un cuadro bastante voluminoso, de fondo blanco, líneas negras entrecruzadas y un poco de color aquí y allá.

—Ya lo he visto.

—¿Ah sí? ¿No me digas?

—Cuando fui a valorar la biblioteca. Colgaba sobre la chimenea. —Pensé por un momento—. Creo que Onderdonk comentó que iba a mandarlo a enmarcar.

—Sí, le hacía falta un nuevo marco.

—¿Y eso?

—Voy a explicarte la situación, Bernie. El marco del Muundrein estaba en el armario junto con el cadáver de Onderdonk, hecho pedazos. Estaba el marco de aluminio, roto, y lo que llaman el bastidor, que es donde el lienzo suele estar sujeto. El problema es que no lo estaba.

—¿Que no lo estaba? ¿Qué quieres decir?

—Que no estaba sujeto. Alguien cortó el cuadro del bastidor, pero dejó lo suficiente para que el de la compañía de seguros supiera que se trataba del Muundrein con sólo echarle un vistazo. A mí no me pareció que fuera gran cosa. Sólo un pedazo de lienzo de tres centímetros de ancho que se extendía en torno al bastidor, blanco con alguna que otra raya negra, como el código Morse, y un poco de rojo, creo. Yo diría que lo enrollaste y lo sacaste del edificio escondido bajo la ropa.

—Ni siquiera lo toqué.

—Ya… Debías de tener prisa o algo así para cortarlo del marco en lugar de tomarte la molestia de quitarle las grapas. De ese modo podrías haberte llevado todo el lienzo. No creo que lo mataras, Bern. He estado pensando en ello, y no creo que lo hicieras.

—Gracias.

—Pero sé que estuviste allí, y seguramente te llevaste el cuadro. Puede que oyeras llegar a alguien, y por eso corriste a cortarlo del marco. Puede que dejaras el marco colgado de la pared y a Onderdonk atado, y que luego otra persona metiera el marco en el armario y de paso matara a Onderdonk.

—¿Por qué habría de hacer eso nadie?

—¿Quién sabe lo que hace la gente? El mundo está loco y está lleno de gente loca.

—Amén.

—Bueno, el caso es que yo creo que tienes el Muundrein.

—Mondrian. No Muundrein. Mondrian.

—¿Qué más da? Podría llamarlo Picasso y seguiríamos sabiendo de quién estamos hablando, joder. Creo que lo tienes, Bern, y si no lo tienes, creo que puedes conseguirlo. Por eso he venido aquí ahora, en mis horas libres, cuando debería estar en casa tumbado en el sofá viendo la tele.

—¿Y por qué lo has hecho?

—Porque hay una recompensa —dijo—. Los de la compañía de seguros son un panda de cabrones agarrados: la recompensa es sólo el diez por ciento. A todo esto, ¿cuánto es el diez por ciento de trescientos cincuenta mil pavos?

—Treinta y cinco mil.

—Si la librería fracasa, siempre puedes dedicarte a la contabilidad, Bernie. Va a hacerte falta dinero para librarte de esta acusación de asesinato, ¿verdad? Dinero para tu abogado, dinero para las costas. Qué demonios, todo el mundo necesita dinero, ¿verdad? De lo contrario no tendrías que salir a robar. Pues bien, si consigues el cuadro, yo lo entrego a cambio de la recompensa y nos dividimos el dinero.

—¿Cómo lo dividimos?

—Bern, ¿cuándo he sido yo codicioso? A partes iguales es como lo vamos a dividir, de ese modo todo el mundo se quedará contento. Tú me lavas la mano y yo te rascó la espalda. ¿Sabes a lo que me refiero?

—Creo que sí.

—Estamos hablando de diecisiete mil quinientos pavos para cada uno, así que deja que te diga una cosa, Bernie: no podrás conseguir más. Con toda la publicidad, el asesinato y todo lo demás, te será imposible encontrar un comprador. Y olvídate de llegar a un acuerdo con la compañía de seguros para vendérselo, porque esos cabrones ponen trampas y acabarán dándote la patada. Naturalmente, puede que lo hayas robado por encargo y que tengas un cliente esperándote, pero ¿puedes arriesgarte con él? En primer lugar podría engañarte y, en segundo lugar, si la compañía de seguros recupera el cuadro, podrás quitarte parte del peso de encima.

—Veo que lo tienes todo previsto.

—Bueno —dijo—, un hombre tiene que pensar por sí mismo. También cabe la posibilidad de que ya lo hayas vendido, que lo robaras por encargo y se lo entregaras al perista aquella misma noche. —Dejó de apoyarse sobre un pie y descansó todo su peso sobre el otro—. Dime, Bernie, ¿qué está haciendo Carolyn ahí dentro?

—Responder a una llamada de la naturaleza, supongo.

—Pues ya podría acabar de cagar o dejar libre el retrete de una vez. Estoy que reviento. Como te iba diciendo, si ya te has deshecho del Muundrein, lo que tienes que hacer es robarlo de nuevo.

—¿A la persona a quien se lo haya vendido?

—O a la persona a la que él se lo haya vendido, si ya se ha deshecho de él. Déjame que te diga una cosa, Bernie: si se recupera el Muundrein, dejará prácticamente de hablarse de este caso. De ese modo se contribuiría a separar el robo del asesinato y quizá la gente dejaría de pensar que tú eres el asesino y se pondría a buscar a otro.

—Y tú te embolsarías treinta y cinco mil dólares, Ray.

—Y tú la otra mitad, no lo olvides. ¿Qué leches está haciendo, Carolyn? Será mejor que vaya a ver si se ha caído por el agujero.

En aquel instante mi peluquera de perros favorita irrumpió sin aliento en la habitación, tirando del cinturón de su pantalón con una mano y alzando la otra con la palma vuelta hacia nosotros.

—Bernie, ha ocurrido un desastre —dijo—. Ray, no entres ahí. Ni se te ocurra. Bernie, he tirado un tampón usado por el retrete, se ha obturado todo, el agua se ha desbordado y ahora hay mierda por todo el suelo y el agua sigue saliendo. Intenté limpiarlo pero no he hecho más que empeorar las cosas. Bernie, ¿puedes ayudarme? Me temo que se va a inundar toda la tienda.

—Yo ya me iba —dijo Ray, retrocediendo. Había palidecido y no parecía muy contento—. Bern, ya hablaremos, ¿vale?

—¿No quieres echarnos una mano?

—¿Estás de broma? —exclamó—. ¡Jesús…!

Rodeé el mostrador antes de que él saliera por la puerta, y eso que él tampoco perdió el tiempo. Fui a la trastienda, me asomé al servicio y vi que en el suelo no había más que baldosas de vinilo negro y rojo colocadas en forma de tablero de damas. Estaban completamente secas y tan limpias como suelen estarlo.

Había un hombre sentado en mi retrete.

Por el aspecto que tenía, se diría que no se encontraba en el sitio que le correspondía. Iba completamente vestido, y llevaba un pantalón gris de piel de tiburón y una chaqueta a cuadros blancos y grises. Su camisa era burdeos y sus zapatos un modelo de puntera perforada viejo y desgastado de un tono entre negro y marrón. Tenía el pelo castaño rojizo y enmarañado y una perilla roja mal cortada y algo canosa. Su cabeza estaba echada hacia atrás y su mandíbula caída, mostrando unos dientes manchados de tabaco que nunca habían conocido los cuidados de un ortodoncista. Los ojos también los tenía abiertos, y eran de un intenso azul celeste.

—Joder…

—¿No sabías que estaba aquí?

—Claro que no.

—Me lo figuraba. ¿Lo reconoces?

—Es el pintor —dije—, el que pagó diez centavos para entrar en la Colección Hewlett. No me acuerdo de cómo se llamaba.

—Turner.

—No, ese es otro pintor, pero era algo así. El encargado sabía cómo se llamaba, le llamó por su nombre… Turnquist.

—Eso es. Bernie, ¿adónde vas?

—Quiero asegurarme de que no hay nadie en la tienda —dije—. Y también quiero echar el cerrojo y cambiar el cartel de «Abierto» por el de «Cerrado».

—¿Y luego qué?

—No lo sé todavía.

—Oye, Bernie…

—¿Qué?

—Está muerto, ¿verdad?

—Oh, sin duda —respondí.

—Ya decía yo. Creo que voy a vomitar.

—Bueno, si tienes que hacerlo… ¿Pero no puedes esperar a que lo aparte del retrete?