13

Cuando volví a la librería, estaba sonando el teléfono, pero para cuando entré ya había dejado de hacerlo. Aunque pensaba que había dejado la puerta cerrada sólo con el pestillo, evidentemente me había tomado la molestia de cerrarla con dos vueltas, porque tuve que sacar la llave para abrirla, lo cual le dio a la persona que llamaba los segundos necesarios para colgar. Dije las cosas que uno suele decir en semejantes ocasiones, improbables observaciones sobre los antepasados, las prácticas sexuales y las costumbres dietéticas de la persona en cuestión, y luego me agaché para recoger un billete de dólar del suelo. Un trozo de papel que había al lado tenía una nota escrita a lápiz según la cual el dólar era para pagar tres libros de la mesa de ofertas.

Hay veces que ocurre. Eso sí, hasta el momento nadie ha sido lo bastante honrado para pagar también los peniques del impuesto de ventas, y si esto sucede alguna vez, es posible que abandone la delincuencia por vergüenza. Me metí el dólar en el bolsillo y me senté detrás del mostrador.

El teléfono volvió a sonar.

—Barnegat Books —dije—, buenos días.

Una voz de hombre, bronca y desconocida, dijo:

—Quiero el cuadro.

—Esto es una librería.

—Déjate de juegos. Tienes el Mondrian y yo lo quiero. Te pagaré un precio justo.

—Estoy seguro de que sí —respondí—; por tu manera de hablar pareces una persona justa. Sin embargo hay algo en lo que te equivocas. No tengo lo que estás buscando.

—Haz lo que te dé la gana. Pero hazte un favor a ti mismo, ¿vale? No se lo vendas a nadie sin habérmelo ofrecido a mí antes.

—Me parece razonable —dije—, pero no sé cómo puedo ponerme en contacto contigo. Ni siquiera sé quién eres.

—Yo en cambio sí sé quién eres —dijo—. Y sé cómo ponerme en contacto contigo.

¿Me había amenazado? Estaba meditándolo cuando oí un chasquido. Colgué el auricular y analicé la conversación en busca de alguna pista que me permitiera identificar al hombre con el que había hablado. Si había alguna, no la encontré. Supongo que me quedé un tanto ensimismado, porque al cabo de unos segundos alcé la mirada y vi que una mujer se aproximaba al mostrador, y ni siquiera había oído el ruido de la puerta.

Era delgada y con aspecto de pajarillo, tenía ojos grandes y marrones y pelo corto y castaño, y la reconocí enseguida aunque en un primer momento no supe de qué. Tenía un libro en una mano, un voluminoso libro de arte; colocó la otra sobre el mostrador y dijo:

—¿Señor Rhodenbarr? «Sólo Euclides ha contemplado la belleza desnuda».

Había oído aquella voz antes ¿Cuándo? ¿Por teléfono? No…

—La señorita Smith, del Tercero de Oregón —dije—. Pero el poema que acaba de citar no es de Mary Carolyn Davies.

—Cierto, no lo es. Es de Edna St. Vincent Millay. El verso me vino a la cabeza cuando vi esto.

Puso el libro sobre el mostrador. Era una historia del arte moderno desde los impresionistas hasta la anarquía actual y lo tenía abierto por una lámina que mostraba un cuadro abstracto geométrico. Unas bandas negras verticales y horizontales dividían un lienzo blancuzco en cuadrados y rectángulos entre los que había varios pintados con los colores primarios.

—La belleza absoluta de la geometría pura —dijo—. O quizá lo que quiero decir es la belleza pura de la geometría absoluta. Ángulos rectos y colores primarios.

—Es un Mondrian, ¿verdad?

—Piet Mondrian. ¿Sabe usted mucho sobre «el hombre y su obra», señor Rhodenbarr?

—Sé que era holandés.

—Así es. Nació en 1872 en Amersfoort. Tal vez recuerde que comenzó su carrera como pintor de paisajes naturalistas. A medida que encontraba su propio estilo, que crecía artísticamente, su obra fue haciéndose más y más abstracta. En 1917 ya se había unido a Theo van Doesburg, Bart van der Leck y otros para fundar un movimiento llamado De Stijl. Mondrian tenía un artículo de fe: el ángulo recto lo era todo. Las líneas verticales y horizontales interseccionaban el espacio de tal manera que se convertían en una declaración filosófica importante.

No acabó ahí el asunto. Me soltó toda una conferencia, declamándola tan ardientemente como había leído los versos acerca del pobre Smith un par de días antes.

—Piet Mondrian organizó su primera exposición en América en 1926 —me dijo—. Catorce años después se mudó aquí. Se había trasladado a Inglaterra en 1939 para huir de la guerra. Luego, cuando la Luftwaffe empezó a bombardear Londres, vino aquí. Nueva York le fascinaba, ¿sabe usted? La organización en cuadrícula de las calles, los ángulos rectos. Ese fue el comienzo de su periodo boogie woogie… Parece desconcertado.

—No sabía que fuera músico.

—No lo era. Su estilo pictórico cambió. Se inspiró en el tráfico de las calles, los ferrocarriles elevados, los taxis amarillos, las luces rojas, el pulso jazzístico de Manhattan. Probablemente conozca usted Broadway boogie woogie. Es uno de sus lienzos más conocidos. Se encuentra en el Museo de Arte Moderno. También tiene uno titulado Victory Boogie Woogie y…, bueno, unos cuantos más.

En unos cuantos museos más, pensé, que era donde podían quedarse.

—Comprendo —dije, que es algo que digo con mucha frecuencia cuando no comprendo nada.

—Murió el uno de febrero de 1944, exactamente seis semanas antes de cumplir setenta y dos años. Creo que de neumonía.

—No cabe duda de que sabe mucho sobre él.

Alzó las manos para ajustarse el sombrero, el cual ya estaba bien como estaba. Luego clavó la mirada en un lugar situado justo encima y a la izquierda de mi hombro.

—Cuando era pequeña —dijo con el mismo tono—, íbamos a casa de mis abuelos todos los domingos a cenar. Yo vivía con mis padres en una casa de White Plains y veníamos a la ciudad, donde mis abuelos tenían un piso enorme en Riverside Drive con unas ventanas enormes que daban al Hudson. Piet Mondrian se alojó en ese piso cuando llegó a Nueva York en 1940. Encima del aparador del comedor había colgado un cuadro suyo, un regalo que había hecho a mis abuelos.

—Comprendo.

—Siempre nos sentábamos en los mismos lugares —dijo, cerrando sus grandes ojos—. Ahora puedo ver la mesa del comedor. Mi padre en un extremo, mi madre en el otro; mi tío, mi tía y mi primo menor a un lado de la mesa y mi madre, mi padre y yo al otro. Todo lo que tenía que hacer era mirar por encima del hombro de mi primo para ver el Mondrian. Tuve ocasión de contemplarlo casi todos los domingos de mi infancia.

—Comprendo.

—Lo lógico sería pensar que no me fijara en él, que es lo que suelen hacer los niños. Al fin y al cabo, no llegué a conocer al pintor. Murió antes de que yo naciera. Además de niña no mostraba interés en el arte en general. Pero es evidente que aquel cuadro me transmitía algo especial. —El recuerdo le hizo sonreír—. En clase de arte siempre trataba de pintar figuras abstractas geométricas. Mientras los otros niños dibujaban caballos y árboles, yo hacía cuadrículas negras y blancas con cuadrados rojos, azules y amarillos. Mis profesores no sabían qué pensar, pero yo estaba intentando ser otro Mondrian.

—A decir verdad —dije sin mucha convicción—, sus cuadros no parecen muy difíciles de pintar.

—Mondrian pensaba en sus cuadros antes de pintarlos, señor Rhodenbarr.

—Bueno, qué duda cabe, pero…

—Y su sencillez es engañosa. Las proporciones eran perfectas, ¿comprende?

—Comprendo.

—Yo no tengo talento artístico. Ni siquiera era una buena copista. Y tampoco tenía verdaderas ambiciones artísticas. —Volvió a ladear la cabeza y, clavando la mirada en mis ojos, me sondeó—. El cuadro iba a ser mío, señor Rhodenbarr.

—¿Cómo?

—Mi abuelo me lo prometió. Nunca fue un hombre adinerado. Él y mi abuela vivieron cómodamente, pero nunca acumuló riquezas. No creo que tuviera mucha idea de lo que valía el Mondrian. Sabía cuál era su valor artístico, pero dudo que supiera el precio por el que podía llegar a venderlo. Nunca coleccionó arte, ¿sabe?, y para él este cuadro no era ni más ni menos que el estimado regalo de un preciado amigo. Me dijo que yo lo heredaría cuando él muriera.

—¿Y no fue así?

—Mi abuela fue la primera en morir. Contrajo una especie de infección vírica y no respondió a los antibióticos, de manera que en menos de un mes murió de fallo renal. Tras su muerte, mis padres intentaron convencer a mi abuelo de que fuera a vivir con ellos, pero él insistió en quedarse donde estaba. La única concesión que hizo fue contratar a una asistenta que viviera en casa. Nunca llegó a recuperarse de la muerte de mi abuela, y murió al cabo de un año.

—Y el cuadro…

—Desapareció.

—¿Se lo llevó la asistenta?

—Esa fue una de las teorías. Mi padre pensó que lo habría cogido mi tío, y supongo que mi tío pensaría lo mismo sobre mi padre. Todo el mundo sospechaba de la asistenta, y se habló de hacer una investigación, pero creo que al final no se hizo nada. La familia llegó a una especie de acuerdo: dado que también habían desaparecido otras cosas, como la cubertería de plata de la boda, se decidió que habían entrado a robar en la casa. Era más fácil atribuírselo a un ladrón anónimo que ponerse todos a sospechar los unos de los otros.

—Supongo que la compañía de seguros les indemnizaría por la pérdida.

—Por la del cuadro no. Mi padre nunca llegó a firmar una póliza general para él. Estoy segura de que ni se le pasó por la cabeza hacerlo. Al fin y al cabo, no le había costado nada, y estoy segura de que jamás pensó que podrían robárselo.

—¿Nunca lo recuperaron?

—No.

—Comprendo.

—Transcurrió el tiempo. Mi padre murió. Mi madre volvió a casarse y se fue a vivir al campo. Mondrian siguió siendo mi pintor favorito, señor Rhodenbarr, y siempre que miraba unos de sus cuadros en el Museo de Arte Moderno o en el Guggenheim, notaba que tenía una fuerte reacción primaria. Y también sentía una punzada de dolor, porque me acordaba de mi cuadro, de mi Mondrian, de la obra que se me había prometido. —Se irguió y sacó pecho—. Hace dos años se organizó una retrospectiva de Mondrian en la galería Bermellón. Como es natural, fui. Estaba yendo de cuadro en cuadro, señor Rhodenbarr, conteniendo la respiración como siempre hago cuando estoy ante la obra de Mondrian, cuando de repente me acerqué a uno y sentí un vuelco en el corazón. Era mi cuadro.

—Vaya…

—Estaba consternada, atónita. Era mi cuadro. Lo habría reconocido en cualquier parte.

—Naturalmente hacía diez años que usted no veía el cuadro —dije pensativamente—, y los cuadros de Mondrian guardan cierta semejanza entre sí. Con esto no quiero restarle nada al genio del artista, pero…

—Era mi cuadro.

—Si usted lo dice.

—Estuve sentada enfrente de ese cuadro todas las noches de domingo durante años. Lo miraba fijamente mientras mezclaba mis guisantes con mi puré, y…

—Vaya. ¿Usted también hacía eso? ¿Sabe qué otra cosa solía hacer yo? Un castillo con el puré y luego, alrededor, una especie de foso con la salsa. A continuación ponía un trozo de zanahoria a modo de cañón y utilizaba los guisantes de balas. Mi gran deseo era encontrar la manera de catapultarlas hasta el asado, pero en ese momento mi madre siempre decía basta. ¿Cómo llegó su cuadro a la galería Bermellón?

—Era un préstamo.

—¿De un museo?

—De una colección privada. Señor Rhodenbarr, me da igual cómo llegó el cuadro a la colección privada y cómo salió de ella. Lo único que quiero es el cuadro. Es legítimamente mío, aunque a estas alturas me da igual incluso que no lo sea legítimamente. Ese cuadro ha sido una verdadera obsesión para mí desde que lo vi en la retrospectiva. He de conseguirlo.

¿Qué tendría Mondrian, me pregunté, que gustaba tanto a los locos? El secuestrador de gatos, el hombre del teléfono, Onderdonk, el asesino de Onderdonk y ahora esta pretenciosa señorita. A propósito, ¿quién era?

—A propósito —dije—, ¿quién es usted?

—¿Pero no ha estado escuchándome? Mi abuelo…

—No me ha dicho cómo se llama.

—Ah, cómo me llamo… —exclamó, y tras un momento de titubeo dijo—: Me llamo Elspeth. Elspeth Peters.

—Un nombre precioso.

—Gracias. Como…

—Imagino que pensará que soy yo la persona que robó el cuadro del piso de su abuelo hace años. Puedo entenderlo, señorita Peters. Hace unos días compró un libro en mi librería y mi nombre se le quedó grabado. Luego habrá leído o le habría oído decir a alguien algo en el sentido de que, hace años, antes de dedicarme a la venta de libros antiguos, me labré un pequeño historial delictivo. Ha hecho una asociación mental, que supongo es algo comprensible, y…

—No pienso que sea usted la persona que robó el cuadro de mi abuelo.

—¿Ah, no?

—¿Por qué me lo pregunta? ¿Acaso fue usted quien lo robó?

—No, pero…

—Supongo que es posible, aunque, con los años que han pasado, tendría que ser un ladrón bastante joven, ¿no? Yo siempre he pensado que mi padre tenía razón, que lo robó tío Billy, pero, que yo sepa, tío Billy tenía razón y fue mi padre quien se lo llevó. Fuera quien fuese, el hecho es que lo vendió, y ¿sabe usted quién lo compró?

—Podría intentar adivinarlo, aunque tal vez diga algo descabellado.

—Seguro que puede.

—J. McLendon Barlow. —Aquello le pilló de sorpresa. Me miró de hito en hito. Repetí el nombre y una vez más no pareció significar nada para ella—: Es el hombre que se lo prestó a la galería Bermellón —expliqué— y luego lo donó a la Colección Hewlett. ¿Se acuerda?

—No sé de qué me está hablando —dijo—. El cuadro… mi cuadro, fue un préstamo procedente de la colección de un tal Gordon Kyle Onderdonk.

—Vaya…

—Y leo los periódicos, señor Rhodenbarr, y no parece que ese pequeño historial delictivo suyo haya concluido con su dedicación al negocio del libro. Si hemos de creer a los periódicos, usted ha sido arrestado por el asesinato del señor Onderdonk.

—Supongo que eso es técnicamente cierto.

—¿Y ahora está en libertad bajo fianza?

—Más o menos.

—Y usted ha robado el cuadro de su piso. Mi cuadro, mi Mondrian.

—Al parecer eso es lo que piensa todo el mundo —dije—, pero no es cierto. El cuadro ha desaparecido, lo admito, pero yo nunca le he puesto un dedo encima. Están organizando una especie de exposición itinerante y Onderdonk iba a prestar el cuadro. Lo mandó a que le cambiaran el marco.

—Él no haría eso.

—¿Que no haría eso?

—Los patrocinadores de la exposición se ocuparían de ello si pensaran que era preciso volver a enmarcar la obra. Estoy completamente segura de que usted se llevó el cuadro.

—Ya había desaparecido cuando llegué.

—Eso resulta difícil de creer.

—Yo también tuve dificultades para creerlo, señorita Peters. Sigo teniéndolas, pero estuve allí y lo vi con mis propios ojos. O, mejor dicho, no lo vi con mis propios ojos porque no había nada que ver excepto un espacio vacío en el que había habido un cuadro.

—¿Y Onderdonk le dijo que había mandado el cuadro a enmarcar?

—No se lo pregunté. Estaba muerto.

—Lo mató antes de darse cuenta de que el cuadro había desaparecido.

—No tuve ocasión de matarle porque alguien se me adelantó. Y no sabía que estaba muerto porque no busqué su cuerpo en el armario, ya que no sabía que hubiera un cuerpo que buscar.

—Lo mató otra persona.

—Bueno, no creo que fuera suicidio. Si lo fue, es el peor caso de suicidio que conozco.

Su mirada se perdió en el vacío y un par de arrugas aparecidas en su frente le ensombrecieron el gesto.

—Quienquiera que lo matara se llevó el cuadro.

—Es posible.

—¿Quién lo mató?

—No lo sé.

—La policía piensa que fue usted.

—Son ellos quienes mejor lo saben —dije—. Al menos el agente que me arrestó. Me conoce desde hace años y sabe que no mato gente. Pero pueden demostrar que me encontraba en el piso, de modo que les serviré de sospechoso hasta que encuentren a uno mejor.

—¿Y eso cómo va ocurrir?

Ya había anticipado aquella pregunta.

—Bueno, si puedo descubrir quién lo mató, supongo que podría contárselo.

—De manera que está intentando averiguar la identidad del asesino.

—Simplemente estoy intentando llegar al final de cada día sin pensar en el siguiente —respondí—, aunque he de reconocer que mantengo los ojos y los oídos abiertos.

—Cuando encuentre al asesino, encontrará el cuadro.

—No se trata de «cuando» sino de «si» lo encuentro. E incluso en ese caso, es tan posible que encuentre el cuadro como que no lo encuentre.

—Cuando lo encuentre, quiero que me lo dé.

—Bueno…

—Es legítimamente mío. Hágase cargo. Y mi intención es recuperarlo.

—¿Espera simplemente que se lo entregue?

—Eso sería lo más inteligente que podría hacer.

Miré fijamente a aquella delicada criatura.

—¡Caramba! —exclamé—. ¿Es una amenaza?

Ella no apartó la mirada. Tenía unos ojos enormes.

—Habría sido capaz de matar a Onderdonk con tal de recuperar ese cuadro —me aseguró.

—Pues sí que está obsesionada.

—Soy consciente de ello.

—Escuche, puede que esto le parezca una idea descabellada, pero ¿se le ha ocurrido alguna vez acudir a un psiquiatra? Las obsesiones nos impiden concentrarnos en los problemas de verdad, ¿sabe?, y si consiguiera que le quitaran esa obsesión…

—Cuando tenga el cuadro en mi poder, la obsesión desaparecerá.

—Comprendo.

—Podría ser una buena amiga suya, señor Rhodenbarr. O una enemiga peligrosa.

—Supongamos que consigo el cuadro —dije cautelosamente.

—¿Significa eso que ya lo tiene?

—No; significa lo que acabo de decir. Supongamos que lo consigo. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted?

Titubeó un momento, luego abrió su bolso y sacó un rotulador de punta fina y un sobre. Puso el sobre al revés y arrancó un trozo de la solapa, tras lo cual metió el sobre en el bolso y escribió un número de teléfono en el papel. Luego volvió a titubear y escribió «E. Peters» debajo del número.

—Aquí tiene —dijo, poniendo el papel sobre el mostrador al lado de libro de arte. Metió el rotulador en el bolso y, cuando parecía que se disponía a decir algo, se abrió la puerta y el tintineo de las campanas anunció la llegada de un visitante.

El visitante anunció asimismo su llegada. Era Carolyn, y dijo:

—Oye, Bern, he recibido otra llamada y pensé…

Entonces Elspeth Peters volvió la cara hacia Carolyn, y las dos mujeres se miraron por un momento, tras lo cual Elspeth Peters pasó por delante de ella y se marchó.