—Seguro que lo mató ella —dijo Carolyn—. ¿No te parece?
—¿Te refieres a Andrea?
—¿A quién sino? Esa es una de las razones por las que estaba muerta de miedo cuando entraste en el piso y la sorprendiste. Tenía miedo de que descubrieras el esqueleto que había encerrado en su armario. Claro que no era su armario y no era todavía un esqueleto, aunque…
—¿Piensas que pudo con él, y que luego lo ató y lo mató? No es más que una chica, Carolyn.
—Ese es un comentario machista, ¿sabías?
—Estoy hablando desde el punto de vista de la fuerza física. Puede que le golpeara lo bastante fuerte para que se desmayara, o incluso lo bastante fuerte para matarlo. Incluso cabe la posibilidad de que, cuando hubo acabado, lo arrastrara hasta el armario y lo metiera en él, pero, no sé por qué, no me creo que hiciese todas estas cosas. Es posible que fuera a buscar las cartas, tal como dijo.
—¿Eso crees?
—No, y no sabría decirte por qué. Pero estoy dispuesto a creerme que fue allí a buscar algo.
—El Mondrian.
—¿Y entonces qué hizo? ¿Llevárselo escondido en sus cavidades corporales para que yo no lo viera?
—Es poco probable. Lo hubieras encontrado.
La miré fijamente. Era por la mañana, viernes por la mañana, y yo no me sentía como un hombre nuevo. En todo caso me sentía como un hombre de segunda mano en excelentes condiciones físicas. Había dejado a Wally Hemphill en el parque y había ido directamente a casa para ducharme, tomar un ponche caliente y dormir diez horas seguidas con la puerta cerrada a cal y canto, las persianas bajadas y el teléfono desconectado. Había ido al centro temprano y llamado a Carolyn a la Casa del Caniche cada diez minutos aproximadamente. Cuando respondió, colgué en el escaparate el cartel de «Vuelvo dentro de diez minutos», salí y cerré la puerta.
En la acera de enfrente, dos tipos con aspecto desaseado que acechaban en un portal se escondieron precipitadamente en las sombras. Parecían una pareja de borrachos sin botella. Pensé en meter la mesa de las ofertas en la librería, pero ¿qué iban a robar? Los libros que tenía sobre la elaboración del vino estaban todos en el interior, sanos y salvos. Dejé la mesa donde estaba, fui por dos tazas de café a la tienda de la esquina y las llevé al salón de belleza canino de Carolyn.
Cuando llegué estaba cortándole el pelo a un bichón frisé. En un principio lo confundí con un caniche blanco, pero Carolyn no tardó en indicarme en qué se diferenciaba de un caniche. Tras transmitirme parte de la sabiduría que poseen los miembros de la Asociación Canina de Estados Unidos, la interrumpí a media frase y le puse al corriente de lo sucedido: la visita al Carlomagno, el episodio de las flores, el incidente ocurrido en el piso de Onderdonk y la conversación con Wally Hemphill. Todo.
—¿Es un problema serio, Bernie? —me preguntó—. ¿Estás metido en un lío?
—Digamos que estoy metido hasta el pecho y que sigue subiendo.
—Es culpa mía.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que todo ha ocurrido por mi gato, ¿no?
—Secuestraron a Archie para enredarme a mí, Carolyn. Si no hubieras tenido un gato, habrían encontrado otra manera de presionarme. Y todo para sacar un cuadro de un museo, lo cual sigue siendo tan difícil como lo ha sido siempre. Me preguntas si Andrea lo mató. Eso fue lo primero que pensé, pero no coinciden las horas. A menos que el forense esté loco, a Onderdonk lo mataron mientras yo estaba robando los sellos de Appling.
—Estaba solo cuando te despediste de él.
—Que yo sepa, sí.
—Entonces apareció otra persona, le aplastó la cabeza, lo ató y lo metió en el armario. ¿Y luego robó el cuadro?
—Supongo.
—Qué interesante que alguien mate a una persona y le robe un cuadro precisamente cuando nosotros hemos de robar un cuadro del mismo autor a fin de recuperar nuestro gato, ¿verdad?
—A mí también me ha llamado a la atención la coincidencia.
—Ajá… Este café es de esa tienducha donde preparan falafels, ¿no?
—Sí. No es muy bueno, ¿verdad?
—No se trata de que sea bueno o malo, sino de saber qué le han puesto.
—Garbanzos.
—¿En serio?
—Es una suposición. Ponen garbanzos en todo. Debo de haber vivido los veinticinco primeros años de mi vida sin saber qué era un garbanzo, y ahora, me los encuentro por todas partes.
—¿Cuál crees que puede ser la razón?
—Probablemente las pruebas nucleares.
—Tiene sentido. Bern, ¿por qué ataron a Onderdonk y lo escondieron en el armario? Supongamos que lo mataron con idea de llevarse el cuadro.
—Lo cual es un disparate, ya que, por lo que pude ver, no se llevaron nada más. Las demás obras de arte de Onderdonk valen una fortuna, pero ni siquiera parecía que hubieran registrado el piso, y menos aún desvalijado.
—Puede que alguien necesitara el Mondrian para un fin concreto.
—¿Por ejemplo?
—Para pagar el rescate de un gato.
—No se me había ocurrido.
—Lo importante es… Oye, la próxima vez compra el café en otra parte, ¿de acuerdo?
—Descuida.
—Lo importante es: ¿por qué lo ataron y lo escondieron en el armario? ¿Para evitar que encontraran el cadáver? No tiene sentido, ¿no?
—No lo sé.
—¿Sabía…? ¿Cómo se llamaba? ¿Andrea? ¿Sabía Andrea que Onderdonk estaba en el armario?
—Quizá. No lo sé.
—Tenía la sangre de horchata, ¿no? Está en un piso en el que hay un cadáver escondido en un armario, le sorprende un ladrón y ¿qué hace? Darse un revolcón con él en una alfombra oriental.
—Era una Aubusson.
—Perdón. ¿Qué hacemos ahora, Bernie? ¿Cuál es el siguiente paso?
—No lo sé.
—A la policía no le has contado lo de Andrea.
Negué con la cabeza.
—No les he contado nada de nada. De todos modos no me serviría de coartada. Podría probar a decirles que me encontraba en el piso de Appling mientras mataban a Onderdonk, pero ¿qué conseguiría con ello? Me acusarían de otro robo, e incluso si les enseñara los sellos no podría probar que no matara a Onderdonk antes o después de que arramblase con la colección de Appling. En cualquier caso, no sé ni cómo se llama ni dónde vive.
—¿Crees que no se llama Andrea?
—Puede que sí, puede que no.
—Podrías poner un anuncio en el Voice.
—Sí, podría.
—¿Ocurre algo?
—No sé… Es que, bueno… me hacía gracia, eso es todo.
—Menos mal. A mí no me gustaría retozar sobre una alfombra con alguien que no pudiera ni ver.
—No, claro… El problema es que empecé a darle vueltas a la posibilidad de volver a verla. Es una mujer casada, claro está, y una relación así no tiene futuro, pero pensé que…
—Te pusiste romántico.
—Pues… sí, Carolyn, supongo que sí.
—Eso no tiene nada de malo.
—¿No?
—Claro que no. Yo también me pongo romántica. Alison vino a casa anoche. Habíamos quedado para tomar una copa, y yo le expliqué que estaba esperando una llamada importante, de modo que fuimos a mi piso. La llamada a la que me refería tenía que ver con el gato, pero no llamaron, así que nos quedamos escuchando música y hablando.
—¿Hubo suerte?
—Bern, ni siquiera lo intenté. Fue algo muy agradable y amistoso, ¿entiendes? Ya sabes lo hosco que puede llegar a ser Ubi, y ahora, con la desaparición de Archie, está especialmente raro. Sin embargo, se acercó a Alison y se le acurrucó en el regazo. Le conté lo de Archie.
—¿Le contaste que ha desaparecido?
—Que lo han secuestrado. Se lo conté todo. No pude evitarlo, Bernie. Tenía que hablar con alguien sobre el asunto.
—Ya.
—El mundo se mueve gracias a las historias románticas, ¿no crees, Bern?
—Eso dicen.
—Tú y Andrea, Alison y yo…
—Andrea medirá metro setenta, es delgada, tiene buena figura y el pelo castaño hasta los hombros. Cuando la vi lo llevaba recogido en trenzas.
—Alison también tiene buen tipo, pero no es tan alta. Yo diría que mide uno sesenta. Tiene el pelo castaño claro y corto, y no se pinta ni los labios ni las uñas.
—Lógico, si es una lesbiana política y económica. Andrea se pinta las uñas, pero no recuerdo si llevaba lápiz de labios.
—¿Por qué estamos comparando las descripciones de nuestras obsesiones, Bern?
—Se me había ocurrido una idea tonta y sólo quería asegurarme de que era una idea tonta.
—Pensabas que eran la misma persona.
—Ya he dicho que era una idea tonta.
—Lo que pasa es que tienes miedo de aceptar que te has puesto romántico, eso es todo. Hace mucho tiempo que no tienes una relación de este tipo con alguien.
—Supongo.
—Dentro de unos años —dijo—, cuando tú y Andrea seáis unos ancianos, tengáis canas y os quedéis adormilados juntos ante la chimenea, recordaréis estos días y os reiréis dulcemente. Y ninguno de los dos tendrá que preguntarle al otro por qué se ríe, porque los dos lo sabréis.
—Dentro de unos años —dije—, tú y yo estaremos tomando un café en alguna parte, y uno de los dos vomitará, y sin necesidad de pronunciar una palabra el otro se acordará inmediatamente de esta conversación.
—Y de este asqueroso café —dijo Carolyn.