—Lo que me resulta más difícil es hallar el tiempo para correr todos los kilómetros. Claro que es más sencillo si se tiene un cliente que también corre. Es lo mismo que la gente que hace negocios en un recorrido de nueve hoyos, ¿sabes a lo que me refiero? «Vístase, vamos a echar una carrerita alrededor del embalse y a ver cómo se nos presenta el caso». ¿Crees que podríamos apretar un poco el paso, Bernie?
—No lo sé. Vamos bastante rápido, ¿no te parece?
—Yo diría que estamos corriendo el kilómetro en cinco minutos veinte segundos.
—Qué curioso. Yo hubiera dicho que íbamos más rápido que el sonido.
Rio educadamente y apretó el paso. Yo aspiré todo el aire que pude y le seguí. Con valentía, cabría decir. Todavía era jueves y aún no me había acostado; eran aproximadamente las seis y media de la tarde y Wally Hemphill y yo estábamos recorriendo el circuito de Central Park en sentido contrario al de las agujas del reloj. La calzada que describe una vuelta de más de nueve kilómetros por el interior del parque estaba cerrada al tráfico, y un número ingente de corredores se dedicaban a tomar aire y convertir su oxígeno en dióxido de carbono.
—Llama a Klein —le había dicho a Carolyn al salir esposado de la librería—. Dile que venga a recogerme. Y coge algo de dinero de mi casa para pagar la fianza.
—¿Algo más?
—Que tengas un buen día.
Mientras Ray y yo caminábamos en una dirección y Carolyn en la otra, pensé en Norb Klein, que me había representado en varias ocasiones en el curso de los años. Era un hombrecillo simpático que recordaba por su aspecto a una comadreja gorda. Tenía el bufete en Queens Boulevard y una clientela de delincuentes de poca monta con la que nunca conseguía aparecer en los titulares de los periódicos. No causaba una gran impresión en los juicios, pero se manejaba muy bien entre bastidores y sabía qué juez se mostraba compresivo si se le abordaba de la manera adecuada. Estaba tratando de recordar cuándo había sido la última vez que había visto a Norb cuando Ray me dijo con tono despreocupado:
—¿No te has enterado, Bern? Norb Klein está muerto.
—¿Qué?
—Ya sabes que era un ligón empedernido y que no había una prostituta entre sus clientes a la que no le hubiera probado la mercancía. Pues bien, ¿sabes cómo acabó palmándola? Estaba cepillándose a su secretaria en el sofá del bufete, la misma que llevaba ocho o diez años trabajando para él, y va y le revienta el corazón. Un infarto de… ¿cómo se dice? Ah sí, un infarto de miocardio, y de los fuertes además. Murió en el ejercicio del deber, por así decirlo. La chica dijo que hizo todo lo posible para reanimarle, y estoy convencido de que así fue.
—Mierda… —exclamé—. ¡Carolyn!
Mantuvimos una apresurada conversación en la calle y el único nombre que logré recordar fue el de Wally Hemphill, que estaba tomando medidas para no sufrir la misma suerte que Norb Klein entrenándose para el próximo maratón de Nueva York. Wally era un abogado que se ocupaba de divorcios, testamentos, contratos de sociedades y temas semejantes, y yo no tenía ningún motivo para pensar que supiera desenvolverse en lo que la gente insiste en llamar el sistema de justicia criminal. Pero había respondido cuando se le había llamado, Dios le bendiga, y yo había salido libre bajo fianza y, siguiendo su consejo, me había negado a responder a todas y cada una de las preguntas que me había formulado la policía. Además, si ahora conseguía sobrevivir a la carrerita alrededor del parque, cabía la posibilidad de que viviera eternamente.
—Qué curioso… —estaba diciendo Wally, mientras encabezaba nuestro ataque a la colina como si se creyera Teddy Roosevelt—. Como siempre nos hemos visto en Riverside Park y hemos corrido unos cuantos kilómetros juntos, siempre te he tenido por un corredor.
—Bueno, rara vez corro más de cinco kilómetros, ¿sabes?, y no estoy acostumbrado a subir colinas.
—No, no me has dejado terminar. No estoy criticando tu manera de correr. Siempre te he tenido por un corredor; jamás se me habría ocurrido que pudieras ser un ladrón de casas. Me explico: cuando uno piensa en un ladrón, uno no se imagina a un hombre normal y corriente al que le gusta hablar del pie de Morton y de astillamientos en la tibia. ¿Sabes a lo que me refiero?
—Al pensar en mí, procura imaginarte a un hombre que lleva una librería de segunda mano.
—Que es la razón por la que fuiste al piso de Onderdonk.
—Exacto.
—Por invitación suya. Fuiste anteanoche, es decir, la noche del martes, y tasaste su biblioteca.
—Eso es.
—Y estaba vivo cuando te fuiste.
—Claro que estaba vivo cuando me fui. No he matado a una persona en mi vida.
—¿Lo dejaste atado?
—No, no lo dejé atado. Lo dejé vivito y coleando en el vestíbulo, despidiéndose de mí. Aunque, ahora que lo pienso, no fue así: volvió rápidamente a su piso para responder al teléfono.
—De modo que el ascensorista no llegó a verle cuando te acompañó al vestíbulo.
—No.
—¿Qué hora era? Si estuvo hablando con alguien por teléfono, podemos averiguar quién…
—Debían de ser las once aproximadamente. Más o menos.
—Pero el ascensorista que te llevó a la planta baja estuvo trabajando hasta medianoche, ¿no? Y también el portero y… ¿cómo se llama el otro?
—El conserje.
—Eso es. Se fueron a casa a medianoche; el personal del siguiente turno te ha identificado y ha dicho que saliste del edificio a eso de la una. De modo que si te despediste de Onderdonk a las once…
—Quizá fueran las once y media.
—Pues estuviste esperando mucho rato al ascensor.
—Son como el metro; si pierdes uno, puedes pasarte una eternidad esperando a que llegue el siguiente.
—Tenías otra cita en el edificio.
No creo que Norb Klein hubiera podido deducir aquello con mayor rapidez.
—Digamos que sí —dije, asintiendo.
—Pero anoche volviste. Y no te serviste de Onderdonk para entrar en el edificio. El personal del turno de noche dice que saliste tarde las dos noches del edificio, y el ascensorista jura que en ambas ocasiones te recogió en el piso de Onderdonk. ¿Es cierto?
—Sí.
—Y los demás miembros del personal dicen que conseguiste entrar con la excusa de que ibas a entregar unos sándwiches de la tienda de comestibles.
—Eran flores de la floristería, lo cual demuestra lo buenos testigos oculares que son.
—Ahora que lo dices, creo que han dicho flores.
—¿De la tienda de comestibles?
—Creo que han dicho flores de la floristería, y también creo que me ha fallado la memoria y he cambiado lo que han dicho por sándwiches de la tienda de comestibles. También creo que estás engañándote si piensas que los miembros del personal del edificio no van a ser buenos testigos. Además el informe del forense tampoco es bueno.
—¿Qué quieres decir?
—Por lo que he conseguido averiguar, Onderdonk fue asesinado de un golpe en la cabeza. Le pegaron dos veces con algo duro y pesado, y el segundo golpe acabó con él. Fractura craneal, hematoma cerebral y… No me acuerdo de las palabras exactas, pero vienen a significar que le golpearon y que murió como consecuencia de ello.
—¿Han averiguado la hora?
—Aproximadamente.
—¿Y?
—Murió entre la hora a la que llegaste la primera vez al Carlomagno y la hora a la que te fuiste.
—¿La segunda vez que me fui? —pregunté.
—No.
—¿No?
—Fuiste al piso de Onderdonk la noche del martes ¿no es así? Y te fuiste poco antes de la una de la madrugada del miércoles, más o menos.
—Más o menos.
—Pues bien, fue entonces cuando murió. Hora más, hora menos, claro está, porque no pueden determinar la hora con mucha exactitud si tardaron un día entero en descubrir el cadáver. ¿Bernie? ¿Adónde vas?
Iba al atajo de la calle Ciento dos, que permite acortar los nueve kilómetros del circuito en kilómetro y medio y evitar la peor colina. Wally quería correr el kilómetro y medio adicional y entrenar en la colina, pero yo seguí trotando tercamente en dirección oeste por el atajo, por lo que no le quedó más remedio que correr a mi lado y tratar de convencerme.
—Escucha —dijo—, dentro de un par de años estarás rogando para que te dejen entrenar en una colina. En los patios de la cárcel se tiene tiempo de sobra para correr, pero hay que hacerlo en un circuito plano de cien metros. Pese a ello, tengo un cliente en Green Heaven que corre más de ciento cincuenta kilómetros por semana. Va, sale al patio y se pasa las horas corriendo. Es aburrido, aunque tiene sus ventajas.
—Probablemente no le sea muy difícil recordar el recorrido.
—Eso por un lado, y por otro, está haciendo una media de veinticinco kilómetros al día. Imagínate en qué forma estará cuando salga.
—¿Y eso cuándo será?
—Bueno, no sabría decírtelo, pero deberían dejarle en libertad condicional dentro de un par de años y, si se porta bien hasta entonces, tiene muchas posibilidades de que se la concedan.
—¿Qué hizo?
—Bueno, tenía una novia que tenía un novio. Se enteró y digamos que les cortó un poco.
—¿La relación?
—No, a ellos, y con un cuchillo… Murieron.
—Vaya.
—Son cosas que ocurren.
—Puntualmente —dije—. Wally, no corras tanto. Estas cuestas van a acabar con mis piernas.
—Tienes que atacar las colinas, Bernie. Así es como se te ponen fuertes los cuádriceps.
—Fuerte es la angina que voy a coger. ¿Cómo pudo morir antes de que yo saliera del edificio?
Por unos segundos no dijo nada, y corrimos el uno al lado del otro en amigable silencio.
—Bernie, puedo imaginarme que ocurriera accidentalmente. Era un hombre grande y fuerte, y tuviste que dejarle sin sentido y atarle. Le diste un buen golpe y le ataste. En aquel momento estaba vivo todavía, pero un derrame cerebral o algo tétrico de esas características lo mató y tú ni te enteraste. Porque evidentemente no habrías vuelto al edificio al día siguiente si hubieras sabido que estaba muerto. A menos que… Un momento. Si creías que le habías dejado atado y vivo, ¿qué motivo tenías para volver al edificio? No querrías que te vieran la cara en un kilómetro a la redonda, ¿verdad?
—Verdad.
—Tú no le mataste.
—Claro que no.
—A menos que le mataras, supieses que estaba muerto y volvieras para… ¿Para qué?
—Ni le maté ni le robé. Ni siquiera le golpeé, Wally, de manera que tu pregunta resulta un tanto difícil de contestar.
—Olvidémonos de Onderdonk por un momento. ¿Por qué volviste al Carlomagno? Ya habías cometido un robo allí la noche anterior. Eso es lo que hiciste cuando saliste del piso, ¿no? Ir a robar algo a otra persona.
—Sí.
—¿Entonces por qué volviste? No me digas que el edificio era pan comido, porque no voy a creerte.
—No; es peor que Fort Knox. Mierda…
—Será mejor que seas franco conmigo, Bernie. Todo lo que me digas es confidencial. No puedo contárselo a nadie.
—Ya lo sé.
—¿Entonces?
—Volví al piso de Onderdonk.
—Al piso de Onderdonk…
—Eso es.
—¿Tenías otra cita con él? No, no puede ser porque te serviste de la artimaña de los sándwiches para pasar por la puerta.
—Eran flores.
—¿He dicho sándwiches otra vez? Quería decir flores. ¿Volviste sabiendo que estaba muerto?
—Volví sabiendo que había salido porque no cogía el jodido teléfono.
—¿Le llamaste? ¿Por qué?
—Porque para volver quería asegurarme de que no estaba.
—¿Para qué?
—Para robar una cosa.
Izquierda, derecha, izquierda, derecha…
—¿Algo te llamó la atención mientras tasabas la biblioteca?
—Eso es.
—Por lo que decidiste entrar un momento en el piso y birlarlo.
—Es más complicado que como lo describes, pero así es fundamentalmente.
—Cada vez me resulta más difícil imaginarme que eres un librero y más fácil que eres un ladrón, lo que en los periódicos llaman reincidente. Pero esto último que has dicho te convierte en un cleptómano precavido. ¿Volviste a un piso en el que habías dejado un montón de huellas digitales la noche anterior? ¿Volviste a un lugar en el que, para entrar, habías tenido que dar tu verdadero nombre?
—No estoy diciendo que fuera la decisión más inteligente de mi vida.
—Menos mal, porque no lo fue. No sé qué decirte, Bern. Creo que llamarme tampoco ha sido la decisión más inteligente de tu vida. Soy un abogado pasable, pero mi experiencia en el campo criminal es limitada y no puedo decir que le prestara una gran ayuda a ese cliente que mató a su novia y al novio de esta, aunque, dicho sea de paso, tampoco, me esforcé demasiado, ya que imaginé que todos dormiríamos mejor si lo mandaban a correr al patio de Green Haven. Si quieres que te sea franco, lo que necesitas es alguien que pueda combinar un soborno y una sentencia acordada, y yo no tengo los contactos para hacerlo.
—Soy inocente, Wally.
—Lo que no me entra en la cabeza es por qué volviste ayer a robar en el edificio.
—En aquel momento me pareció una buena idea, ¿vale? Wally, anoche no dormí nada y nunca corro más de seis kilómetros. Tengo que parar.
—Podemos ir un poco más despacio.
—Vale. —Seguí moviendo los pies—. ¿Qué importa que fuera ayer otra vez? —le pregunté—. Si no lo hubiera hecho me encontraría en el mismo apuro que ahora. Mis huellas dactilares estarían por todas partes y el personal del edificio se acordaría de mí. Y si realmente han averiguado que la muerte se produjo a la hora que tú dices, da igual que ayer volviera al piso.
—Pues sí, si no fuera porque, debido a ello, en el juicio resultará más difícil sostener que no fuiste allí la primera vez.
—Vaya…
—Ayer estuviste allí más de ocho horas. Esa es otra cosa que no entiendo. Pasaste ocho horas en un piso con un cadáver y dices que ni siquiera sabías que estaba muerto. ¿No te pareció que su comportamiento era un tanto pasivo?
—No llegué a verlo, Wally. —Uf, uf…—. Ray Kirschmann dice que el cuerpo fue hallado en el armario del dormitorio. Entré en todas las habitaciones, pero no miré dentro de los armarios.
—¿Qué te llevaste del piso?
—Nada.
—Bernie, soy tu abogado.
—Y yo que pensaba que eras mi entrenador… No importa. Incluso si fueras mi confesor, la respuesta sería la misma. No me llevé nada del piso de Onderdonk.
—Fuiste a robar algo.
—Has acertado.
—Y te fuiste sin ello.
—Vuelves a acertar.
—¿Por qué?
—Ya no estaba cuando llegué. Alguien lo había birlado.
—De modo que diste media vuelta y te fuiste.
—Eso es.
—Pero no antes de que pasaran ocho horas. ¿Ponían algo en la televisión que no querías perderte? ¿Querías leer toda su biblioteca antes de irte?
—Quería esperar a que cambiara el turno para salir del edificio. Y no pasé ocho horas en el piso de Onderdonk. Estuve en otro piso, uno vacío, hasta después de la medianoche.
—Hay cosas que no me estás contando…
—Una o dos quizá.
—Bueno, supongo que no importa. Pero no me has mentido descaradamente muchas veces, ¿verdad?
—Verdad.
—¿Estás seguro?
—Por completo.
—Y no lo mataste.
—No, por Dios.
—Y no sabes quién lo mato… ¿Bernie? ¿Sabes quién lo mató?
—No.
—¿Y no tienes idea de quién pudo hacerlo?
—Ninguna.
—¿Una vuelta más? Tomamos el atajo de la Setenta y dos y recorremos los nueve kilómetros del circuito en un abrir y cerrar de ojos. ¿Vale?
—De ninguna manera, Wally.
—Vamos.
—Ni lo sueñes.
—Bueno —dijo, respirando aparatosamente y moviendo con rapidez los brazos de arriba abajo—. Entonces ya nos veremos. Yo voy a intentarlo.