10

Descorrí la verja de acero, abrí la puerta, recogí el correo y lo arrojé sobre el mostrador; saqué la mesa de las ofertas a rastras y cambié el cartel de «Perdone. Hemos cerrado» por el de «Abierto. Puede usted pasar». Para cuando me puse detrás del mostrador y me encaramé a mi taburete, ya había entrado el primer cliente del día, un caballero cargado de espaldas y ataviado con una chaqueta estilo Norfolk que se acercó a los estantes de narrativa mostrando cierto interés, más o menos el mismo con que yo me puse a repasar el correo. Había un par de facturas, unos cuantos catálogos de libros, una postal para preguntarme si tenía la biografía de Lewis Carroll escrita por Derek Hudson (no la tenía) y un mensaje con franqueo oficial de un payaso que esperaba poder continuar representándome en el Congreso. Un deseo comprensible, ya que en caso contrario tendría que empezar a pagar los gastos de correos él mismo.

Mientras el individuo de la chaqueta Norfolk hojeaba un libro de Charles Reade, una joven de tez cetrina y dientes de castor compró un par de volúmenes de la mesa de ofertas. El teléfono sonó; era alguien que quería saber si tenía algo de Jeffery Farnol. Recibo miles de llamadas telefónicas y juro que nadie me ha preguntado eso jamás. Rebusqué en las estanterías y pude informar al interesado que tenía un ejemplar en buen estado de La marcha del peregrino y otro de El caballero aficionado. El interesado deseaba saber si tenía Beltane el herrero.

—No, a menos que esté a la sombra del castaño —respondí—. Pero voy a mirar.

Accedí a guardarle los otros dos títulos, pese a que era poco probable que otra persona fuera a llevárselos. Los cogí de la estantería, entré un momento en la trastienda, dejé los libros sobre mi escritorio, donde podrían gozar de la luminosa presencia del retrato que había colgado encima (el de san Juan de Dios, patrono de los libreros) y regresé a la tienda para encararme con un hombre alto y bien alimentado, vestido con un traje oscuro que parecía haber sido confeccionado con meticulosidad para otra persona.

—Vaya, vaya… —exclamó Ray Kirschmann—. Pero si es nada menos que Bernie, el hijo de la señora Rhodenbarr.

—Pareces sorprendido, Ray —dije—. Esta es mi tienda y el lugar donde trabajo. Siempre estoy aquí.

—Razón por la cual he venido aquí a ver si te encontraba, Bern. Pero estabas en la trastienda y me he llevado un susto. He pensado que alguien habría entrado sigilosamente en la tienda y te habría robado algo.

Miré por encima de su hombro y observé al individuo de la chaqueta Norfolk. Había cambiado la lectura de Charles Reade por otra cosa, pero no podía ver de qué se trataba.

—¿Va bien el negocio, Bern?

—No puedo quejarme.

—Estás saliendo adelante, ¿eh? Bueno, eso no es de extrañar, porque tú siempre te las has arreglado para salir adelante. ¿De manera que consigues llegar a final de mes?

—Bueno, hay semanas buenas y semanas malas.

—Pero vas tirando.

—Voy tirando.

—Y además tienes la satisfacción de haber recorrido el recto y estrecho camino que hay entre el bien y el mal. Eso tiene un gran valor.

—Ray…

—Tranquilidad de ánimo, eso es lo que has conseguido. Pues tiene un gran valor, eso de la tranquilidad de ánimo.

—Oye…

Hice una señal con la cabeza hacia el individuo que estaba hojeando libros, el cual había adoptado la inconfundible postura de la persona que escucha disimuladamente. Ray se volvió, observó al cliente y se pellizcó su abundante papada.

—Ah, ya lo he cogido, Bern —dijo—. Te preocupa que este caballero se quede desconcertado al enterarse de que has sido un delincuente. ¿Se trata de eso?

—Ray, por Dios…

—Caballero —dijo Ray—, tal vez no lo sepa, pero va a tener el privilegio de comprarle un libro a alguien que ha sido un célebre delincuente. Bernie era antes la clase de ladrón capaz de dejarle a uno la casa vacía y ahora es una prueba evidente de que existe la rehabilitación de delincuentes. Sí señor, se lo digo yo, todos los que trabajamos en el departamento de policía de Nueva York sentimos una grandísima admiración por Bernie… Oiga, caballero, puede usted mirar y hojear cuanto quiera. Lo último que querría es molestarle…

Pero mi cliente ya se había marchado, dejando la puerta oscilando tras de sí.

—Gracias —dije.

—Bah, de todos modos era un agarrado. Jamás te habría comprado un libro. Los tipos como él piensan que las librerías son bibliotecas. ¿Cómo vas a ganar un centavo con un gorrón como ese?

—Ray…

—Además, no parecía de fiar. Probablemente te habría robado un libro en cuanto hubiera tenido ocasión. Las personas honradas como tú no se dan cuenta de la cantidad de gente con malas intenciones que hay en el mundo.

No dije nada. ¿Qué necesidad había de animarle?

—Oye, Bern —dijo, apoyando un grueso brazo sobre mi mostrador de cristal—. Ya sé que estás siempre rodeado de libros y leyendo, pero me gustaría leerte una cosa. ¿Tienes un minuto?

—Pues mira…

—Claro que lo tienes —dijo, y se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta. En aquel instante se abrió bruscamente la puerta y Carolyn irrumpió en la tienda.

—Te he llamado y no respondías. Luego he vuelto a llamar y comunicaba, y luego… Vaya… Hola, Ray.

—«Vaya… Hola, Ray» —repitió él—. Cualquiera diría que no te alegras de verme, Carolyn. No soy un perro al que tengas que lavar.

—Fingiré que no he oído lo último que has dicho —respondió ella.

—Gracias a Dios —dije.

—Has llamado y no estaba —dijo Ray—, luego has vuelto a llamar y comunicaba, y finalmente has venido aquí corriendo. De modo que tienes algo que decirle.

—¿Y qué?

—Pues que se lo digas.

—Puede esperar —dijo.

—Entonces quizá deberías seguir tu camino, Carolyn. Ve por el aspirador y quítale las garrapatas a un sabueso.

—Podría sugerirte que hicieras lo mismo —dijo ella dulcemente—, pero sin el aspirador. ¿Por qué no vas a pedirle a alguien que te soborne, Ray? Tengo un asunto que tratar con Bernie.

—Yo también, encanto. Sólo quería que me diera su opinión de lector. Bueno, qué narices, supongo que no te hará daño oír lo que voy a leerle.

Sacó una tarjetita de su bolsillo y leyó monótonamente:

—Tiene derecho a guardar silencio. Tiene derecho a hablar con su abogado. Si no tiene un abogado, tiene derecho a que le proporcionen uno… —Había más, y las palabras que utilizó no eran exactamente las que yo recordaba pero no voy a consultarlo para reproducir el texto entero aquí. Si tienes interés, vete a tirar una piedra a la ventana de una comisaría, que ya saldrá alguien y te lo leerá sin saltarse ni una palabra.

—No entiendo nada. ¿Por qué estás leyéndome eso?

—Bernie, por favor… ¿Me permites una pregunta? ¿Conoces un edificio de viviendas llamado Carlomagno?

—Claro. Está en la Quinta Avenida y la Setenta y pico. ¿Por qué?

—¿Has estado allí alguna vez?

—Precisamente estuve allí anteanoche.

—Vamos anda. Y ahora me dirás que has oído hablar de un hombre llamado Gordon Onderdonk.

Hice un gesto de asentimiento.

—Nos hemos visto dos veces —dije—. Primero aquí, en la librería, y luego anteanoche.

—En su piso, en el Carlomagno.

—Eso es. —¿Qué pretendía averiguar con aquellas preguntas? No le había robado nada a Onderdonk, y era poco probable que este me hubiera denunciado por robar las cartas de Andrea. A menos que Ray estuviera simplemente dando vueltas a la pelota antes de lanzarla y todas estas preguntas sobre Onderdonk fueran el preludio de otras más incisivas acerca de la colección de cromos de J. C. Appling. Pero a medianoche los Appling ni siquiera habían regresado a la ciudad, así que, ¿cómo era posible que hubieran descubierto la pérdida y hecho la denuncia y Ray ya hubiese relacionado el asunto conmigo?

—Fui allí por invitación suya —le expliqué—. Quería que tasara su biblioteca, aunque es probable que no la venda. Pasé un rato entre sus libros y le di una cantidad.

—Muy generoso de tu parte.

—Me pagó por el tiempo que le había dedicado.

—¿Ah sí? Y también te extendió un cheque, ¿no?

—Me pagó en efectivo. Doscientos dólares.

—¿No me digas? Supongo que mencionarás el ingreso en la próxima declaración de renta, como el honrado ciudadano reformado que eres ahora.

—¿A qué viene ese sarcasmo? —preguntó Carolyn con tono apremiante—. Bernie no ha hecho nada.

—Nadie hace nunca nada. Las cárceles están llenas de tipos inocentes sentenciados injustamente por culpa de un policía corrupto.

—Todo el mundo sabe que hay el número suficiente de policías corruptos como para que eso le haya ocurrido a todos los presos —dijo Carolyn—. Y si no están tramando algo para que sentencien injustamente a gente inocente, ¿a qué se dedican entonces?

—Como te iba diciendo, Bern…

—¿Aparte de comer en restaurantes y no pagar la comida —prosiguió ella—, aparte de contar chistes en las esquinas mientras atracan y violan a las ancianas, aparte…?

—Aparte de soportar los insultos de una lesbiana enana a la que habría que poner la vacuna de la rabia y un bozal.

—Ve al grano, Ray —dije—. Acabas de leerme mis derechos, según los cuales no tengo que responder a tus preguntas, de manera que ya puedes dejar de hacerlas. Ahora voy a hacerte yo a ti una. ¿A qué viene todo este circo?

—¿Que a qué viene? ¿A qué demonios piensas tú que viene? Estás detenido, Bernie. ¿Por qué crees que te he leído tus derechos?

—¿Detenido por qué?

—Vamos, Bernie, por amor de Dios… —Suspiró y meneó la cabeza, como si acabara de confirmar una vez más su opinión pesimista acerca de la naturaleza humana—. Han encontrado a ese tipo, Onderdonk, en el armario de su dormitorio, atado, amordazado y con la cabeza aplastada.

—¿Muerto?

—¿Cómo? ¿Estaba respirando cuando lo dejaste de esa manera? Qué desconsiderado de su parte haberse muerto, pero eso es lo que ha hecho el muy cabrón… Claro que está muerto, y tengo que detenerte porque ha sido asesinato. —Me mostró unas esposas—. Tengo que endilgarte esto —dijo—. Han vuelto a poner en vigor la norma. Pero puedes tomártelo con calma y cerrar la librería antes. Eso sí, ciérrala bien. Es posible que permanezca cerrada durante una temporada.

Creo que no dije nada. Simplemente me quedé quieto.

—Carolyn, ¿por qué no sostienes la puerta mientras Bern y yo metemos la mesa? No querrás dejarla ahí fuera. En una hora te la habrán dejado vacía y luego vendrá alguien y se la llevará. Mierda, Bern… ¿Pero qué te ha sucedido? Con lo apacible que eras antes. Robar es una cosa, pero ¿qué necesidad había de matarle?