9

—Dios… —volvió a decir al cabo de unos minutos. Nuestra ropa estaba en el suelo hecha un montón, al igual que nosotros. Si me hubieran dado a elegir, supongo que hubiera optado por una cama con somier, colchón de muelles y sábanas Porthault, aunque lo cierto es que nos había ido estupendamente en la alfombra Aubusson. La sensación de irrealidad y ensueño que había empezado a invadirme con la misteriosa desaparición del Mondrian se hacía más intensa cada minuto que pasaba, pero he de reconocer que empezaba a gustarme.

Pasé la mano sin ninguna prisa sobre una superficie curva absolutamente maravillosa, luego me puse en pie y avancé a tientas en la penumbra hasta que encontré una lámpara de mesa y la encendí. Ella se tapó instintivamente la entrepierna con una mano y los senos con otra, luego se detuvo y se echó a reír.

—¿No te lo había dicho? Sabía que ibas a violarme —dijo.

—Pues menuda violación.

—Me alegro de que te hayas quitado esos guantes. Me habría sentido como si me examinara el ginecólogo.

—¿Por qué has venido aquí?

Inclinó la cabeza hacia un lado y me preguntó:

—¿No soy yo quien debería hacer esa pregunta?

—Ya sabes por qué estoy aquí —dije—. Soy un ladrón. He venido aquí a robar algo. ¿Y tú?

—Yo vivo aquí.

—Sí, ya. Onderdonk ha estado solo desde que murió su esposa.

—Ha estado solo —dijo ella—, pero no solo solo.

—Comprendo. Tú y él habéis estado…

—¿Te sorprende? Acabo de hacerlo contigo en la alfombra del salón, de modo que seguramente te habrás dado cuenta de que no soy virgen. ¿Por qué Gordon y yo no habríamos de ser amantes?

—¿Dónde está él?

—Ha salido.

—¿Y estás esperando a que vuelva?

—Eso es.

—¿Por qué no has respondido al teléfono hace unos minutos?

—¿Eras tú? No he respondido porque nunca respondo al teléfono de Gordon. Al fin y al cabo no vivo oficialmente en esta casa. Sólo me quedo a dormir de vez en cuando.

—¿Tampoco abres la puerta cuando suena el timbre?

—Gordon siempre utiliza las llaves para entrar en casa.

—De ahí que, hace unos minutos, cuando abrí la puerta, tú hayas apagado la luz y te hayas quedado de espaldas a la pared.

—No apagué la luz. Estaba leyendo y me quedé adormilada.

—Estabas leyendo a oscuras y te quedaste adormilada.

—Sentí sueño y apagué la luz, y luego me quedé adormilada. Por tanto reaccioné con lentitud y quizá ilógicamente cuando tú llamaste al timbre y abriste la puerta. ¿Satisfecho?

—Mucho. ¿Dónde está el libro?

—¿Qué libro?

—El que estabas leyendo.

—Puede que haya acabado debajo del sofá. O tal vez lo puse en la estantería antes de apagar la luz. De todas formas, ¿qué importa?

—Nada.

—Al fin y al cabo eres un ladrón, ¿no? Cualquiera diría que eres el fiscal de distrito y que estás preguntándome qué hice la noche del 23 de marzo. Soy yo quién debería estar haciendo las preguntas. ¿Cómo has conseguido que te deje pasar el conserje? Esa es una buena pregunta.

—Es una pregunta excelente —dije asintiendo—. Llegué al tejado en helicóptero, descendí por una cuerda y me metí en un ático por la ventana desde la terraza. Luego bajé varios pisos y aquí estoy.

—¿Has robado algo en el ático?

—No tenían nada especial. Imagino que la casa les ha dejado arruinados. Se lo habrán gastado todo comprándola.

—Supongo que es lo que suele ocurrir.

—No lo sabes. ¿Cómo has conseguido tú que te deje pasar el conserje?

—¿Yo?

—Tú no vives oficialmente en esta casa. ¿Por qué habrían de dejarte pasar si Onderdonk ha salido?

—Estaba aquí cuando vine. Luego salió.

—Y te dejó a oscuras.

—Ya te he dicho que…

—Sí, ya, que apagaste la luz cuando te entró sueño.

—¿No te ha ocurrido nunca?

—A mí nunca me entra sueño. ¿Cuál es la capital de Nueva Jersey?

—¿Nueva Jersey? ¿La capital de Nueva Jersey?

—Eso es.

—¿Es una pregunta con trampa? La capital de Nueva Jersey es… Trenton, ¿no? ¿Qué tiene que ver con lo que estábamos hablando?

—Absolutamente nada —reconocí—. Sólo quería ver si te cambia la cara cuando cuentas la verdad. La última vez que has hablado sinceramente fue cuando dijiste «Dios…». Apagaste la luz cuando oíste que venía e intentaste fundirte con la pared para disimular. Te quedaste encogida de miedo al verme, aunque si hubiera sido Onderdonk no habrías podido ni contarlo del susto. ¿Por qué no me dices qué has venido a robar y si lo has encontrado?

Ella se limitó a mirarme fijamente por unos segundos, durante los cuales su cara experimentó una interesante serie de cambios. Luego suspiró y se puso a rebuscar en el montón de ropa.

—Más vale que me vista —dijo.

—Si crees que debes hacerlo.

—Volverá pronto. O al menos es posible. A veces no viene en toda la noche, pero es probable que vuelva a eso de las dos. ¿Qué hora es?

—Casi la una.

Cogimos cada uno nuestra ropa y empezamos a vestirnos.

—No he robado nada —dijo ella—. Puedes registrarme.

—Buena idea. Desnúdate.

—Pero si acabo… Por un momento creí que lo decías en serio.

—No ha sido más que una broma tonta.

—Pues he estado a punto de creerte. —Pensó por un momento y luego dijo—: Quizá debería decirte de una vez por qué estoy aquí.

—Quizá.

—Estoy casada.

—Pero no con Onderdonk.

—No, por Dios. Pero Gordon y yo… Digamos que he cometido un desliz.

—¿En esta misma alfombra?

—No; esta ha sido la primera vez. Tú eres el primer ladrón con que lo hago y este es el primer revolcón que me he dado en una alfombra. —De pronto sonrió—. Siempre he tenido la fantasía de que un extraño me hacía el amor brusca y apasionadamente. No de que me violaba exactamente, pero sí de que perdía la cabeza, de que me dejaba llevar por el deseo.

—Espero no haber echado a perder tu fantasía.

—Todo lo contrario, querido. La has hecho realidad.

—¿Te importa si seguimos hablando de Onderdonk? Hablabas de una imprudencia.

—Le escribí unas cartas.

—¿Cartas de amor?

—Cartas lujuriosas. «Me gustaría tener tu tal dentro mi tal». «Me gustaría hacer lo que te imaginas con lo que tú sabes hasta que hagas ya sabes qué». Esa clase de cosas.

—Debes de escribir unas cartas estupendas.

—Eso pensaba Gordon. Hasta que dejamos de vernos. Rompimos hace unas semanas y le pedí que me devolviera las cartas.

—¿Y él se negó?

—«Fueron escritas para mí —me dijo—. Eso me convierte en su dueño». No quería devolvérmelas.

—¿Y empezó a utilizarlas para hacerte chantaje?

Me miró con ojos muy abiertos.

—¿Por qué habría de hacer algo así? Gordon es rico y yo no tengo dinero.

—Podría haberte hecho chantaje para conseguir algo aparte de dinero.

—¿Te refieres a sexo? Supongo que podría haberlo hecho, pero no es el caso. La relación acabó de común acuerdo. No, sólo quería conservar las cartas con el fin de mantener vivo el recuerdo de la relación. En una ocasión me dijo que tenía intención de guardarlas para la vejez, para tener algo que leer cuando la lectura fuera lo único que le quedara.

—Y luego dicen de Louis Auchincloss.

—¿Qué?

—Nada, nada. De modo que se quedó con tus cartas.

—Y con las fotografías.

—¿Fotografías?

—Hizo fotos en un par de ocasiones.

—¿Fotos de ti?

—Algunas de mí y algunas de los dos. Tiene una Polaroid con disparador automático.

—Y así podía hacer fotos de ti haciendo lo que él se imaginaba con lo que ya sabía.

—Podía hacerlo y lo hizo.

Me erguí y dije:

—Bien, aún disponemos de unos minutos y a mí se me dan bien las misiones de «búsqueda y destrucción». Si las fotos y las cartas están en este piso, estoy seguro de que puedo encontrarlas.

—Ya las he encontrado.

—¿Ah, sí?

—Estaban en la cómoda, que ha sido prácticamente el primer lugar en el que he mirado.

—¿Y ahora dónde están?

—En el incinerador.

—Polvo somos y en polvo nos convertiremos.

—Tienes una manera graciosa de hablar.

—Gracias. Misión cumplida, ¿no? Has encontrado las cartas y las fotos, las has mandado a que las quemen, las compriman o hagan con ellas lo que se haga con la basura en el Carlomagno, y luego te has puesto en camino.

—Eso es.

—¿Entonces cómo es que todavía estabas aquí cuando yo entré?

—Me disponía a salir —dijo—. Me dirigía hacia la puerta. Tenía la mano en el tirador cuando llamaste al timbre.

—¿Y si hubiera sido Onderdonk?

—Pensé que era él. Pero no cuando oí el timbre, porque no tenía ningún motivo para llamar a su propia puerta. A menos que supiera que yo estaba dentro, claro está.

—¿Cómo has entrado?

—Nunca cierra con dos vueltas. La abrí con una tarjeta de crédito.

—¿Sabes cómo hacer eso?

—Es algo que todo el mundo sabe hacer, ¿no? Lo único que tienes que hacer es ver la televisión y fijarte en cómo lo hacen. Es muy instructivo.

—Si tú lo dices. La puerta estaba cerrada con dos vueltas cuando intenté abrirla. Tuve que utilizar una ganzúa para que cedieran las gachetas.

—He echado el cerrojo.

—¿Por qué?

—No lo sé. Ha sido algo instintivo, supongo. De paso debería haber puesto la cadena. Entonces tú te habrías dado cuenta de que había alguien dentro y no habrías entrado, ¿no?

—Probablemente no, y tú no habrías tenido la ocasión de hacer realidad tu fantasía.

—Pues no te falta razón…

—Pero supongamos que no hubiera sido yo, sino Onderdonk. ¿Le habrías hecho lo que él se imagina en la alfombra o lo habrías arrastrado hasta el dormitorio?

Dejó escapar un suspiro.

—No lo sé. Supongo que le habría dicho lo que he hecho. Probablemente se habría reído al oírlo. Como ya te he dicho, nos separamos amistosamente. Pero es un hombre robusto y tiene el genio vivo, por eso me he ocultado con la esperanza de encontrar la manera de salir sin que él me viera. Sabía que era imposible, pero no sabía qué más podía hacer.

—¿Qué ha ocurrido con el cuadro?

Me miró y parpadeó.

—¿Cómo?

—¿El que estaba allí, encima de la chimenea?

Miró.

—Tenía un cuadro colgado allí, ¿verdad? Claro que sí. Se puede ver el contorno.

—Un Mondrian.

—Claro, pero ¿dónde tengo la cabeza? Su Mondrian. ¡Ah…! ¡Has venido a robar su Mondrian!

—Sólo quería verlo. Los museos cierran a la seis y de pronto me han entrado ganas de dejarme iluminar por el fulgor del gran arte.

—Y yo que pensaba que habías entrado a robar en su piso por casualidad. Has venido aquí por el Mondrian.

—Yo no he dicho eso.

—No hace falta que lo digas. ¿Sabes?, una vez hizo un comentario sobre ese cuadro. Fue hace tiempo. Pero ahora no lo recuerdo; tengo que hacer memoria.

—Tómate el tiempo que necesites.

—¿No están organizando una exposición de la obra de Mondrian? De Mondrian o de toda la escuela De Stijl de pintura abstracta. Querían que Gordon les prestara su Mondrian.

—¿Y han venido a recogerlo esta tarde?

—¿Por qué lo preguntas? ¿Ha sido entonces cuando ha abandonado su lugar en la pared? Si sabías que se lo iban a llevar esta tarde, ¿por qué has venido esta noche a cogerlo?

—No sé cuándo ha abandonado su lugar en la pared. Sólo sé que ayer estaba aquí.

—¿Cómo es que sabes eso? Déjalo. Supongo que no querrás decírmelo. Quizá me falle la memoria y lo que voy a decirte no sea del todo correcto, ya que no estaba prestando mucha atención cuando lo dijo, pero creo que Gordon iba a encargar que le pusieran otro marco para la exposición. Tenía un marco de aluminio, como el resto de las pinturas que hay aquí, pero él quería uno que encuadrara el lienzo sin tapar los bordes. Mondrian era uno de esos pintores que continúan el cuadro por los lados del lienzo, y Gordon deseaba que esa parte se viera, ya que técnicamente formaba parte de la obra. Pero no quería exponer un lienzo sin ningún tipo de marco. No sé cómo lo habrá solucionado al final, pero, bueno, no me sorprendería que eso haya pasado con el cuadro. ¿Qué hora es?

—La una y diez.

—Tengo que irme. Tanto si vuelve como si no, tengo que irme. ¿Vas a robar algo más? ¿Otros cuadros o alguna otra cosa?

—No. ¿Por qué?

—Por curiosidad, nada más. ¿Quieres salir tú primero?

—No especialmente.

—¿Y eso?

—Es mi carácter caballeresco. No se trata simplemente del antiguo principio según el cual las damas salen primero, sino de que me moriría de preocupación si no supiera que has conseguido salir sana y salva. Por cierto, ¿cómo vas a salir?

—Ni siquiera me hará falta mi tarjeta de crédito. Ah, ¿te refieres a cómo salir del edificio? Tal como entré. Voy a bajar en el ascensor, sonreír dulcemente y esperar a que el portero llame a un taxi.

—¿Dónde vives?

—A un viaje en taxi de distancia.

—Yo también, pero creo que deberíamos ir en taxis diferentes. No quieres decirme dónde vives.

—Pues, a decir verdad, no. No creo que sea una buena idea darle a un ladrón la dirección de tu casa. Podrías birlar la cubertería de plata de la familia.

—No robo cuberterías desde que bajaron los precios. Hoy en día casi no merece la pena hacerlo. ¿Y si quisiera volver a verte?

—Tendrás que seguir abriendo puertas. ¿Quién sabe lo que puedes encontrar al otro lado?

—Tienes razón. Quizá la dama o quizá el tigre.

—Quizá los dos.

—Quizá. Por cierto, tienes unas uñas muy afiladas.

—No me pareció que te importara.

—No estaba quejándome; era sólo un comentario. Ni siquiera sé cómo te llamas.

—Digamos que la Dama del Dragón.

—Ya decía yo que hacía calor. Yo me llamo Bernie.

Ladeó la cabeza y meditó el asunto.

—Bernie el ladrón. Supongo que no hay nada de malo en que sepas mi nombre de pila, ¿no?

—Podrías inventártelo.

—¿Es eso lo que acabas de hacer? Yo sería incapaz. Nunca miento.

—Es lo más prudente, según tengo entendido.

—Eso he oído decir. Me llamo Andrea.

—Andrea. ¿Sabes qué me gustaría hacer, Andrea? Me gustaría empujarte de nuevo sobre nuestra entrañable Aubusson y darme otro revolcón contigo.

—Caramba, eso no suena nada mal. Si tuviéramos tiempo y tranquilidad, que es precisamente lo que no tenemos. Yo no, al menos. Tengo que largarme de aquí.

—Me gustaría volver a verte. ¿Puedo localizarte de alguna manera? —le pregunté.

—El problema es que estoy casada.

—Pero de vez en cuando cometes imprudencias.

—De vez en cuando. Pero imprudencias prudentes, ¿sabes a lo que me refiero? Ahora bien, si me dices cómo puedo localizarte yo a ti…

—¿Qué?

—¿No lo comprendes? Eres un ladrón y no deberías correr el riesgo de que me dé un ataque de mala conciencia o se me crucen los cables y vaya a la policía, y yo no quiero correr un riesgo parecido. Quizá deberíamos dejar las cosas tal como están. Ya sabes lo que se suele decir: somos dos barcos que se cruzan en la noche. Así estaremos los dos a salvo.

—Puede que tengas razón. Pero pasado un tiempo podríamos decidir correr el riesgo juntos, y entonces ¿qué haríamos? Ya sabes cuáles son las palabras más tristes que se han dicho o escrito.

—«Podría haber salido bien». Eres ingenioso, pero el Fénix lo era más.

—Dios mío. Lees los clásicos, eres una listilla y te gusta hacer de tigresa. No puedo dejarte escapar así por las buenas… Ya lo tengo.

—¿Qué es lo que tienes?

—Compra el Village Voice todas las semanas y lee los anuncios personales de la sección «tablón de anuncios del Village». ¿Vale?

—Vale. Tú haz lo mismo.

—De acuerdo. ¿Pueden un ladrón y una adúltera encontrar la felicidad en el mundo de hoy? Habrá que esperar a verlo, ¿no? Adelante, ve a llamar al ascensor.

—¿No quieres bajar conmigo?

—Quiero ordenar un poco todo esto. Además, voy a esperar unos minutos para que no parezca que salimos juntos. De ese modo, si tengo algún problema, tú no te verás involucrada.

—¿Tendrás algún problema?

—Probablemente no, ya que no voy a robar nada.

—Eso es lo que quería preguntarte en realidad. Es decir, no debería importarme que robes algo, incluso si se trata de la alfombra en la que hemos hecho eso que me gusta hacer que tú ya sabes, pero evidentemente me importa. Bernie, ¿podrías abrazarme?

—¿Estás asustada otra vez?

—No, pero me gusta cómo me abrazas.

Me puse los guantes y esperé con la puerta abierta unos centímetros hasta que la vi llamar al ascensor. Luego cerré la puerta, eché el cerrojo y recorrí el piso rápidamente con el único propósito de asegurarme de que en las otras habitaciones no había nada que yo debiera saber. No abrí ningún cajón o armario; simplemente me asomé a todas las habitaciones y encendí la luz lo suficiente para cerciorarme de que no había ninguna señal de la presencia de Andrea. No había ningún cajón sacado o volcado, ni ninguna mesa tumbada, ni ningún indicio de que el piso había sido visitado por un ladrón, un ciclón o cualquier otro fenómeno molesto.

Y tampoco había un cadáver en la cama o en el suelo. Uno no va por ahí esperando encontrarse algo así, pero es que en una ocasión fui sorprendido robando en el piso de un hombre llamado Flaxford, y ese Flaxford estaba muerto en otra habitación en aquel preciso momento, circunstancia que llegó al conocimiento de la policía antes de entrar en mi archivo de información. Así pues, eché un vistazo aquí y allá, y si me hubiera encontrado con el Mondrian, apoyado contra la pared o quizá envuelto en papel de embalar a la espera del enmarcador, me habría sentido verdaderamente complacido.

Pero no tuve tal suerte, ni pasé mucho tiempo buscando. En realidad hice toda esta labor de reconocimiento con bastante mayor rapidez que lo que cuesta contarlo, y cuando salí al vestíbulo el ascensor ya estaba subiendo.

¿Estaría atestado de chicos de uniforme? ¿Había acabado mi suerte, al igual que la de Sansón, lord Randall y el Seductor Audaz antes que yo, debido a la perfidia de una mujer? No tenía sentido que me quedara a averiguarlo. Me escabullí por la puerta de incendios y esperé a que el ascensor se detuviera en el decimosexto.

Pero no se detuvo. Miré por la rendija de la puerta y agucé el oído. El ascensor pasó por el decimosexto sin detenerse, luego se paró, esperó, bajó y volvió a pasar por el decimosexto sin detenerse. Volví al vestíbulo, forcé las gachetas de la cerradura de Onderdonk para que la puerta quedara cerrada con llave, recordé que Andrea había dicho que Onderdonk nunca cerraba con dos vueltas, volví a forzar la cerradura para echar sólo el pestillo, como al parecer había hecho él, solté un profundo suspiro pensando en todo el tiempo y el esfuerzo inútil que aquello me había costado, me quité los estúpidos guantes de goma y llamé al ascensor.

No me encontré con ningún policía, ni en el ascensor ni en el vestíbulo ni en la calle, ni sufrí contratiempo alguno con el ascensorista, el conserje o el portero, ni siquiera cuando respondí negativamente al ofrecimiento de este último de llamar un taxi. Le dije que me apetecía pasear y recorrí tres manzanas paseando antes de detenerme a llamar un taxi. De este modo no tenía que cambiar de taxi al cabo de unos segundos y podía ir directamente a casa, que fue lo que hice.

Cuando llegué, me hubiera gustado irme directamente a la cama, pero tenía que resolver el asunto de los sellos de Appling y estaba preocupado. Hubiera corrido el riesgo y dejado el trabajo sin acabar, pero me sentía incapaz después de todo lo sucedido en el Carlomagno durante las últimas diez horas. Había tenido demasiado contacto humano, el suficiente como para correr el riesgo de llamar la atención de la policía. No había hecho nada en el piso de Onderdonk, ni había robado nada excepto los sellos de Appling (y los pendientes, no hay que olvidarse de los pendientes), pero desde luego no quería tener los sellos por casa si alguien con una insignia de hojalata y un mandamiento judicial llamaba a mi puerta.

Estuve levantado toda la noche por culpa de los jodidos sellos. Te aseguro que nunca se tienen semejantes problemas con el dinero en metálico; te lo gastas cuando y como quieres. Metí todos los sellos en sobres de papel glaseado y todas las hojas de álbum de Appling en el incinerador, tras lo cual guardé los sobres en un escondrijo del que seguramente no debería hablarte, pero ¿qué demonios importa? Tengo en el rodapié un enchufe falso, es decir, no tiene cables de electricidad que lo conecten con una cajita de aluminio situada detrás. No es más que una tapa con un par de receptáculos, fijado al rodapié con un par de tornillos. Si quitas los tornillos y retiras la tapa, puedes meter la mano en una abertura del tamaño de un pan (no de los que parecen estar hinchados, sino uno prieto y sabroso de los que venden en la tienda de productos naturales). En ella guardo los objetos robados hasta que puedo deshacerme de ellos y también escondo mis herramientas de trabajo (no todas, porque algunas son totalmente inocentes fuera de contexto; puedes guardar un rollo de cinta adhesiva en el botiquín y una linterna en el cajón de las herramientas sin necesidad de preocuparte. Sin embargo, las ganzúas, las sondas y las palancas son harina de otro costal, y resultan incriminatorias tanto si están en contexto como si no lo están).

Cuento con otro escondrijo, de características parecidas, en el que guardo el dinero para casos de emergencia. Tengo incluso una radio enchufada en uno de los receptáculos, y además funciona, a pilas, claro, porque su cable falso no recibe corriente de ninguna parte. Allí tengo unos cuantos miles de dólares en billetes de cincuenta y de cien sin numerar que servirían para sobornar a un policía, satisfacer una fianza o, si la situación llega alguna vez a ser desesperada, pagarme un viaje a Costa Rica. Espero de todos modos que nunca se dé semejante situación, porque acabaría volviéndome loco allí. ¿A quién conozco en Costa Rica? ¿Qué haría si se me antojara una rosquilla o una pizza?

No llegué a irme a la cama. Me duché, me afeité y me puse ropa limpia. Salí y tomé una rosquilla (que no una porción de pizza), un plato de huevos con beicon y un tazón de café en un establecimiento griego que hay a una manzana de mi casa. Me bebí el café a sorbos y mi cabeza, agotada y cargada después de todas las horas que había pasado despierta y concentrada en unos diminutos cuadrados de papel coloreado, se trasladó a lo sucedido unas horas antes. Recordé unas manos anhelantes, una piel suave y una boca cálida, y me pregunté si habría habido algo de verdad en medio de todas las mentiras que me había contado.

Se había producido entre nosotros una magia especial, una magia física y una magia mental, y estaba lo bastante cansado para bajar la guardia y liarme con ella. No me sería difícil, pensé, relajarme un poco más y enamorarme.

Además no sería tan peligroso, decidí. No sería más arriesgado que volar en ala delta con los ojos vendados. Bien mirado, era más seguro que nadar con una herida abierta en aguas infestadas de tiburones o que jugar a coger la pelota con un frasco de nitroglicerina.

Pagué la cuenta y dejé una propina excesiva, como suelen hacerlo los enamorados. Luego fui andando a Broadway y cogí el metro que iba al centro.