8

Por un momento pensé que había cometido un terrible error. El piso tenía más luz de día que cuando había entrado en él la vez anterior. Incluso con las cortinas echadas se filtraba cierta cantidad de luz natural, por lo que pensé que las luces estaban encendidas y que había alguna persona. El corazón se me encogió, me dio un vuelco y empezó a latirme aceleradamente. Luego se calmó y yo también lo hice. Me puse los guantes de goma, eché el cerrojo y respiré hondo.

Me produjo una sensación muy extraña estar de nuevo en el piso de Appling. Sentí otra vez la emoción del allanamiento de morada, pero reducida por el hecho de que ya había estado antes en aquel lugar. Uno puede sentir el mismo placer la segunda, la tercera o la centésima vez que hace el amor con determinada mujer (puede sentir más en realidad), pero no puede obtener esa triunfal sensación de conquista más que una vez. Lo mismo sucede con la seducción de cerraduras y la entrada ilícita en un piso. Para colmo, esta vez no había entrado ilícitamente para robar. Sólo estaba buscando refugio.

Lo cual se me hacía realmente extraño. Veinticuatro horas antes me había encontrado en un estado de gran tensión que no empezó a disminuir hasta que salí del piso. Ahora había tenido que entrar nuevamente sólo para sentirme a salvo.

Fui al teléfono y cogí el auricular. ¿Pero qué necesidad había de llamar a Onderdonk ahora? No quería salir del edificio hasta medianoche, así que, ¿qué sentido tenía entrar en su piso antes? Si había salido, podía ir ahora, por supuesto. Podía robar el Mondrian y volver al piso de Appling, donde podría esperar hasta que dieran las doce, cuando salir no entrañara peligro.

Pero no quería hacerlo. Prefería quedarme donde estaba, llamar a Onderdonk a eso de las doce y, si no estaba, entrar ilícitamente en su piso e irme apresuradamente. Si estaba podía pedirle perdón y decirle que me había equivocado de número de teléfono, darle tres, cuatro o cinco horas para que se fuera a la cama y luego entrar ilícitamente en su piso mientras él dormía plácidamente en su cama. Decidido como estoy a evitar el contacto humano mientras trabajo, prefiero no entrar a robar en la vivienda de nadie si los inquilinos están en casa. Sin embargo, ir de visita cuando ya están en casa tiene la ventaja de que no tienes que preocuparte de que vuelvan a casa antes de que hayas acabado tu trabajo. En el caso que me ocupaba, yo quería una cosa y nada más que una, y no tenía que buscarla. Estaba allí, en el salón, y si el inquilino estaba durmiendo en el dormitorio, yo no tenía que acercarme a él en absoluto.

De todos modos, marqué el número. Dejé que el teléfono sonara una docena de veces y luego colgué. Habría dejado que sonara más tiempo, pero como no iba a ir, al menos en las próximas siete horas, ¿qué sentido tenía insistir?

Crucé el salón y aparté un poco la cortina con un dedo cubierto de goma. La ventana daba a la Quinta Avenida, y ofrecía una vista bastante espectacular de Central Park. Tampoco tenía que preocuparme por que alguien me viera dentro del piso, a menos que hubiera una persona encaramada a una casa de Central Park West, a ochocientos metros de distancia, con unos prismáticos y una gran paciencia, lo cual no parecía muy probable. Corrí la cortina y acerqué una silla para contemplar al parque. Distinguí el zoo, el estanque, el anfiteatro en forma de concha para los conciertos y otros lugares conocidos. Pude ver muchos corredores en la avenida circular, el «sendero nupcial» y la pista de atletismo que rodea el embalse. Verles era como observar el tráfico de la autopista desde un avión.

Era una pena que no pudiera estar allí abajo con ellos. Hacía un día perfecto para correr.

Perdí la paciencia al cabo de un rato y me puse a pasear por el piso. En el estudio de Appling cogí un álbum de sellos y lo hojeé distraídamente. Vi unas cuantas cosas que debería haber cogido en mi última visita, pero ni siquiera me planteé la posibilidad de cogerlas. La vez anterior había sido un ladrón, un depredador en busca de su botín. Esta vez en cambio era un huésped, pese a que no había sido invitado, y no podía abusar de la hospitalidad de mi anfitrión.

De todas formas, disfruté mirando los sellos sin tener la obligación de apropiarme de ellos. Me puse cómodo y me relajé con la fantasía de que el piso y la colección de sellos eran míos, que había encontrado y comprado todos aquellos rectángulos perforados de papel coloreado y que mis dedos se habían deleitado metiéndolos en fundas y pegando estas en sus lugares correspondientes. Me suele costar trabajo imaginarme que una persona pueda dedicar tiempo y dinero a pegar sellos de correos en un álbum, pero aquella vez llegué a interesarme en ello e incluso me sentí un tanto culpable por haber robado algo realizado con tanto mimo.

Si quieres que te diga la verdad, fue una suerte que no llevara los sellos de Appling encima. Podría haber llegado a ponerlos en su sitio.

El tiempo pasaba lentamente. No quería encender la televisión ni la radio, ni siquiera andar por el piso demasiado, por miedo a que a algún vecino le extrañaran los sonidos provenientes de un piso supuestamente vacío. No podía concentrarme en la lectura y, no sé por qué, pero sostener un libro con guantes en las manos le impide a uno seguir la historia con atención. Volví a mi silla de la ventana y vi cómo el sol se ponía tras los edificios de la parte oeste del parque. Por lo que se refiere al entretenimiento, eso fue prácticamente todo.

A eso de las nueve empecé a tener hambre y me puse a rebuscar en la cocina. Llené un tazón de cereales con nueces y uvas y añadí un poco de leche de aspecto sospechoso. Probablemente en una taza de café se habría cuajado, pero para los cereales no estaba mal. Luego lavé el tazón y la cuchara y los puse donde los había encontrado. Volví al salón, me quité los zapatos y me tumbé en la alfombra con los ojos cerrados. Mi imaginación se entregó a la contemplación de una enorme extensión blanca, y mientras observaba su perfecta pureza (nieve virgen, pensé, o la lana de millones de corderos) y me iba poniendo poético, unos rizos negros empezaron a desenrollarse y extenderse sobre la blanca extensión, desplegándose de arriba abajo, formando una cuadrícula rectangular sin orden ni concierto. Luego uno de los espacios en blanco cerrados empezó a ponerse rojo, y de forma espontánea otro tomó una suave coloración celeste y fue cobrando intensidad hasta teñirse de un vivo azul cobalto, y otro cuadrado rojo empezó a destacarse en la parte inferior derecha…

Dios mío, mi mente estaba pintándome un Mondrian.

Observé cómo las líneas cambiaban y se reconstituían, elaborando variaciones sobre un tema. No sé con seguridad qué es la consciencia y qué no lo es, pero lo cierto es que en un momento dado era consciente y en otro no lo era. De pronto recuperé el dominio y me liberé de algo. Me incorporé y consulté mi reloj.

Eran las doce y siete… Y ocho minutos.

Tardé unos minutos en cerciorarme de que dejaba el piso de Appling tal como lo había encontrado. Me había quedado dormido con los guantes puestos y tenía los dedos húmedos, fríos y pegajosos. Me quité los guantes, sequé la parte interior de los dedos, me lavé las manos, me las sequé y volví a ponerme los guantes. Arreglé un par de cosas, ordené otras, eché las cortinas y puse en su sitio la silla que había movido. Luego cogí el teléfono, consulté el número de Onderdonk en la guía para asegurarme de que no me equivocaba, lo marqué y dejé que el teléfono sonara una docena de veces.

Apagué la única luz que tenía encendida, salí, cerré la puerta con llave y limpié el tirador, el área que lo rodeaba y el timbre. Rápidamente pasé por la puerta de incendios, subí cuatro pisos y llegué al decimosexto; entré en el vestíbulo, fui hasta la puerta de Onderdonk y llamé al timbre. Esperé unos segundos, por si acaso, recé una ferviente aunque apresurada plegaria a san Dimas e hice saltar una cerradura Segal con cuatro gachetas y cerrojo basculante en no mucho más tiempo que lo que me había costado echar la leche a los cereales con nueces y uvas.

Estaba oscuro. Entré con sigilo, cerré la puerta, respiré lenta y profundamente y esperé a que mis ojos se acostumbraran a la penumbra. Me metí la anilla de las ganzúas en el bolsillo y busqué la linterna. Ya tenía los guantes puestos, puesto que no me había molestado en quitármelos para la rápida carrera escaleras arriba. Me orienté en la oscuridad o, mejor dicho, lo intenté, levanté la linterna, la dirigí hacia el lugar donde debía estar la chimenea y la encendí.

La chimenea estaba allí. Encima había una extensión blanca, igual a la que mi imaginación había creado cuando estaba tumbado en el suelo de Appling antes de que las líneas negras se dibujaran a lo largo y ancho de su superficie. Pero ¿dónde estaban ahora las líneas negras? ¿Dónde los rectángulos azules, rojos y amarillos?

Es más, ¿dónde estaba el lienzo? ¿Dónde el marco de aluminio? ¿Y por qué sobre la chimenea de Onderdonk no había más que una pared desnuda?

Apagué la linterna y me quedé de nuevo a oscuras. A la conocida emoción del robo se le sumó el elemento añadido del pánico. Pero, por amor de Dios, ¿me encontraba acaso en un piso equivocado? ¿Había subido una escalera de más o de menos? Leona Tremaine vivía en el noveno, y yo había subido dos escaleras, hasta el undécimo, donde había sido el huésped de los Appling. Del undécimo al decimosexto había cuatro pisos. ¿Acaso había contado los pisos mientras subía y había incluido el inexistente decimotercero?

Encendí la linterna. Era probable que todos los pisos de la letra B tuvieran la misma distribución y que todos tuvieran una chimenea en aquel lugar en concreto. ¿Pero tendrían los otros pisos bibliotecas a ambos lados de la chimenea? Además, estas bibliotecas me resultaban conocidas e incluso podía reconocer algunos libros. Allí estaban el Defoe con tapas de cuero y la caja de dos volúmenes de la antología de prosa y poesía de Stephen Vincent Benét. También se veía, apenas perceptible en la extensión de blanco, casi como una imagen en negativo de un «negro sobre negro» de Ad Reinhardt, el rectángulo algo más claro sobre el que el Mondrian había estado colgado. El tiempo y el aire de Nueva York habían oscurecido la pared circundante, dejando una imagen fantasma del cuadro que yo había ido a robar.

Bajé el haz de luz al suelo y entré en la habitación. El cuadro no estaba allí y debería estarlo, luego algo no encajaba. ¿Acaso seguía dormido? ¿Estaba dormitando en el suelo de Appling y simplemente había soñado la parte en que me despertaba y subía al piso de Onderdonk? Decidí que así era y mentalmente me di un empujón para espabilarme. No ocurrió nada.

Tenía la sensación de que algo iba mal, y no se trataba sólo de la inesperada ausencia del cuadro. Avancé unos pasos e iluminé diferentes partes de la habitación con la linterna. Si había desaparecido algo más, no reparé en ello. El cuadro de Arp seguía colgado donde lo había visto durante mi primera visita. Los otros cuadros se encontraban en los lugares que recordaba. Me volví y moví la linterna alrededor. Su haz de luz me mostró un busto de bronce de estilo cicládico colocado sobre un plinto de plexiglás. Recordaba haber visto el busto la otra vez, aunque no me había fijado mucho en él. Seguí moviendo la luz, describiendo lentamente una circunferencia, y es posible que oyera o percibiera que alguien contenía la respiración. A continuación el haz de luz cayó de lleno sobre la cara de una mujer.

No era ni un cuadro ni una estatua. Era una mujer, y estaba situada entre la puerta y el lugar en el que yo me encontraba con una mano pequeña colocada sobre la cintura y la otra a la altura del hombro con la palma hacia fuera como para defenderse de algo amenazante.

—Oh, Dios mío —exclamó—. Es un ladrón, y va a violarme, va a matarme. Oh, Dios mío…

Que sea un sueño, rogué. Pero no lo era y yo lo sabía. Me había cogido con las manos en la masa, tenía el bolsillo lleno de herramientas de ladrón y ningún derecho a estar donde estaba, y un registro en mi piso permitiría encontrar el número suficiente de sellos robados como para abrir una delegación de correos. Además la mujer se interponía en mi camino hacia la puerta, e incluso si conseguía esquivarla y salir del piso, ella podría llamar al conserje antes de que yo lograra acercarme al vestíbulo del edificio. Por si fuera poco, tenía la boca abierta e iba a ponerse a gritar en cualquier momento.

Y todo por culpa de un jodido gato con un nombre ingenioso y carácter intransigente. La Asociación Protectora de Animales Americana dedicaba seis días de cada semana al sacrificio de gatos que nadie reclamaba y yo iba a acabar en chirona por intentar rescatar a uno. Me quedé quieto, apuntando a sus ojos con la luz como si así pudiera hipnotizarla, como si la linterna fuera los faros de un coche y ella un ciervo. Pero no tenía cara de hipnotizada, sino de estar aterrada, y tarde o temprano el terror disminuiría lo suficiente como para permitirle gritar. Pensé en ello y también en unos muros de piedra.

Según Richard Lovelace, unos muros de piedra no constituyen una cárcel, pero permite que te diga que ese hombre se las da de valiente. Unos muros de piedra constituyen una cárcel de mucho cuidado y unos barrotes de hierro constituyen una jaula perfecta. Yo he estado en una y no quiero volver a ella jamás.

Sácame de esta y prometo que…

Pero ¿cómo voy a prometer yo nada?, pensé. Probablemente volvería a hacerlo, porque está claro que soy incorregible. De todos modos sácame de aquí. Luego ya veremos.

—Por favor… —dijo la mujer—. Por favor, no me haga daño.

—No voy a hacerle daño.

—No me mate.

—Nadie va a matarla.

Mediría un metro setenta y era delgada. Tenía la cara ovalada y unos ojos con los que un spaniel habría ganado el premio al mejor ejemplar de su raza. Era morena y llevaba una melena peinada hacia atrás y recogida con un par de trenzas que mostraban el marcado nacimiento de su pelo. Vestía un vaquero beige y un polo color lima con un cocodrilo en el pecho. Las zapatillas de ante marrón que llevaba se parecían a algo que podría ponerse un hobbit.

—Va a hacerme daño…

—Jamás hago daño a nadie —le dije—. Ni siquiera mato a las cucarachas. Bueno, echo un poco de ácido bórico por el suelo, lo cual supongo que es lo mismo desde el punto de vista moral, pero eso de dar un paso atrás y aplastarlas de un pisotón no lo hago nunca. Y no sólo porque dejen mancha, sino porque en el fondo soy una persona pacífica…

¿Por qué estaba parloteando de aquella manera? Por los nervios, supongo, y la premisa de que ella había tenido la amabilidad de no gritar mientras yo hablaba.

—Dios mío —dijo—. Estoy tan asustada…

—No era mi intención asustarla.

—Míreme. Estoy temblando.

—No se alarme.

—No puedo evitarlo. Tengo miedo.

—Yo también.

—¿En serio?

—Si le contara…

—Pero si es un ladrón —dijo, frunciendo el entrecejo—. ¿No?

—Bueno…

—Pues claro que es un ladrón. Lleva guantes.

—Estaba fregando los platos.

Se echó a reír, pero la risa se desvaneció y se convirtió en expresión de la histeria.

—Dios mío, ¿cómo puedo estar riéndome? Estoy en peligro.

—No, no lo está.

—Sí, sí lo estoy. Siempre ocurre lo mismo: una mujer sorprende a un ladrón y acaba violada y muerta. Acuchillada.

—Pero si ni siquiera llevo navaja.

—Pues estrangulada.

—No tengo fuerza en las manos.

—Está bromeando.

—Es muy amable al decir eso.

—Usted… parece simpático.

—Exacto —dije—. Ha acertado usted. Eso es lo que soy: el típico tipo simpático.

—Pero míreme. Quiero decir, no me mire. Mejor dicho…

—Cálmese. Todo va a salir bien.

—Le creo.

—Pues claro que me cree.

—Pero sigo asustada.

—Sé que lo está.

—Y no puedo evitarlo. No puedo dejar de temblar. Por dentro parece como si fuera a desintegrarme de tanto temblar.

—No va a pasarle nada.

—¿Podría…?

—¿Qué?

—Esto es una locura.

—No, no, adelante, dígame.

—Va a decir que estoy loca. Es decir, es usted la persona de la que estoy asustada, y sin embargo…

—¿Sí?

—¿Podría abrazarme, por favor?

—¿Abrazarla?

—Sí, abrazarme.

—Bueno, si piensa que así se sentirá mejor.

—Sólo quiero que me abrace.

—Claro, cómo no.

La cogí entre mis brazos y ella ocultó la cara en mi pecho. Nuestras camisetas se apretaron, fundiéndose. Noté el calor y la turgencia de sus senos bajo las dos capas de tela. Me quedé quieto en la oscuridad (la linterna estaba de nuevo en mi bolsillo), abrazándola, acariciando sus sedosos cabellos con una mano, dándole palmaditas en el hombro con la otra y diciendo «Ya está, no pasa nada» con un tono que pretendía ser tranquilizador.

La espantosa tensión que la embargaba desapareció. Seguí abrazándola y hablándole al oído, aspirando su perfume, absorbiendo su calidez…

—Ah… —dijo.

Alzó la cabeza y nuestras miradas se encontraron. Había luz suficiente para que yo pudiera mirarla a los ojos fijamente, y estos eran lo bastante profundos como para que un hombre se ahogara en ellos. La abracé, la miré y sucedió lo que tenía que suceder.

—Esto es…

—Lo sé.

—Una locura.

—Lo sé.

La solté. Se quitó la camiseta. Yo hice lo mismo. Volvió a mis brazos. Todavía tenía puestos aquellos estúpidos guantes. Me los quité de un tirón y sentí su piel bajo mis dedos y sobre mi pecho.

—Dios… —exclamó.