No conservé los veinticinco centavos de Leona Tremaine durante mucho tiempo. Di la vuelta a la esquina, pasé por delante del bar Big Charlie y me senté en un establecimiento de comidas rápidas de Madison Avenue. Tomé una taza de café y dejé los veinticinco centavos de propina con la esperanza de que la camarera se alegrara de recibirlos tanto como yo.
Ya habían dado las cuatro. A menos que alguien se hubiera retrasado, el turno ya habría cambiado. Aun así, sería probablemente más fácil burlar al personal que me había visto la noche anterior que convencer al portero y el conserje de que quería hacer otra entrega personalmente.
Fui a una floristería y pagué siete dólares y noventa y ocho centavos por el mismo ramo que me había costado cuatro dólares y noventa y ocho centavos en West Side. Qué remedio… Seguramente el dueño tendría que pagar un alquiler más elevado. En cualquier caso, cabía la posibilidad de que la señora Tremaine me diera otros veinticinco centavos, que compensarían en parte por mis gastos.
«Leona Tremaine», escribí una vez más en el sobre. Y en la tarjeta: «¿No vas a perdonarme? Donald Brown».
El personal había cambiado en el Carlomagno. Reconocí al conserje y el portero de la noche anterior, pero, si mi cara les resultó conocida, no dijeron nada al respecto. La noche anterior había sido el invitado de un inquilino y había ido de punta en blanco con mi traje y mi corbata; ahora, en cambio, era un miembro de la clase trabajadora y llevaba una camiseta de manga corta. Si alguno de los dos me reconoció, probablemente pensó que me habría visto repartiendo flores en alguna otra ocasión.
De nuevo el conserje me aseguró que ya se encargaría de que la señora Tremaine las recibiera, de nuevo insistí en que tenía que entregarlas personalmente y de nuevo el portero soltó disimuladamente una sonrisilla, pensando que quería una propina. Da gusto ver que todos se saben sus papeles al dedillo. El conserje me anunció por el interfono y Eduardo me llevó a la novena planta, donde la señora Tremaine estaba esperándome en la puerta de su piso.
—Pero si eres tú otra vez —exclamó—. No entiendo qué está pasando. ¿Estás seguro de que estas flores son para mí?
—La tarjeta dice…
—La tarjeta, la tarjeta… —dijo, abriendo el sobre—. «¿No vas a perdonarme? Donald Brown». Qué frase más curiosa. Es más precisa que «afectuosamente», supongo, pero bastante más desconcertante. ¿Quién es Donald Brown y por qué he de perdonarle?
El ascensor no se había ido.
—Tengo que preguntarle si hay una respuesta —dije.
—¿Una respuesta? ¿Y a quién he de dirigir la respuesta? Tengo la absoluta certeza de que no soy la destinataria de estas flores, y sin embargo, ¿cómo cabría cometer semejante error? Excluyéndome a mí, conozco tantas Leonas Tremaine como Donalds Brown. A menos que sea alguien que conocí hace años y cuyo nombre haya echado en el olvido. —Sus dedos, cuyas uñas llevaba pintadas de color rojo anaranjado, desenvolvieron el regalo del esquivo señor Brown—. Preciosas —dijo—. Más que las anteriores, pero no entiendo por qué son para mí. No lo entiendo de ninguna manera.
—Podría llamar a la tienda.
—¿Cómo dice?
—Podría llamar a la floristería —sugerí—. ¿Podría utilizar su teléfono? Si ha habido un error, voy a meterme en un lío, y si no ha habido ningún error, quizá puedan decirle algo sobre la persona que le manda las flores.
—Oh… —exclamó.
—Más vale que llame —insistí—. No sé si debería dejarle las flores sin llamar antes.
—Pues… —dijo—. Bueno, sí, más vale que llame.
Me dejó pasar y cerró la puerta. Intenté oír si el ascensor se iba a recoger a otra persona, pero no oí nada, por supuesto. Seguí a Leona Tremaine hasta un salón que tenía una gruesa moqueta y más muebles de los necesarios, la mayoría de ellos estilo Provenzal. Las sillas y el sofá estaban en su mayoría adornados con festones y en los colores abundaba mucho el rosa y el blanco. Un gato se exhibía en la que al parecer era la silla más cómoda de todas. Era de Angora, blanquísimo y tenía el bigote intacto.
—Allí tiene un teléfono —dijo, señalando uno de esos antiguos aparatos de estilo francés con un acabado de esmalte dorado y blanco. Acerqué el auricular a mi oído y marqué el número de Onderdonk. Estaba comunicando.
—Están comunicando —dije—. La gente hace pedidos por teléfono continuamente. Ya sabe cómo son estas cosas. —¿Por qué estaba cotorreando de aquella manera?—. Lo intentaré de nuevo dentro de un minuto.
—Bien.
¿Por qué estaba Onderdonk comunicando? Pero si había salido. ¿Por qué no podía seguir fuera, ahora que yo había conseguido entrar en su edificio? No podía irme, por Dios. Nunca conseguiría entrar de nuevo.
Cogí el teléfono y llamé a Carolyn Kaiser.
—Señora Kaiser, soy Jimmie —dije—. Estoy en casa de la señora Tremaine, en el Carlomagno.
—Se ha equivocado de número —dijo la espabilada de mi compinche—. Un momento. ¿Ha dicho…? ¿Bernie? ¿Eres tú?
—Sí, soy el repartidor —respondí—. Ha ocurrido lo mismo de antes. Dice que no conoce a ningún Donald Brown y que no cree que las flores sean para ella… Sí.
—¿Llamas de la casa de otra persona?
—Sí, eso es —dije.
—¿Sospecha de ti?
—No, el problema es que no sabe quién manda las flores.
—¿Qué sucede, Bern? ¿Estás simplemente haciendo tiempo?
—Sí.
—¿Quieres que hable con ella? Voy a decirle que ese tipo ha pagado en efectivo y que nos ha dado el nombre y la dirección de ella. Dime otra vez cómo se llaman.
—Donald Brown. Y ella se llama Leona Tremaine.
Le tendí el auricular a la señora Tremaine, que había estado dando vueltas en torno a mí impacientemente. Dijo:
—¿Oiga? ¿Con quién hablo, por favor? —Tras lo cual dijo cosas como: «Sí», «Comprendo», «Pero yo no…» y «Es tan misterioso». Luego me devolvió el auricular.
—Espero que algún día me expliques claramente qué está ocurriendo —dijo Carolyn.
—Por supuesto, señora Kaiser.
—Lo mismo digo, señor Rhodenbarr. Espero que sepas lo que estás haciendo.
—Sí, señora.
Colgué.
—«Curiorífico y rarífico, exclamó Alicia» —dijo Leona Tremaine—. El señor Donald Brown es un caballero alto, de pelo canoso, con bastón y vestido elegantemente que pagó por ambos ramos con un par de billetes de veinte dólares nuevos. No dio su dirección. —Relajó la expresión de la cara—. Quizá sea alguien que conocí hace años —dijo con voz queda—. Con otro nombre, quizá. Y tal vez vuelva a tener noticias de él. Estoy segura de que volveré a tener noticias de él, ¿no le parece?
—Bueno, si se ha tomado tanta molestia…
—Exacto. No habría llegado a tales extremos sólo para permanecer en el anonimato. Virgen Santa… —dijo, ahuecándose su pelo castaño rojizo—, es tan poco habitual tener tanta agitación.
Di lentamente un paso hacia la puerta.
—Bueno —dije—, será mejor que me vaya.
—Sí, claro. Bueno, ha sido usted muy amable al hacer esa llamada. —Fuimos juntos hasta la puerta—. Oh —exclamó, acordándose—, le daré algo por la molestia. Voy por el bolso.
—No se preocupe —dije—. Ya me ha dado antes.
—Es cierto —dijo ella—. Se lo he dado, verdad. Se me había olvidado. Gracias por recordármelo.
Si el ascensorista está esperándome, pensé, me doy por vencido. Pero no lo estaba. El indicador de pisos mostraba que se encontraba en el tercero y, mientras miraba, subió al cuarto. Quizá Eduardo se había olvidado de mí, aunque también podía estar regresando.
Abrí la puerta de incendios y salí a las escaleras.
¿Y ahora qué? El teléfono de Onderdonk estaba comunicando. Había marcado su número de memoria y podía haberme equivocado, o quizá estaba comunicando porque otra persona había marcado el mismo número unos segundos antes que yo. O quizá estaba en casa.
No podía arriesgarme a entrar en el piso si había alguien dentro. Tampoco podía llamar a la puerta, ni tampoco pasarme una eternidad en las escaleras, pues aunque era posible que el conserje, el ascensorista y el portero se olvidaran de mí, también era posible que no lo hicieran. Una llamada por el interfono les permitiría saber que había salido del piso de la señora Tremaine, ante lo cual supondrían que me había ido por las escaleras (o incluso por el ascensor) sin que nadie se diera cuenta de ello, o bien pensarían que seguía en el edificio.
En tal caso podrían empezar a buscarme.
Pero incluso en caso de que no lo hicieran, no podía quedarme en las escaleras. Antes de entrar, tenía que comprobar por teléfono que el piso de Onderdonk estaba vacío. Luego, una vez dentro, tenía que esperar hasta la medianoche para irme con el cuadro, ya que, hiciera lo que hiciera, el personal que estaba ahora de servicio sin duda se acordaría de mí. ¿Qué repartidor de floristería abandona un edificio una hora después de haber entregado las flores? Podía escapar sano y salvo mancillando un poco la reputación de la señora Tremaine, dando a entender que habíamos pasado el tiempo coqueteando, pero ¿y si habían llamado a su piso mientras tanto y sabían que yo me había marchado hacía rato…?
Subí dos pisos. Tarjeteé la puerta de incendios, me asomé al vestíbulo, vi que estaba vacío e hice lo único sensato que se me ocurría. Sin molestarme en ponerme los guantes, sin siquiera tomar la lógica precaución de llamar al timbre y, por supuesto, sin perder ni un segundo con la alarma antirrobo falsa, saqué la anilla de las ganzúas y las sondas y entré en el piso de John Charles Appling.