—Ya tenemos la respuesta —dijo Carolyn—. Destruiremos el cuadro. Luego no podrán pedirnos que lo robemos.
—Entonces ellos destruirán al gato.
—No lo digas ni en broma. ¿Podemos irnos de aquí?
—Buena idea.
Fuera, un joven vestido de ante y una joven de vaquero estaban tumbados sobre las escaleras del Hewlett, pasándose un porro. Un par de guardas uniformados situados en lo alto de las escaleras les hacían caso omiso, quizá porque tenían más de dieciséis años. Carolyn arrugó la nariz cuando pasó al lado de la pareja.
—Qué asco… —exclamó—. ¿Por qué no se emborrachan como seres humanos civilizados?
—Podrías probar a preguntárselo.
—Me dirían: «Jo, tía, qué alucine», que es lo que siempre dicen. ¿Adónde vamos?
—A tu casa.
—Muy bien. ¿Por alguna razón en particular?
—Alguien ha robado un gato de un piso cerrado con llave —respondí—. Me gustaría averiguar cómo lo ha hecho.
Echamos a andar en dirección oeste, llegamos al centro en metro y fuimos andando de Sheridan Square al piso de Carolyn, que está en Arbor Court, una de esas calles irregulares del Village que se desvía siguiendo una línea oblicua, salvando la distancia entre acá y acullá. La mayoría de la gente no puede encontrarla, aunque lo cierto es que la mayoría no tiene ningún motivo para buscarla. El cielo estaba encapotado y hacía una tarde de septiembre plácida y sosegada, y sentí ganas de irme rápidamente a casa y ponerme las zapatillas de deporte. Le dije a Carolyn que hacía un día estupendo para correr, y ella me respondió que no existía tal cosa.
Cuando llegamos a su casa, examiné la cerradura de la puerta principal. Abrirla no parecía un gran reto. De todos modos no es preciso ser especialmente habilidoso para entrar en un edificio que no está vigilado en la puerta principal. Llamas al timbre de los demás inquilinos hasta que uno de ellos comete la irresponsabilidad de dejarte entrar, o aguardas fuera y calculas la distancia de manera que cuando alguien entre o salga puedas llegar a la puerta antes de que se cierre. Son pocos los inquilinos que te detienen si sabes moverte con aire arrogante e indiferente.
Aun así, no era necesario que hiciera eso, dado que Carolyn tenía su llave. Abrió la puerta y avanzamos por el vestíbulo en dirección a su piso, que se encuentra al fondo de la planta baja. Me arrodillé y examiné los ojos de las cerraduras.
—Si ves un ojo que te mira —dijo Carolyn—, no quiero saberlo. ¿Qué estás buscando?
—Señales de que alguien ha tratado de forzar las cerraduras. No veo rayas recientes. ¿Tienes una cerilla?
—No fumo. Y tú tampoco, ¿recuerdas?
—Quería tener más luz. He dejado mi linterna de bolsillo en casa. Pero da igual. —Me puse en pie—. Dame las llaves.
Abrí todas las cerraduras, y cuando entramos las examiné, sobre todo la Fox. Mientras lo hacía, Carolyn recorrió el piso llamando a Ubi. El tono de pánico de su voz fue aumentando hasta que el gato apareció respondiendo al runrún del abrelatas eléctrico.
—Oh, Ubi —exclamó, cogiéndolo del suelo y dejándose caer en una silla con él—. Pobrecito mío, echas de menos a tu compañero, ¿verdad?
Me acerqué a la ventana y la abrí. Unas barras cilíndricas de una pulgada de grosor se extendían cuan larga era la ventana, sujetas al ladrillo de arriba y al dintel de hormigón de abajo. Lo único que le faltaba a la ventana para ser un Mondrian eran unas barras parecidas que corrieran horizontalmente y unos cuantos cuadrados de color. Agarré un par de barras y tiré de ellas. No se movieron.
Carolyn me preguntó qué demonios estaba haciendo.
—Alguien podría haber serrado las barras —respondí— y luego haberlas puesto de nuevo. —Tiré de un par más. A su lado el peñón de Gibraltar parecía un razonamiento poco sólido—. No hay quien las mueva —concluí—. Esto es ilegal, ¿sabías? Si te hacen una inspección de incendios, te obligarán a quitarlas.
—Lo sé.
—Porque si se produce alguna vez un incendio, esta es la única ventana que tienes y no podrás salir.
—Lo sé. Y también sé que vivo en una planta baja que da a un pozo de ventilación y que si no tuviera barras en la ventana los ladrones se pelearían por ver quién entra primero. Podría instalar una de esas verjas que se pueden abrir en caso de incendio, pero sé que jamás encontraría la llave si tuviera que hacerlo, y estoy segura de que los ladrones pueden burlar ese tipo de verjas. En una palabra, creo que será mejor que las deje donde están.
—Te comprendo. Con estas barras, nadie podría entrar aquí a menos que fuera extremadamente delgado. La gente puede pasar por lugares más estrechos de lo que imaginas. Cuando era pequeño podía introducirme por el agujero por donde mete la leche el repartidor y, ahora que lo pienso, es probable que todavía pueda hacerlo, ya que tengo aproximadamente el mismo tamaño que entonces. Parecía algo imposible. Medía unos veinticinco centímetros de ancho por treinta y cinco de alto, y aun así podía hacerlo. Si logras meter la cabeza por una abertura, puedes meter el resto del cuerpo.
—¿En serio?
—Pregúntaselo a un tocólogo. Aunque supongo que la gente que está realmente gorda no puede hacerlo.
—Ni la que tiene la cabeza muy pequeña.
—Eh… bueno, sí. Es una buena norma en general. De todos modos, nadie ha entrado por esta ventana, porque las barras están a unos diez centímetros unas de otras.
—Puedes dejar la ventana abierta, Bern. Huele a cerrado. Ni entraron por la ventana ni forzaron las cerraduras. ¿Qué otra posibilidad hay? ¿Magia negra?
—No deberíamos descartarla.
—El cañón de la chimenea está obstruido. Te lo digo por si piensas que ha sido Santa Claus quien lo ha hecho. ¿De qué otra manera han podido entrar? ¿Subiendo por el suelo desde el sótano? ¿Por el techo?
—No parece muy probable. Carolyn, ¿qué aspecto tenía el piso cuando llegaste?
—El mismo de siempre.
—¿No registraron los cajones o algo así?
—Podrían haber abierto los cajones y haberlos cerrado de nuevo y yo no me habría dado cuenta. No estropearon nada, si a eso te refieres. No me enteré de que había entrado alguien hasta que comprobé que el gato había desaparecido. De hecho no me enteré hasta que me llamaron por teléfono y me dijeron que lo habían robado. No desapareció por iniciativa propia, Bernie. ¿Importa algo?
—No lo sé.
—Puede que alguien me birlara las llaves del bolso. No sería muy difícil. Alguien pudo entrar cuando estaba en la Casa del Caniche, coger mi llavero, hacer copias de todas las llaves y dejarlo luego en mi bolso.
—¿Sin que tú te dieras cuenta?
—¿Por qué no? Pongamos que cogieron las llaves mientras me preguntaban si podía limpiar un perro y luego volvieron para pedir hora y me las devolvieron. Es posible, ¿no?
—¿Dejas el bolso en un lugar donde cualquier persona puede cogerlo?
—Por norma general no, pero ¿quién sabe? Además, ¿qué más da, joder? No estamos aquí sólo para cerrar con llave el establo después de que nos hayan robado el caballo. Estamos aquí para mirar las cerraduras y buscar huellas dactilares en el cerrojo. —Frunció el entrecejo—. Ahora que lo pienso, quizá deberíamos haberlo hecho.
—¿Buscar huellas dactilares? Incluso si hubiera habido alguna, ¿de qué nos habría servido? No somos de la policía, Carolyn.
—¿No podrías pedir a Ray Kirschmann que comparase unas huellas dactilares con las de las fichas?
—No con la esperanza de que lo hiciera desinteresadamente. Además no puedes comparar una huella dactilar a menos que ya tengas un sospechoso. Es necesario tener el conjunto completo de las huellas, que es algo que no tendríamos incluso si la persona que ha entrado las hubiera dejado, y probablemente no las dejó. Además tendría que haber una ficha de ellas para que la comparación sirviera de algo y…
—Olvídate que lo he mencionado, ¿vale?
—¿Que olvide que has mencionado qué?
—No me acuerdo. Mira, ¿por qué no…? ¡Mierda! —exclamó, y fue a responder al teléfono—. ¿Sí? ¿Cómo? Un momento, acabo de… Mierda. Ha colgado.
—¿Quién?
—La nazi. Debo ir a mirar el buzón. Pero ya lo he hecho, ¿recuerdas? Lo único que había era una factura, lo cual ya es una noticia bastante mala como para que encima me vengan con esto. Y por la ranura de la Casa del Caniche no han echado nada excepto un catálogo de artículos para limpiar perros y un folleto de las organizaciones protectoras de animales. Hoy no hay más repartos, ¿verdad?
—Quizá hayan metido algo en el buzón sin mandarlo por correo, Carolyn. Sé que es un delito federal, pero creo que estamos tratando con desalmados.
Me miró fijamente y luego salió al vestíbulo. Volvió con un sobre pequeño. Lo habían doblado a lo largo para meterlo por la pequeña ranura del buzón. Lo desdobló.
—No tiene nombre —dijo—, ni dirección.
—Ni remite. Menuda sorpresa, ¿eh? ¿Por qué no lo abres?
Lo acercó a la luz y lo miró con ojos entornados.
—Está vacío —dijo.
—Ábrelo y asegúrate.
—De acuerdo, pero no sé con qué fin. Y si vamos a eso, no sé con qué fin puede meter alguien un sobre vacío en el buzón de otra persona. ¿Es realmente un delito federal?
—Sí, aunque será difícil denunciarles. ¿Qué sucede?
—¡Mira!
—Pelos —dije, cogiendo uno—. ¿Por qué demonios habrán…?
—Oh, Bernie. ¿Pero es que no ves lo que son? —Me cogió por los codos y me miró fijamente—. Son el bigote del gato.
—Entonces aquí hay gato encerrado… Perdona. ¿Es cierto que lo son? ¿Por qué lo habrán hecho?
—Para convencernos de que van en serio.
—Bueno, a mí me han convencido desde el momento que han logrado sacar al gato de una habitación cerrada con llave. Deben de estar locos para cortarle el bigote.
—De esa manera pueden probar que lo tienen de verdad.
Me encogí de hombros.
—No sé qué decirte. Los bigotes se parecen mucho. Supongo que si has visto un bigote los has visto todos. Dios mío…
—¿Qué sucede?
—No podemos llevarnos el Mondrian del Hewlett.
—Eso ya lo sé.
—Pero sé dónde hay un Mondrian que podría robar.
—¿Dónde? ¿En el Museo de Arte Moderno? Tienen un par allí. Y también tienen unos cuantos en el Guggenheim, ¿no?
—Sé de uno que pertenece a una colección privada.
—El del Hewlett también era propiedad privada. Ahora es propiedad pública, y a menos que pase a nuestra propiedad pronto…
—Olvídate de ese. El cuadro del que estoy hablando pertenece todavía a una colección privada. Lo vi anoche.
Carolyn me miró fijamente.
—Sé que anoche saliste.
—Exacto.
—Pero no me has dicho qué hiciste.
—Bueno, puedes imaginártelo. Pero lo que hice antes, lo que me permitió entrar en el edificio, fue la tasación de una biblioteca, la de un tipo muy simpático llamado Onderdonk. Me pagó doscientos dólares por decirle cuánto valen sus libros.
—¿Valen mucho?
—No en comparación con lo que tenía colgado de la pared. Tenía un Mondrian, entre otras cosas.
—¿Como el que hay en el Hewlett?
—Bueno, ¿quién sabe? Tenía aproximadamente el mismo tamaño y la misma forma, y creo que los colores eran los mismos, aunque quizá a un experto le parecerían diferentes. El caso es que podría entrar allí y robárselo…
—Pero sabrán que no es el cuadro correcto porque el que quieren seguirá colgado en el Hewlett.
—Sí, pero ¿crees que les importará mucho? Si podemos entregarles un Mondrian auténtico que valga, no sé, un cuarto de millón de dólares, que es la cantidad que piden…
—¿Tanto vale?
—No tengo ni idea. Actualmente el mercado del arte no está en su mejor momento, pero eso es todo lo que sé. Si podemos darles un Mondrian a cambio de un gato robado, ¿no crees que se lo quedarán? Sería de locos rechazarlo.
—Si algo sabemos es que están locos.
—Bueno, tendrían que ser estúpidos además, y no pueden serlo demasiado si se las han arreglado para robar el gato. —Cogí la guía de teléfonos, busqué el número de Onderdonk y lo marqué. El teléfono sonó doce veces y nadie contestó—. Ha salido —dije—. Confiemos en que tarde en volver.
—¿Qué vas a hacer, Bern?
—Me voy a casa —dije—, a cambiarme de ropa y meterme en los bolsillos unos artilugios muy prácticos…
—Tus herramientas de ladrón.
—Luego iré al Carlomagno. Será mejor que llegue antes de las cuatro, porque si no alguien me reconocerá, el portero, el conserje o el ascensorista. O quizá no. Anoche llevaba un traje, y ahora voy a ir vestido informalmente. Aun así es mejor que llegue antes de las cuatro.
—¿Pero cómo vas a entrar, Bern? ¿No es una de esas casas en las que resulta más difícil entrar que en Fort Knox?
—Oye, en ningún momento he dicho que fuera a ser fácil —respondí.
Fui rápidamente a casa, me puse un pantalón color caqui y una camiseta de manga corta que habría sido de las del cocodrilo si el logotipo bordado en el pecho hubiera sido un reptil en lugar de un pájaro. Debía de ser una golondrina que se dirigía a las playas de Capistrano, California. No ha llegado a tener éxito, lo cual no es de extrañar.
Me puse también un par de zapatillas de deporte desgastadas y me llené los bolsillos con herramientas de ladrón, puesto que una cartera no hubiera casado con la imagen que tenía pensado ofrecer. Saqué una tablilla sujetapapeles, le puse un bloc y la dejé a la vista.
Marqué de nuevo el número de Onderdonk y dejé que sonara. No contestó nadie. Busqué otro número en la guía y tampoco contestó nadie. Marqué un tercer número y una mujer contestó a la cuarta señal. Pregunté si estaba el señor Hodpepper y me dijo que me había equivocado de número, pero eso era lo que ella pensaba.
Entré en una floristería de la calle Setenta y dos y compré un surtido de flores que valía cuatro dólares y noventa y ocho centavos. Me pareció, como a menudo me lo ha parecido en el pasado, que las flores no han subido mucho de precio durante los últimos años. De hecho son una de las pocas cosas que valen el dinero que pagas.
Pedí una tarjeta en blanco, escribí «Leona Tremaine» en el sobre y firmé «Afectuosamente, Donald Brown». (Pensé en poner el nombre de Howard Hodpepper, pero se impuso la cordura, como de vez en cuando ocurre). Pagué las flores, sujeté la tarjeta al envoltorio con cinta adhesiva y salí a llamar un taxi.
Me dejó en Madison Avenue, a la vuelta de la esquina del Carlomagno. Al fin y al cabo, el repartidor de una floristería no llega en taxi a los sitios donde tiene que hacer una entrega. Fui andando a la entrada del edificio, pasé por delante del portero y me dirigí al conserje.
—Tengo que entregar unas flores a… Leona Tremaine, pone aquí —dije leyendo la tarjeta.
—Ya me encargaré de que las reciba —repuso el conserje estirando el brazo para coger el ramo.
Lo aparté.
—Tengo que entregarlas personalmente.
—No te preocupes, las recibirá.
—Es por si hay respuesta —expliqué.
—Quiere su propina —terció el portero—. Eso es todo.
—¿De Leona Tremaine? —preguntó el conserje, cruzando una sonrisa con el portero—. Como quieras —me dijo, y cogió el interfono—. ¿Señora Tremaine? Hay una entrega para usted. Flores, al parecer. Se las sube el repartidor. Sí, señora. —Colgó e hizo un gesto con la cabeza—. Adelante. El ascensor está ahí. Es el piso 9 C.
En el ascensor eché un vistazo a mi reloj. No podía haber sido más puntual, pensé. Eran las tres y media. El portero, el conserje y el ascensorista no eran los que me habían visto entrar la noche anterior ni los que estaban de servicio cuando había salido con los sellos de Appling en la cartera. En media hora habrían acabado su jornada, antes de que les diera tiempo a preguntarse por qué el repartidor pasaba tanto tiempo en el piso de la señora Tremaine. El personal que los sustituyera no sabría que había ido a entregar unas flores y supondría que tenía algún asunto legítimo que tratar con algún inquilino. Sea como sea, el caso es que no te ponen tantos obstáculos cuando vas a salir, ya que suponen que, si te han dejado pasar al entrar, debes de ser una persona de fiar. Es distinto si tratas de llevarte los muebles de un piso, por supuesto, pero por lo general lo difícil es entrar.
El ascensor se detuvo en el noveno y el ascensorista me indicó la puerta correcta. Le di las gracias, fui y me paré delante de ella esperando oír el ruido de la puerta al cerrarse. No lo hizo. Claro que no lo hizo. Aguardaban hasta que el inquilino abría la puerta. Bueno, Leona Tremaine contaba con que le llevaran flores, de modo que ¿a qué estaba yo esperando?
Pulsé el timbre. En el interior sonó una campanada y al cabo de un momento se abrió la puerta. La mujer que salió tenía un inverosímil cabello castaño rojizo y una cara que se había caído una vez más de las que había sido levantada. Llevaba una especie de bata con un motivo oriental y, por su expresión, parecía haber olido algo indecoroso.
—Flores… —dijo—. ¿Está seguro de que son para mí?
—¿La señora Leona Tremaine?
—En efecto.
—Entonces son para usted.
Todavía estaba esperando oír el sonido de la puerta del ascensor, y empezaba a darme cuenta de que no iba a oírlo. ¿Pero por qué iba a oírlo? El ascensorista no iba a ir a ninguna parte, sino que iba a esperar a que ella cogiera las flores y me diese una propina, tras lo cual me llevaría a la planta baja. Estupendo. Había encontrado la manera de entrar en el Carlomagno, pero todavía tenía que hallar el modo de quedarme en él.
—No sé quién puede mandármelas —dijo Leona Tremaine, cogiendo el ramo—. A menos que haya sido Lewis, el hijo de mi hermana. ¿Pero cómo ha podido ocurrírsele mandarme flores? Debe de haber algún error.
—Trae una tarjeta —le indiqué.
—Oh, una tarjeta —exclamó, descubriéndola ella misma—. Espere un momento. Vamos a ver si hay algún error. Pues no, este es mi nombre, Leona Tremaine. Abriré esto…
¿No había ninguna persona en aquel jodido edificio que tuviera que utilizar el ascensor? ¿Nadie iba a sacar a aquel estúpido de su ensimismamiento y llevarle en volandas a otro piso?
—«Afectuosamente, Donald Brown» —leyó la señora Tremaine en voz alta—. Donald Brown. Donald… Brown… ¿Quién será?
—Mmm…
—Bueno, son una preciosidad, ¿no le parece? —Las olió diligentemente, como si estuviera decidida a aspirar no sólo el perfume sino también los pétalos—. Y huelen muy bien. Donald Brown… El nombre me resulta conocido, pero… Bueno, aunque estoy segura de que se trata de un error, me gustan de todos modos. Voy a tener que coger un jarrón y ponerlas en agua… —De pronto se interrumpió, acordándose de que yo estaba allí—. ¿Desea algo más, joven?
—Bueno, es que…
—Por amor de Dios, se me estaba olvidando, ¿verdad? Espere un momento, voy por mi bolso. Dejo las flores aquí y… Ya está, aquí tiene. Muchas gracias, y dele las gracias a Donald Brown, quienquiera que sea.
Cerró la puerta.
Me volví y allí estaba el jodido ascensor, esperando para llevarme a casita. El ascensorista no estaba sonriendo exactamente, pero tenía cara de estar divirtiéndose. Descendimos hasta la planta baja y crucé el vestíbulo. El portero sonrió cuando me vio llegar.
—¿Qué? —exclamó—. ¿Cómo ha ido eso, amigo?
—¿Que cómo me ha ido?
—¿Te ha dado una buena propina?
—Veinticinco centavos —respondí.
—Bueno, anímate, no está mal tratándose de la señora Tremaine. No suelta un centavo en todo el año y luego en Navidad da un aguinaldo de cinco dólares a cada miembro del personal del edificio. Eso equivale a diez centavos por semana. Parece mentira, ¿eh?
—Sí —dije—, pero me lo creo.