Un cartel que había en el mostrador sugería que se contribuyera con dos dólares y medio. «Contribuya con más o con menos si así lo prefiere —aconsejaba—, pero debe contribuir con algo». El tipo que teníamos justo delante dejó caer una moneda de diez centavos sobre el mostrador. El encargado comenzó a hablarle de la contribución sugerida, pero nuestro amigo no estaba dispuesto a oír sugerencias.
—Lee tu cartel, jovencito —dijo desabridamente—. ¿Cuántas veces vais a hacerme pasar por esta situación, sanguijuelas? Cualquiera diría que lo pagáis de vuestro bolsillo. No os llevaréis una comisión, ¿verdad?
—Todavía no.
—Pues bien, soy pintor. Los diez centavos son el óbolo de mi viuda. Espero que la próxima vez los aceptéis de buena gana, porque de lo contrario reduciré mi contribución a un penique.
—Pero no puede hacer eso, señor Turnquist —dijo el encargado malhumoradamente—. Sería un desastre para nuestro presupuesto.
—Conque me conoce, ¿eh?
—Todo el mundo le conoce, señor Turnquist. —Dejó escapar un profundo suspiro—. Todo el mundo.
Cogió la moneda de diez centavos de Turnquist y le dio a cambio una pequeña insignia amarilla. Turnquist se volvió hacia nosotros mientras se ponía la insignia en el bolsillo de pecho de su chaqueta de segunda mano. Era gris e iba casi a juego con sus pantalones de segunda mano. Sonrió, mostrando unos dientes mal alineados y manchados de tabaco. Tenía barba, una perilla despeluchada algo más roja que su pelo castaño cobrizo y algo más veteada de canas. El resto de su cara llevaba dos o tres días sin ver una maquinilla de afeitar.
—Se creen muy importantes, pero en realidad no valen un pimiento —nos advirtió—. No permitan que se les suban a las barbas. Si el Arte puede ser intimidado, no es Arte.
Siguió andando; yo puse un billete de cinco dólares sobre el mostrador y acepté dos insignias a cambio.
—Los artistas… —dijo el encargado expresivamente, dando un golpecito a otro cartel, en el que se indicaba que no se permitía la entrada a los menores de dieciséis años tanto si iban acompañados como si no lo iban—. Deberíamos modificar las normas —añadió—. Ni niños, ni perros, ni artistas.
Me había despertado antes que Carolyn y había ido directamente a la tienda de bebidas alcohólicas de la calle 72 Oeste, donde había comprado una botella de Canadian Club. La llevé a casa, llamé a la puerta de la señora Seidel y, al ver que nadie contestaba, entré, rompí el precinto de la botella, vertí aproximadamente una tercera parte por el fregadero, cerré la botella y la puse donde había encontrado a su compañera la noche anterior. Salí y me encontré a la señora Hesch en el vestíbulo con el inevitable cigarrillo en los labios, que ardía sin que le prestara atención. Entré en su piso para tomar una taza de café (la señora Hesch prepara un café estupendo) y hablamos, no por primera vez, sobre la lavandería de monedas del sótano. Estaba irritada por las secadoras, las cuales, pese a los termostatos, tenían dos temperaturas: encendido y apagado. Yo estaba molesto por las lavadoras, las cuales eran tan voraces con los calcetines como el monstruo de las galletas. Ninguno de los dos dijo nada sobre el hecho de que acabara de salir del piso de la señora Seidel.
Regresé al piso y, mientras ponía la cafetera a calentar, oí a Carolyn vomitar en el cuarto de baño. Salió con la cara un tanto verde y se sentó en un extremo del sofá apoyando la cabeza entre las manos. Me duché, me afeité y, cuando salí, me la encontré mirando una taza de café con expresión de desdicha. Le pregunté si quería una aspirina. Ella me respondió que no le importaría tomarse unas pastillas de paracetamol concentrado, pero yo no tenía ninguna. Yo comí algo para desayunar y ella no, los dos bebimos café y el teléfono sonó.
Una voz de mujer sin acento dijo:
—¿Señor Rhodenbarr? ¿Ha hablado con su amiga?
Pensé en responder que aquella pregunta era implícitamente insultante, ya que presuponía que sólo tenía una amiga, que yo era la clase de persona que no podía tener más de una única amiga, que era una suerte que la tuviera y que probablemente cabía esperar que me abandonara en cuanto espabilase.
—Sí —respondí.
—¿Está preparado para pagar el rescate? ¿Tiene el cuarto de millón de dólares?
—¿No le parece una suma un poco elevada? Sé que la inflación es de infarto hoy en día y, según tengo entendido, hay una gran demanda en el mercado de los gatos birmanos, pero…
—¿Tiene el dinero?
—Procuro no guardar en casa tal cantidad de dinero en efectivo.
—¿Puede conseguirlo?
Carolyn se había acercado a mi lado al sonar el teléfono. Apoyé una mano sobre su hombro para tranquilizarla. A la persona que llamaba le dije:
—Se acabó la farsa. Traiga el gato y nos olvidaremos de todo este asunto. De lo contrario…
De lo contrario, ¿qué? Que me cuelguen si sé qué clase de amenaza tenía previsto hacer. Pero Carolyn no me dio la oportunidad. Me agarró del brazo y dijo:
—Bernie…
—Mataremoss suu catoo —dijo la mujer, hablando de pronto con acento y subiendo la voz.
El efecto que tuvieron sus palabras fue algo parecido al que produce un anuncio de pastas vienesas mit schlag o una de esas películas sobre la Segunda Guerra Mundial que te recuerdan que tienes familiares en Deutchsland.
—Mantengamos la calma —les dije a ambas—. No es necesario hablar de violencia.
—Ssi no pacaa el resscatee…
—Ninguno de los dos tiene esa cantidad de dinero. Debería saberlo. ¿Por qué no me dice qué quiere?
Se produjo un silencio.
—Dícalee a ssu amicaa que sse vayaa a cassaa.
—¿Cómo dice?
—Tienee alcoo en el bussón.
—De acuerdo. La acompañaré y…
—No.
—¿No?
—Quédessee dondee esstaá. Le llamaremooss porr teléfonoo.
—Pero.
Se oyó un chasquido. Me quedé unos segundos mirando el auricular y luego colgué. Pregunté a Carolyn si había oído algo de la conversación.
—Alguna que otra palabra —dijo—. Era la misma persona que llamó ayer. Al menos eso creo. Tenía el mismo acento.
—Lo ha cambiado a media conversación. Supongo que al principio se le pasó y luego recordó que tenía que parecer amenazadora. O quizá se pone a hablar así cuando se acalora. No me gusta la idea de que nos separemos. Quiere que tú vayas a tu piso y que yo me quede aquí, y eso no me gusta.
—¿Por qué?
—Bueno, ¿quién sabe qué está tramando?
—Tengo que ir al centro de todos modos. Un cliente va a traerme un schnauzer a las once. Mierda, no dispongo de mucho tiempo, ¿verdad? No puedo enfrentarme con un schnauzer teniendo la cabeza como la tengo. Menos mal que es un schnauzer miniatura. No sé qué haría si tuviera que lavar un schnauzer gigante un día como hoy.
—Pasa antes por tu piso. Si es que tienes tiempo.
—Me las arreglaré para tenerlo. Además he de dar de comer a Ubi. No pensarás…
—¿Qué?
—Que lo ha robado también… Quizá por eso quiere que vaya a mi piso.
—Ha dicho que mires en el buzón.
—Oh, Dios mío —exclamó ella.
Cuando se fue me puse a trabajar en la colección de sellos de Appling. Supongo que hace falta sangre fría para hacer algo así, estando la vida de Archie pendiente de un hilo. Pero esto significaba que todavía le quedaban seis, y yo quería que los sellos de Appling resultaran inidentificables lo antes posible. Me senté en mi mesa de cocina bajo una buena luz con un par de pinzas para sellos, una caja de sobres de papel glaseado y un catálogo Scott y transferí los sellos, serie por serie, de las fundas a los sobres, haciendo la oportuna anotación en cada uno de estos. No me tomé la molestia de calcular el valor. Aquella era una operación diferente, y podía dejarla para otro momento.
Estaba ocupado con los sellos más valiosos de Jorge V de Trinidad y Tobago cuando sonó el teléfono.
—¿Qué estupidez es esa de mi buzón? No hay nada dentro excepto una factura.
—¿Cómo está Ubi?
—Tiene aspecto de estar perdido y sentirse solo, y probablemente se le esté rompiendo el corazón, pero aparte de eso está bien. ¿Ha vuelto a llamar esa nazi?
—Todavía no. Quizá se refiriera al buzón de la Casa del Caniche.
—No tengo buzón allí, sólo una ranura en la puerta.
—Bueno, tal vez hubo un malentendido. Ve a lavar al saluki y a ver qué sucede.
—No es un saluki, sino un schnauzer, y ya sé qué va a suceder. Voy a acabar oliendo a perro, para variar. Llámame cuando sepas algo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dije. Un cuarto de hora después el teléfono volvió a sonar: era la mujer misteriosa. Esta vez no habló con acento ni con complicadas evasivas. Dijo lo que tenía que decir y yo la escuché. Cuando hubo acabado, me quedé un minuto sentado, pensando y rascándome la cabeza. Luego guardé los sellos de Appling y llamé a Carolyn.
Ahora nos encontrábamos en una pequeña sala situada en el primer piso de la galería. Habíamos seguido las instrucciones de la mujer y por tanto nos hallábamos delante de un cuadro que me resultaba sumamente conocido.
Un pequeño rectángulo de bronce sujeto a la pared a su lado daba la siguiente información: «Piet Mondrian. 1872-1944. Composición con color, 1942. Óleo sobre lienzo, 86 × 94 cm. Donación del señor y la señora MacLendon Barlow».
Apunté las dimensiones en mi libreta. El fondo era blanco, matizado con un poco de gris por el tiempo o por el artista. Unas líneas negras entrecruzaban el lienzo, dividiéndolo en cuadrados y rectángulos, varios de los cuales estaban pintados con colores primarios. Había dos áreas rojas, dos azules y una sección larga y estrecha de amarillo. Me acerqué y Carolyn puso una mano sobre mi brazo.
—No lo endereces —me instó—. Está bien como está.
—Sólo quería mirarlo de cerca.
—Hay un guarda al lado de la puerta —dijo— y está mirándonos. Hay guardas por todas partes. Esto es una locura, Bern.
—Sólo estamos viendo cuadros.
—Y eso es todo lo que vamos a hacer, porque esto es imposible. Es tan difícil sacar un cuadro de este lugar como meter un niño.
—Cálmate —dije—. Lo único que estamos haciendo es mirar.
Aquel edificio, al igual que el cuadro que teníamos delante, había sido propiedad privada en el pasado. Años atrás había sido la residencia en Manhattan de Jacob Hewlett, un magnate del transporte y la minería que a finales de siglo había explotado a los pobres con un éxito desmesurado. Había legado a la ciudad su mansión Murray Hill, situada en la esquina de Madison con la Treinta y ocho, con la condición de que se conservara como museo bajo la dirección y el control de una fundación creada por él mismo con ese propósito. Aunque sus propiedades habían constituido el núcleo de la colección, en el curso de los años se habían comprado y vendido cuadros, y la exención de impuestos de la que gozaba la fundación había dado pie a que de vez en cuando se hicieran donaciones y se dejaran legados, por ejemplo, el óleo de Mondrian que había donado el tal Barlow.
—He mirado el horario al entrar —estaba diciendo Carolyn—. Abren de nueve y media a cinco y media los días laborables y los sábados. Los domingos abren a mediodía y cierran a las cinco.
—¿Y los lunes cierran?
—Los lunes cierran y los martes abren hasta las nueve.
—La mayoría de los museos tienen un horario como este. Siempre sé que es lunes porque me entran ganas de ir a un museo y siempre están cerrados.
—Cierto. Si tenemos planeado entrar, podemos hacerlo después de la hora de cierre o los lunes.
—Olvídalo. Tienen guardas de servicio las veinticuatro horas del día. Y el sistema de alarma es de primera. No basta con cruzar un par de cables y darle una palmadita.
—¿Qué hacemos entonces? ¿Arrancarlo de la pared y echar a correr?
—No saldría bien. Nos echarían el guante antes de que llegáramos a la planta baja.
—¿Entonces qué opción nos queda?
—Oración y ayuno.
—Estupendo. ¿Quién es este tipo? ¿Qué pone…? ¿Van Doesburg? Él y Mondrian debieron de ir a escuelas diferentes.
Nos habíamos movido hacia la izquierda y nos encontrábamos delante de un lienzo de Theo van Doesburg. Como el de Mondrian, era todo ángulos rectos y colores primarios, pero era imposible confundir a un pintor con otro. El Van Doesburg no producía la sensación de espacio y equilibrio que se tenía ante el Mondrian. Es curioso, pensé, que una persona se pase meses sin ver un solo cuadro de Mondrian y que de repente vea dos en dos días seguidos. Lo más raro, me parecía, era la similitud que había entre el Mondrian de Hewlett y el que había visto colgado encima de la chimenea de Gordon Onderdonk. Si no me engañaba la memoria, tenían aproximadamente el mismo tamaño y las mismas proporciones, y parecían haber sido pintados en la misma época de la carrera del artista. Estaba dispuesto a creer que tendrían un aspecto muy diferente si los miraba el uno al lado del otro, pero no parecía que fuera a tener la oportunidad de verlos simultáneamente, y si alguien me hubiera dicho que la pintura de Onderdonk había sido transportada apresuradamente al centro de la ciudad y colgada en la pared del Hewlett, no habría podido jurar que se equivocaba. El cuadro de Onderdonk estaba enmarcado, por supuesto, mientras que a este lienzo lo habían dejado sin encuadrar para que pudiera verse cómo el artista había continuado la línea geométrica del cuadro por los lados. Por lo que podía recordar, el de Onderdonk tenía el doble de áreas coloreadas. Quizá fuera más alto o más bajo, más ancho o más estrecho. Sin embargo…
Sin embargo seguía teniendo la extraña sensación de que se había producido una coincidencia. Las coincidencias no tienen por qué ser significativas, por supuesto. Había ido a recoger a Carolyn a la Casa del Caniche y habíamos ido juntos en taxi al Hewlett, y no me había molestado en leer el nombre del conductor en el permiso de taxista que había en el interior el vehículo. Pero ¿y si lo hubiese hecho y hubiera resultado ser Turnquist? Cuando el encargado hubiese saludado al artista malvestido por su nombre, quizá habríamos hecho alguna observación acerca de la coincidencia que constituía el hecho de que yo me hubiera encontrado con dos Turnquist en media hora. Bueno, ¿y qué?
Aun así…
Caminamos, deteniéndonos de vez en cuando delante de un cuadro, entre los cuales hubo varios que me dejaron indiferente y un Kandinsky que me gustó muchísimo. Había un Arp. Onderdonk también tenía un Arp, pero como no nos habían ordenado que robáramos un Arp, no había nada especialmente coincidente en ello o nada extraordinario en la coincidencia o…
—¿Bern? ¿No será mejor que me olvide del gato?
—¿Y cómo te propones hacerlo?
—No lo sé. ¿Crees realmente que le harán algo a Archie si no robamos el cuadro?
—¿Por qué habrían de hacerle nada?
—Para demostrarnos que van en serio. ¿No es eso lo que hacen los secuestradores?
—No sé qué hacen los secuestradores. Creo que matan a la víctima para evitar que les identifique, pero ¿cómo va a identificarles un gato birmano? Sin embargo…
—Sin embargo, cualquiera sabe cómo puede comportarse un chiflado. El problema es que esperan que hagamos lo imposible.
—No es necesariamente imposible —dije—. En los museos desaparecen cuadros continuamente. En Italia, el robo de museos es toda una industria, e incluso aquí puedes leer en los periódicos alguna noticia al respecto cada dos meses. Al parecer, en el Museo de Historia Natural roban cosas de forma periódica.
—Entonces opinas que podemos robarlo.
—Yo no he dicho eso.
—¿Entonces…?
—Es precioso, ¿verdad?
Me volví al oír la voz y vi a nuestro amigo el artista, con su insignia de diez centavos prendida en la solapa de su chaqueta de segunda mano, expresión apasionada y una sonrisa que dejaba al descubierto sus dientes amarillos. Nos encontrábamos de nuevo delante de Composición con color, y Turnquist tenía la mirada puesta en él y los ojos brillantes.
—No hay quien pueda con el viejo Piet —dijo—. Sabía pintar el muy cabrón. Menudo era, ¿eh?
—Menudo… —dije asintiendo.
—La mayor parte de esto es basura. Detritus, bazofia. En una palabra, y si me permiten la expresión, mierda. Le ruego me perdone, señorita.
—No se preocupe —le aseguró Carolyn.
—El museo es la papelera de la historia del arte. Parece una cita, ¿verdad? Pues es mía.
—Suena bien.
—Papelera es como se dice cubo de la basura en inglés. En inglés inglés, quiero decir. Pero el resto de lo que hay aquí es peor que basura. Un cagarro, como dirían algunos de mis amigos.
—Eh…
—Sólo ha habido un puñado de buenos pintores este siglo. Mondrian, por supuesto. Y de Picasso, quizá el cinco por ciento de lo que hizo, cuando no estaba fanfarroneando por ahí. Pero el cinco por ciento de Picasso es bastante, ¿no?
—Eh…
—¿Quién más? Pollock. Frank Roth. Trossman. Clyfford Still, Darragh Park. Rothko antes de que llegara al extremo de no utilizar colores. Y unos cuantos más, un puñado. Pero la mayor parte de esto…
—Bueno… —le interrumpí.
—Sé lo que va a decir. ¿Quién es este pesado que no para de hablar? La chaqueta que lleva ni siquiera va a juego con el pantalón y está soltando juicios a diestro y siniestro, diciendo qué es arte y qué es basura. Eso es lo que está pensando, ¿verdad?
—Yo no diría eso.
—Pues claro que no diría eso, ni usted ni esta joven. Ella es una señorita y usted es un caballero, y no dirían cosa semejante. Yo soy un artista y un artista puede decir cualquier cosa. Es el margen que el artista tiene con respecto al caballero. Sé qué está pensando.
—¿Cómo dice?
—Y tiene razón al pensarlo. No soy nadie, eso es lo que soy. No soy más que un pintor del que nadie ha oído hablar. Aun así, le he visto mirar la obra de un verdadero pintor, le he visto volver una y otra vez a este cuadro, e inmediatamente he sabido que podía distinguir entre la ensalada de pollo y la mierda de pollo, si me perdona una vez más la expresión, señorita.
—Descuide —dijo Carolyn.
—Pero me enfurece ver que la gente presta atención seriamente a la mayor parte de esta basura. Supongo que habrán leído alguna vez en el periódico que un hombre ha cogido un cuchillo o una botella de ácido y ha atacado un cuadro famoso. Y probablemente se dirán para sus adentros lo que todo el mundo dice: «¿Cómo es posible que una persona haga algo así? Debe de estar loco». La persona que lo hace es siempre un artista, y en la prensa lo llaman un «supuesto» artista, con lo cual se quiere decir que él dice que es un artista pero usted y yo sabemos que ese pobre individuo sólo tiene mierda en el cerebro. Señorita, le ruego que…
—No importa.
—Les diré una cosa más —prosiguió— y luego les dejaré tranquilos, queridos amigos. No es una señal de locura sino de cordura destruir el arte malo cuando se expone en los templos de la nación. Es más: la destrucción del arte malo es en sí misma una obra de arte. Bakunin decía que el afán por destruir es un afán creativo. Rasgar algunos de estos lienzos… —Respiró hondo y expulsó el aire dando un suspiro—. Soy una persona que habla, no que destruye. Soy un artista, pinto mis cuadros y vivo mi vida. He visto el interés que mostraban en mi cuadro favorito y eso es lo que ha provocado este repentino discurso. ¿Me perdonan?
—No hay nada que perdonar —le dijo Carolyn.
—Son ustedes muy amables y benevolentes. Y si les he dado algo en lo que pensar, pues bien, entonces ni ustedes ni yo hemos perdido el día.