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En el rellano del undécimo piso me detuve lo suficiente para recuperar el aliento. Esto no me costó mucho, gracias tal vez a todas esas carreras de media hora que me echaba en Riverside Park. Si hubiera sabido que correr iba a ser tan ventajoso para mi carrera profesional, quizá hubiera empezado a hacerlo años antes.

(¿Cómo es posible que cuatro escaleras me llevaran del decimosexto piso al undécimo? No había decimotercero. Pero esto ya lo sabías, ¿verdad? Pues claro que sí).

La puerta de incendios estaba cerrada por la parte de las escaleras. Otra medida de seguridad. Los inquilinos (y cualquier otra persona) podían bajar y salir del edificio en caso de incendio o avería de ascensor, pero sólo podían salir de las escaleras desde el vestíbulo de entrada al edificio. No podían salir desde otro piso.

Bueno, todo eso estaba muy bien en teoría, pero una tira de acero flexible de una pulgada de ancho hizo su trabajo en un abrir y cerrar de ojos. Luego abrí la puerta lentamente y me aseguré de que no había moros en la costa (o al menos en el vestíbulo).

Atravesé el vestíbulo y me dirigí al 11 B. No se veía ninguna luz por debajo de la puerta, y cuando apreté el oído contra esta, no oí nada, ni siquiera el rugido de las olas al romper. No esperaba oír nada, ya que había llamado al 11 B y el teléfono había sonado doce o veinte veces. Pero robar casas es algo arriesgado incluso cuando uno no corre riesgos. Había un timbre, un botón plano nacarado instalado a la misma altura que la jamba. Lo pulsé y oí el timbrazo en el interior. También había una aldaba, un modelo art nouveau en forma de cobra enroscada, pero no quería hacer ruido en el vestíbulo. En realidad no quería pasar un segundo más de lo necesario en aquel vestíbulo, por lo que, me incliné y puse manos a la obra.

En primer lugar estaba la alarma antirrobo. Seguramente pensarás que no era necesario tener una alarma en el Carlomagno, pero es probable que no tengas la casa llena de objets d’art y una colección de sellos semejante a la del rey Faruk. Si los ladrones no corren riesgos innecesarios, ¿por qué habrían de hacerlo sus víctimas?

Estaba claro que había una alarma antirrobo porque había un ojo de cerradura para ella, abierto en la puerta a la altura del hombro aproximadamente y provisto de un cilindro niquelado que mediría de diámetro las cinco octavas partes de una pulgada. Lo que el hombre ha cerrado, el hombre puede abrirlo. Eso es precisamente lo que hice. Tenía en la anilla una llavecita muy práctica de fabricación casera que entra en la mayoría de las cerraduras de esa clase y que, a poco que uno la lime y hurgue con ella, puede conseguir que las gachetas cedan y… Pero no te apetece que te cuente este rollo técnico, ¿verdad? Ya decía yo.

Giré la llave en la cerradura con la esperanza de que no tuviera que hacer nada más. Los sistemas de alarma son mecanismos muy ingeniosos con una infinidad de dispositivos de seguridad incorporados. Algunos se disparan, por ejemplo, si cortas la corriente de la casa. Otros se inquietan si giras la llave de alguna manera que no sea la prescrita. Este parecía dócil, pero ¿y si era una de esas alarmas silenciosas que suenan desapaciblemente en la planta baja del edificio o en las oficinas de alguna compañía de seguridad?

Bueno, qué remedio. La otra cerradura, la que mantenía la puerta cerrada, era una Poulard. Según la publicidad del fabricante, nadie ha conseguido jamás forzar una cerradura Poulard y salirse con la suya. Podría ir a su despacho y rebatir esa afirmación, pero ¿qué conseguiría con ello? El mecanismo de la cerradura es bueno, concedámoslo, y la llave es un modelo muy elaborado que resulta imposible de duplicar. Sin embargo, yo suelo tener más dificultades con la típica Rabson. Una de dos: o conseguí abrir la Poulard o me estiré y estreché hasta el punto de poder deslizarme por el ojo de la cerradura, ya que en menos de tres minutos ya me encontraba dentro del piso.

Cerré la puerta y la iluminé con mi linterna de bolsillo. Si había cometido algún error grave con la alarma antirrobo y esta era de las que suenan en las oficinas de una compañía de seguridad, disponía de tiempo suficiente para irme antes de que llegaran. Así pues, examiné el cilindro para ver cómo estaba conectado y si algo tenía mal aspecto. Tras unos segundos frunciendo el ceño y rascándome la cabeza, solté una risilla.

Y es que no había ningún sistema de alarma. Lo único que había era un cilindro niquelado, unido a absolutamente nada, instalado en la puerta como un talismán. ¿Has visto esas pegatinas que tienen las ventanas de los coches para advertirte que el vehículo dispone de un sistema de alarma? La gente compra pegatinas por un dólar con la esperanza de que mantendrán a los ladrones a raya, y puede que así sea. ¿Has visto esos carteles que hay en algunas casas? «Cuidado con el perro», advierten, y luego resulta que no tienen perro. Un cartel es más barato que las vacunas para la rabia y la comida, y además no tienes que sacar a pasear al perro dos veces al día. ¿Qué sentido tiene instalar una alarma antirrobo que cuesta mil dólares cuando uno puede pagar dos dólares, poner un cilindro y estar igual de protegido? ¿Qué motivo hay para tener un sistema de seguridad que vas a olvidarte de conectar la mitad de las veces y de desconectar la otra mitad cuando la apariencia de una alarma es exactamente igual de eficaz?

Mi corazón se llenó de admiración hacia John Charles Appling. Iba ser un placer hacer negocios con él.

Estaba prácticamente seguro de que no se encontraba en casa. Había ido a Greenbrier, en White Sulphur Springs, una localidad de Virginia Occidental, a jugar a golf, tomar el sol y asistir a una convención desgravable de los Amigos del Pavo Salvaje Americano, una panda de conservacionistas dedicados a mejorar las condiciones de la naturaleza con el objeto de crear un hábitat más favorable para las aves en cuestión, de suerte que aumente su número hasta el punto de que en otoño los Amigos puedan ir rápidamente al bosque con una escopeta y el reclamo para pavo en el remolque y matar al objeto de su afecto. Al fin y al cabo, ¿para qué están los amigos?

Cerré la puerta con llave, por si acaso, y saqué los guantes de goma de la cartera. Me los puse y dediqué unos segundos a limpiar las superficies que pudiera haber tocado mientras examinaba el cilindro de alarma falso. Todavía me quedaba la parte exterior de la puerta, pero ya me ocuparía de borrar esas huellas cuando saliera. Luego dediqué unos segundos más a apoyarme contra la puerta, dejar que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad y, reconozcámoslo, disfrutar de la sensación.

Y es que menuda sensación era. En una ocasión leí que una mujer pasaba todos los momentos libres que tenía en Coney Island, montándose en la montaña rusa una y otra vez. Evidentemente sentía el mismo estremecimiento con aquel curioso pasatiempo que yo cada vez que entro en la residencia de otra persona. Esa sensación como de batería cargada, de fuego en la sangre, la impresión de tener todas y cada una de las células vivas… La he tenido desde la primera vez que entré en la casa de un vecino, cuando apenas era un adolescente, y todos los años que han pasado desde entonces, todos los delitos y todos los castigos no la han enfriado o disminuido lo más mínimo. Es el mismo estremecimiento de siempre.

No estoy fanfarroneando. Al igual que un trabajador, me enorgullezco de la habilidad que tengo, pero no de las fuerzas que me impulsan a servirme de ella como lo hago. Que Dios me ayude, pero soy un ladrón nato, el ansia de robar surge en lo más profundo de mi ser. ¿Cómo van a rehabilitarme? ¿Puedes enseñar a un pez a dejar de nadar? ¿Puedes hacer que un pájaro renuncie a volar?

Para cuando me hube acostumbrado a la oscuridad, la emoción del allanamiento de morada había disminuido hasta convertirse en una sensación de bienestar profunda pero no tan intensa. Linterna en mano, di una rápida vuelta por el piso. Incluso si Appling y su esposa estaban aislados con el resto de los pavos, siempre existía el riesgo de que en una de sus habitaciones se encontrara algún familiar, amigo o sirviente durmiendo tranquilamente, encogiéndose de terror o haciendo una discreta llamada a la comisaría del distrito. Entré y salí rápidamente de todas las habitaciones y no encontré nada vivo excepto las plantas de interior. Luego regresé al salón y encendí una lámpara.

Tenía mucho donde elegir. La aldaba en forma de cobra era la primera pero ni mucho menos la última pieza de art nouveau que hallé, y el salón estaba adornado con suficientes lámparas de Tiffany para causar un corte de electricidad. Lámparas grandes, pequeñas, de mesa, de pie… Era imposible que una persona deseara tener tanta luz. Pero la manía coleccionista es por definición irracional y excesiva. Appling tenía miles y miles de sellos de correos, y ¿cuántas cartas crees que mandaba?

Las lámparas de Tiffany valen una fortuna hoy en día. Reconocí algunas, como la Libélula y la Glicinia. Uno puede comprarse una bonita casa en las afueras con lo que podrían llegar a pagar por un par de ellas en Parke-Bernet. También puedes ganarte una temporada en la prisión de Dannemora si intentas salir del Carlomagno cargado de lámparas de cristal emplomado. Di una vuelta para verlas de cerca (aquel lugar era prácticamente un museo), pero las dejé, tanto a ellas como a las demás baratijas y garambainas, tal como las había encontrado.

Los Appling tenían al parecer dormitorios separados. Encontré joyas en el de ella, en un magnífico joyero de carey que había en el cajón superior de su tocador. La caja estaba cerrada con llave y la llave estaba allí mismo, a su lado, en el cajón. Hay gente que es la monda. Abrí el joyero con su llavecita; habría podido abrirla casi con la misma rapidez sin ella… pero ¿qué sentido tiene alardear si no hay nadie cerca para ponerse a lanzar exclamaciones de admiración? Iba a dejar las joyas en su sitio, pese a que eran realmente preciosas, pero vi un par de pendientes de rubí que me pareció irresistible y me lo metí en el bolsillo. ¿Echaría de menos la señora Appling un par de pendientes en un joyero repleto de joyas? Y, si así era, ¿no pensaría que lo había extraviado? Al fin y al cabo, ¿qué clase de ladrón se llevaría un par de pendientes y dejaría todo lo demás?

Uno cauteloso. Un ladrón de cuya presencia en el Carlomagno aquella noche iba a quedar constancia y que por tanto tenía que evitar robar cualquier cosa que fuera a brillar por su ausencia. Al final me llevé los pendientes de rubí (mi profesión no puede estar ciento por ciento exenta de riesgos al fin y al cabo); en cambio, el fajo de billetes de cincuenta y cien dólares que me encontré en el cajón de la cómoda de J. C. Appling lo dejé donde estaba.

Aunque me supuso un gran esfuerzo, lo reconozco. No era una fortuna, dos mil ochocientos dólares aproximadamente, pero el dinero es el dinero y, cuando es en efectivo, son palabras mayores. Cuando robas cosas, tienes que venderlas a un perista, pero cuando se trata de dinero en metálico, simplemente te lo quedas y lo gastas cuando te apetece. El problema era que Appling podía darse cuenta de que había desaparecido. En realidad podía ser lo primero que fuera a ver en cuanto regresara a casa, y si había desaparecido, sabría de inmediato que no lo había extraviado, que no se había marchado de allí espontáneamente.

Pensé en coger un par de billetes, imaginando que no los echaría de menos, pero ¿qué cantidad era prudente llevarse? Resulta más complicado hacer distinciones tan sutiles como esa que justificar la tenencia del dinero. Era más fácil dejar el dinero donde estaba.

En el estudio encontré el tesoro que buscaba.

Había una biblioteca, aunque nada comparada con la de Onderdonk. Algunos libros de consulta, un estante lleno de catálogos de sellos, unos cuantos libros sobre armas y una serie barata de reediciones de las novelas de Zane Grey. Material para la mesa de ofertas de Barnegat Books: uno por cuarenta centavos, tres por un dólar.

Una vitrina de la pared contenía dos escopetas y un rifle con las culatas primorosamente labradas y los cañones relucientes de amenaza. Supongo que eran para cazar pavos, pero en caso de necesidad valdrían para cazar ladrones, y a mí no me gustaba su aspecto.

Detrás del escritorio colgaba una lámina de Audubon de un pavo salvaje americano enmarcada en un marco envejecido. El pavo de verdad, disecado, colocado sobre un soporte y con solo cierto aire de desamparo, montaba guardia sobre la librería. Supongo que su amigo J. C. lo había cazado. En primer lugar habría tocado uno de esos extraños reclamos de madera que tenía allí expuestos y luego habría disparado la escopeta, de resultas de lo cual la criatura había alcanzado una especie de inmortalidad taxidérmica. Bueno, qué remedio. La gente que entra ilegalmente en casas ajenas no debería lanzar la primera piedra. O calumnias o lo que sea.

De todos modos, los pavos, las escopetas y los libros no hacían al caso. Sobre el fondo del gran escritorio y debajo del pavo de Audubon se alineaba una docena de volúmenes de color verde oscuro de treinta y pico centímetros de alto y cinco de ancho. Eran álbumes de sellos Scott Specialty, y eran justo lo que el ladrón había venido a buscar. Asia británica, África británica, Europa británica, Norteamérica británica y Oceanía británica; Francia y colonias francesas; Alemania, estados alemanes y colonias alemanas; Benelux; América Central y América de Sur; Escandinavia; y, en un álbum que no iba a juego con sus compañeros, Estados Unidos.

Fui de álbum en álbum. Los sellos de Appling no estaban sujetos a las hojas con fijasellos sino metidos en pequeñas fundas de plástico individuales concebidas para ese fin. (Pegar un sello nuevo es tan insensato desde el punto de vista económico como deshacerse de la sobrecubierta de un libro). Habría podido quitar las fundas de plástico, pero era más rápido, sencillo y discreto arrancar hojas enteras de las carpetas de anillas, y eso fue lo que hice.

Sé un poco de sellos. Hay mucho que no sé, pero puedo hojear un álbum y elegir bien en ese mismo momento qué conviene llevarse y qué no. En el álbum del Benelux, por ejemplo (es decir, el de Bélgica, Holanda y Luxemburgo, junto con las colonias holandesas y belgas), me limpié todas las emisiones de sellos de beneficencia (todas enteras, nuevas y fáciles de vender) y la mayoría de los buenos clásicos de siglo XIX. Dejé los artículos más especializados: paquetes postales, franqueos insuficientes y cosas por el estilo. En cuanto a los álbumes del Imperio británico, arramblé con las emisiones de la reina Victoria, Eduardo VII y Jorge V. No me llevé muchas hojas de los álbumes latinoamericanos, ya que no conocía tan bien el material.

Para cuando terminé, mi cartera estaba repleta de hojas de álbum y los álbumes de los que habían salido, de nuevo ordenados sobre la superficie del escritorio sin que se notase la merma de su contenido. No creo que cogiera más de una hoja de cada veinte, pero eran las que merecía la pena llevarse. Estoy seguro de que se me pasó por alto alguna que otra rareza de valor incalculable y también de que mezclé lo malo con lo bueno, de la misma manera que lo hago en la vida misma, pero tengo la sensación de que, en conjunto, hice un trabajo de primera como aventador.

No tenía ni idea de lo que podía valer el lote. En una de las hojas de Estados Unidos se encontraba el correo aéreo de veinticuatro centavos al revés, un sello a dos colores con un avión que aparecía invertido, y aunque ahora no me acuerdo de la cantidad a la que se vendió en la última subasta, sé que era una cifra de cuatro ceros elevada. No obstante había que vendérselo a un perista, es decir, una persona que era consciente de que estaba comprando objetos robados y que por consiguiente esperaba una ganga. En comparación, el resto del material era en su mayoría bastante anónimo, y sacaría por él un porcentaje más alto de su precio normal en el mercado.

¿Cuánto tenía en mi cartera entonces? ¿Cien mil? Cabía la posibilidad. ¿Y cuánto podía sacarme en limpio por ello? ¿Treinta o treinta y cinco mil dólares?

Era una cantidad bastante aproximada. Pero no era más que una estimación, y podía equivocarme tanto por exceso como por defecto. En un plazo de veinticuatro horas sabría mucho más al respecto. Para entonces todos los sellos estarían separados de sus hojas y fuera de sus fundas, ordenados por grupos y metidos en pequeños sobres de papel glaseado, y yo habría consultado sus precios en el catálogo Scott del último año, que era el ejemplar más reciente que me había llegado a la librería. (Podía comprármelo nuevo, pero, no sé por qué, se me hacía cuesta arriba). Luego las hojas y las fundas de Appling irían a parar al incinerador junto con cualquier sello que tuviera marcas que permitieran identificarlo de forma precisa. Un día después, mi único vínculo con la colección de John Charles Appling sería una caja de sellos metidos en sobres de papel glaseado, todos completamente anónimos. Luego, en cierto momento, sin duda no más de una semana después, los sellos tendrían nuevos dueños y yo tendría dinero en su lugar.

Y podrían pasar meses hasta que Appling se enterara de que habían desaparecido. Era probable que detectara su ausencia la primera vez que cogiera un álbum y lo hojeara, pero esto no era en absoluto algo seguro. Me había llevado una quinta parte de las hojas, si no en valor, al menos en volumen, por lo que cabía la posibilidad de que él cogiera un álbum, lo abriera por una hoja cualquiera, añadiera un sello y no se diera cuenta de que faltaban otras hojas.

No tenía importancia realmente. No iba a darse cuenta en el mismo momento en que llegara a casa, y cuando por fin se diese cuenta, no sabría cuándo se había cometido el robo. Podría haber ocurrido tanto antes como después de la excursión a Greenbrier. Su compañía de seguros le pagaría, o no, y saldría ganando, perdiendo o exactamente con la misma cantidad. Pero ¿a quién le importaba eso? A mí no. Un montón de trozos de papel coloreado habrían cambiado de dueño al igual que un montón de trozos de color verde, y nadie iba a dejar de comer a causa de mis actividades nocturnas.

Que conste que no estoy haciendo una defensa de la moralidad de mi comportamiento. Robar es moralmente censurable y soy consciente de ello. Pero no había robado los peniques de los ojos de un muerto, ni el pan de la boca de un niño, ni objetos con un gran valor sentimental. El problema es que me encantan los coleccionistas. Puedo desvalijar sus propiedades sin sentirme apenas culpable.

El Estado, en cambio, tiene un modo más severo de enfocar las cosas. No establece ninguna distinción entre birlarle los sellos a un filatelista y sisarle a una viuda el dinero del alquiler. Por buenas que sean las razones que se me ocurran para justificar mi ocupación, sigo teniendo que hacer todo lo posible para permanecer fuera de la cárcel.

Esto, en el caso que nos ocupa, significaba que tenía que largarme de allí a toda prisa. Apagué las luces (también había una lámpara de Tiffany en el estudio, quién lo iba a decir) y me dirigí a la puerta principal. Mi estómago soltó un rugido por el camino, y se me ocurrió mirar en el frigorífico y prepararme un sándwich, pensando que antes echarían de menos una fortuna en sellos raros que un poco de comida. Pero Sing Sing y Attica están repletas de tipos que se detuvieron a comer un sándwich; y además, si conseguía salir de allí podría comprarme un restaurante entero.

Miré por el ojo de la cerradura y no vi a nadie en el vestíbulo. Apoyé el oído contra la puerta y tampoco oí a nadie en el vestíbulo. Quité el cerrojo, abrí la puerta lentamente, no vi a nadie y salí. Volví a forzar la cerradura Poulard, cerrándola esta vez para no herirle los sentimientos al fabricante. En lugar de conectar de nuevo el falso cilindro de la alarma antirrobos, le guiñé el ojo y me puse en camino, deteniéndome únicamente para borrar las huellas que pudiera haber dejado en la parte exterior de la puerta. Luego, cartera en mano, fui a la puerta de incendios, la abrí, pasé por ella y, mientras se cerraba lentamente a mi espalda, solté todo el aire que había estado conteniendo.

Subí un piso, me detuve lo suficiente para quitarme los guantes de goma y metérmelos en el bolsillo de la chaqueta (no quería abrir la cartera y arriesgarme a sembrar aquel jodido lugar de sellos), subí tres pisos más, abrí la cerradura de la puerta de incendios, entré en el vestíbulo y llamé el ascensor. Mientras subía desde la planta baja, consulté mi reloj.

La una menos veinticinco. Eran casi las once y media cuando había dado las buenas noches a Onderdonk, de manera que había pasado aproximadamente una hora en el piso de Appling. Debí habérmelas arreglado para terminar en media hora. Sin embargo, no hubiera podido regatear muchos minutos al tiempo que había pasado examinando los álbumes; quizá hubiera podido evitar entrar en los dormitorios, y no debería haber prestado tanta atención a las lámparas de Tiffany, pero ¿qué es eso que dicen sobre la gente que trabaja demasiado y no se divierte nada? Había salido sano y salvo y eso era lo que contaba.

De todos modos era una lástima que no me hubiera marchado antes de la medianoche, que es cuando en general cambia el turno en los edificios de viviendas. Ahora me vería otro ascensorista, otro conserje y otro portero. En caso contrario me habrían visto los mismos dos veces. ¿Qué era más arriesgado? En realidad daba igual, puesto que ya había dado mi nombre y…

El ascensor llegó. Entré y me volví hacia la puerta cerrada de Onderdonk.

—Buenas noches —dije—. Le haré esos cálculos lo antes posible.

La puerta se cerró y el ascensor descendió. Me apoyé contra los paneles de madera y crucé las piernas a la altura del tobillo.

—Qué día más largo he tenido —dije.

—Para mí acaba de empezar —respondió el ascensorista.

Traté de olvidarme de la cámara que tenía encima de la cabeza. Era como tratar de olvidarse de que tienes el pie izquierdo dentro de un cubo lleno de agua helada. No podía mirarla, pero tampoco podía contener las ganas de mirarla, por lo que me dediqué a bostezar aparatosamente. En realidad llegamos abajo con bastante rapidez, aunque a mí no me lo pareció en absoluto.

Saludé al conserje con una vigorosa inclinación de la cabeza. El portero me abrió la puerta y luego salió apresuradamente a la acera para llamar a un taxi. Apareció uno casi de inmediato. Di un dólar al portero y dije al taxista que me llevara a la esquina de Madison con la Setenta y dos. Le pagué, recorrí una manzana en dirección oeste, llegué a la Quinta Avenida y cogí otro taxi para volver a mi casa. Durante el camino apoyé la cartera sobre las rodillas y reviví parte de la hora pasada en el piso 11 B del Carlomagno: el momento en que la cerradura Poulard, hurgada y manoseada hasta límites insoportables, había soltado sus gachetas y se había rendido; el hallazgo del sello de correo aéreo al revés, solo en su hoja, como si hubiera estado esperándome desde el día en que se había cometido el error de imprenta que lo caracterizaba…

Di un dólar de propina al taxista. El portero de mi casa, un joven de ojos vidriosos que trabajaba en el turno de doce a ocho sumido permanentemente en los efluvios del moscatel, no corrió a abrirme la puerta del taxi. Supongo que me hubiera abierto la puerta del vestíbulo, pero no tenía por qué hacerlo, puesto que estaba abierta con una cuña. Permaneció sentado en su taburete, y me saludó con una taimada sonrisa de conspirador. Me pregunto qué secreto se creería que compartíamos.

Una vez arriba, metí torpemente la llave en la cerradura de mi piso y abrí la puerta, para variar. La luz estaba encendida. Qué amables han sido al dejar la luz encendida para el ladrón, pensé. Un momento, pensé luego. ¿A qué venía eso de «han sido»? En todo caso había sido yo quien había dejado la luz encendida, si no fuera porque no lo había hecho. Nunca lo hacía.

¿Qué estaba ocurriendo?

Di un paso al frente y luego, cautelosamente, otro hacia atrás, como si estuviera tratando de cogerle el ritmo a un nuevo baile. Avancé nuevamente, me volví hacia el sofá y parpadeé. Como si fuera un búho bizco, Carolyn Kaiser me respondió con otro parpadeo.

—Por Dios —exclamó—, ya iba siendo hora. ¿Dónde demonios has estado?

Cerré la puerta y eché el cerrojo.

—Has forzado mi cerradura Rabson —dije—. No creía que supieras hacer algo así.

—No lo sé hacer.

—No irás a decirme que el portero te dejó entrar. No le está permitido hacerlo, y además no tiene la llave.

—Soy yo quien tiene la llave de tu piso, Bern. Tú mismo me la diste. ¿No te acuerdas?

—Ah sí, es verdad.

—Metí la llave en la cerradura y la giré, y te puedo asegurar que el cacharro se abrió enseguida. Deberías probar a hacerlo tú alguna vez. Funciona como por ensalmo.

—Carolyn…

—¿Tienes algo para beber? Ya sé que lo educado es esperar a que te lo pregunten, pero se me ha acabado la paciencia.

—Hay dos botellines de cerveza en el frigorífico —respondí—. Uno me lo voy a beber con el sándwich que voy a prepararme ahora mismo, pero puedes beberte el otro.

—Cerveza negra mejicana, ¿verdad? Dos Equis.

—Exacto.

—Han volado. ¿Qué más tienes?

Pensé por un momento.

—Queda un poco de whisky escocés.

—¿Uno sin mezclar? ¿Glen Islay o algo así?

—Ya lo has encontrado y también ha volado, ¿verdad?

—Me temo que sí.

—Entonces no queda nada —dije—. A menos que quieras darle al alcohol del botiquín. Creo que tiene una graduación de noventa grados.

—Los padres que me engendraron…

—Carolyn…

—¿Sabes qué? Creo que voy a volver a decir «la madre que me parió». Puede que sea discriminatorio, pero es mucho más satisfactorio que decir «los padres que me engendraron». Si vas por ahí diciendo «los padres que me engendraron», la gente no se da cuenta de que estás jurando.

—Carolyn, ¿qué estás haciendo aquí?

—Estoy muriéndome de sed, eso es lo que estoy haciendo.

—Estás borracha.

—¿No me digas, Bernie?

—Te has bebido dos cervezas y medio litro de whisky y has cogido una buena mierda.

Afirmó un codo sobre la rodilla, apoyó la cabeza encima de la palma de la mano y me miró fijamente.

—En primer lugar —dijo—, no era medio litro, sino un cuarto de litro. Esto equivale a tres copas en un buen bar y a dos copas en bar de primera. En segundo lugar, no está nada bien decirle a tu mejor amiga que ha cogido una mierda. Que se ha cogido una mona, pase. O una cogorza, una merluza, una tajada: todas estas expresiones son aceptables. Pero una mierda… No está nada bien decir eso a alguien a quien quieres. En tercer lugar…

—En tercer lugar, sigues borracha.

—En tercer lugar, estaba borracha antes de que me bebiera el alcohol que tenías aquí. —Sonrió triunfalmente y luego frunció el entrecejo—. En quinto lugar, estaba borracha cuando he regresado al lugar donde vivo; luego me he tomado una copa antes de venir al lugar donde vives, lo cual significa que estoy…

—Fuera de lugar —sugerí.

—No sé qué significa. —Meneó la mano en señal de impaciencia—. Eso no es lo que importa.

—¿Ah no?

—No.

—¿Qué es lo que importa, pues?

Miró en torno furtivamente.

—No puedo decírselo a nadie —respondió.

—¿Qué no puedes decirle a nadie?

—No hay micrófonos en este lugar, ¿verdad, Bernie?

—No. Aquí sólo hay las típicas cucarachas y lepismas. ¿Qué sucede, Carolyn?

—Pues que me han dejado compuesta y sin novio.

—¿Qué? ¿Cómo pueden haberte dejado sin novio, Carolyn, si tú eres…?

—Dios mío… Que me han gateado al rapto.

—¿El rapto? ¿Pero de qué estás hablando? ¿Cuánto has bebido antes de venir aquí?

—Pero bueno… —dijo levantando la voz—. ¿Te importaría escucharme, por favor? Se trata de Archie.

—¿Archie?

Hizo un gesto de asentimiento.

—Han raptado a Archie Goodwin.