Por supuesto no se fio de mi palabra. Me mandó al conserje y se quedó a mi lado por si le causaba algún problema a este caballero. El conserje llamó a Onderdonk por el interfono, confirmó que estaba esperándome y me mandó al ascensorista, que me condujo cincuenta metros más cerca del cielo. En el ascensor había una cámara. Procuré no mirarla y no aparentar que estaba evitando hacerlo; tuve la sensación de que mostraba la misma desenvoltura que una muchacha en su primera noche de camarera top-less. El ascensor era de lo más lujoso: decorado con paneles de palisandro y apliques de latón bruñido y suelo de moqueta burdeos. Familias enteras vivían en lugares menos cómodos que aquel ascensor, y aun así me alegré de salir de él.
Esto sucedió cuando llegamos a la decimosexta planta, donde el ascensorista me indicó una puerta y aguardó a que se abriera y me dejaran pasar. Se abrió sólo un par de centímetros, hasta que la cadenilla la detuvo, pero bastó para que Onderdonk me echara un vistazo y sonriera en señal de reconocimiento.
—Ah, señor Rhodenbarr —exclamó mientras manipulaba la cerradura—. Me alegro de que haya venido. —Y añadió—: Gracias, Eduardo. —Fue entonces cuando la puerta del ascensor se cerró y la caja descendió.
—Estoy torpe esta noche —dijo Onderdonk—. Ya está. —Soltó la cadenilla y abrió la puerta—. Pase, señor Rhodenbarr. Por aquí, por aquí. ¿Aún hace un tiempo tan agradable? Dígame qué quiere tomar. También tengo una cafetera preparada, si prefiere café.
—Sí, por favor.
—¿Leche y azúcar?
—Solo y sin azúcar.
—Encomiable.
Habría cumplido ya los sesenta años y tenía la tez curtida y el pelo gris acero con la raya cuidadosamente peinada hacia un lado. Era más bien bajo y de constitución frágil, algo que quizá intentaba compensar con su porte de militar, aunque también era posible que hubiese estado realmente en el ejército. No sé por qué, pero se me hacía difícil pensar que hubiera sido alguna vez portero o almirante ecuatoriano.
Tomamos el café en el salón, en una mesa con superficie de mármol. La alfombra era una Aubusson y los muebles en su mayoría estilo Luis XV. Los diversos cuadros que tenía, todos ellos abstractos del siglo XX con sencillos marcos de aluminio, hacían un llamativo contraste con los muebles de época. Uno de ellos, que mostraba formas ameboides azules y beige sobre un fondo crema, parecía obra de Hans Arp, mientras que el lienzo colgado sobre la chimenea estilo Adam era sin duda un Mondrian. No tengo muy buen ojo para los cuadros, y no siempre puedo distinguir entre Rembrandt y Hals o entre Picasso y Braque, pero Mondrian es Mondrian. Una cuadrícula negra, un fondo blanco, un par de cuadrados de colores primarios… aquel hombre tenía estilo, sin duda.
A ambos lados de la chimenea unas librerías cubrían las paredes del techo al suelo. Ellas eran la razón de mi presencia. Un par de días antes Gordon Kyle Onderdonk había entrado en Barnegat Books con la misma naturalidad que alguien que quisiera comprar Tambores en nuestra calle o vender Lepidópteros. Había estado hojeando libros durante un rato, había hecho dos o tres preguntas razonables, había comprado una novela de Louis Auchincloss y cuando ya se dirigía hacia la puerta se había detenido para preguntarme si tasaba bibliotecas.
—No estoy interesado en vender mis libros —dijo—. Al menos eso creo, aunque estoy considerando la posibilidad de trasladarme a la costa Oeste y supongo que si me fuera me desharía de ellos antes que enviarlos. Pero tengo cosas que he acumulado con el paso de los años, y quizá debería tener una póliza general para protegerlos en caso de incendio, y si alguna vez quiero venderlos, pues bien, he de saber si mi biblioteca vale unos cientos de dólares o unos miles, ¿no?
No he hecho muchas tasaciones, pero es un trabajo con el que disfruto. No se puede cobrar mucho por él, pero los ingresos por hora son mayores que los que obtengo por estar sentado tras el mostrador en la librería, y a veces la ocasión de tasar una biblioteca se convierte en una oportunidad para comprarla. «Bueno, vale mil dólares —puede decir un cliente—. ¿Cuánto me da por ella?». «No voy a pagar mil dólares, —puedo contestar yo—, así que dígame por cuánto está dispuesto a venderla…». Ah, el divertido juego del regateo.
Pasé la siguiente hora y media con mi bloc y mi bolígrafo, anotando cifras y sumándolas. Miré todos los libros que había en las estanterías de nogal que flanqueaban la chimenea y, en otra habitación, una especie de estudio, examiné el contenido de varias estanterías de caoba acristaladas.
La biblioteca tenía interés. Onderdonk no había coleccionado nada específico sino que simplemente había permitido que los libros fueran acumulándose en el transcurso de los años, deshaciéndose de los de poco valor de tanto en tanto. Había algunos volúmenes en cuero: un bonito Hawthorne, un Defoe, el inevitable Dickens… Tendría una docena de volúmenes de Limited Editions Club, que valen bastante, y varias docenas de ejemplares de Heritage Press, que se venden por sólo ocho o diez dólares pero es fácil desprenderse de ellos. Tenía algunas primeras ediciones de autores célebres: Evelyn Waugh, J. P. Marquand, John O’Hara, Wallace Stevens… Alguna cosa de Faulkner, algo de Hemingway, alguna obra de Sherwood Anderson de la primera época. Libros de historia bastante buenos, entre los que se encontraban la Francia de Guizot y los siete volúmenes de Ornan sobre la guerra de la Independencia. No tenía mucha ciencia. Ni tampoco Lepidópteros.
Se había gastado bastante dinero. Como muchas personas que no coleccionan, había prescindido de las sobrecubiertas de la mayoría de sus libros, quitándoles involuntariamente la mayor parte de su valor al hacerlo. Hay muchas primeras ediciones de libros modernos que valen, pongamos, cien dólares con la sobrecubierta y diez o quince sin ella. Onderdonk se quedó atónito al enterarse de esto. Como la mayoría de la gente.
Trajo más café mientras yo me dedicaba a sumar una columna de números. Bebí un trago de mi taza de café solo y seguí sumando cifras. La cantidad que me salió rebasaba los 5400 dólares. Se la leí.
—Creo que he sido prudente —añadí—. Lo he hecho aquí mismo, sin consultar ninguna referencia, y he tirado hacia abajo. Obtendrá una cantidad más ajustada si redondea y pone seis mil.
—¿Y qué representaría esa cantidad?
—El precio de venta. El valor normal de mercado.
—¿Y si usted deseara comprar los libros en su calidad de librero, suponiendo, claro está, que esta clase de material fuese algo que le interesara…?
—Me interesaría —reconocí—. Por esta clase de material abonaría un cincuenta por ciento.
—¿De modo que podría pagarme tres mil dólares?
Negué con la cabeza.
—Me basaría en la primera cantidad que le he dado —dije—. Le pagaría dos mil setecientos dólares. Aunque esto significa que yo correría con los gastos del transporte de los libros, por supuesto.
—Comprendo. —Bebió un poco de su café y cruzó sus delgadas piernas. Llevaba un pantalón de franela bien cortado y un batín de pata de gallo con botones de cuero. Los zapatos podían ser de piel de tiburón. Eran sin duda elegantes y hacían resaltar sus menudos pies.
—Ahora no me interesa vender —dijo—, pero si me traslado, lo cual es una posibilidad y no una probabilidad, tendré en cuenta su oferta, por supuesto.
—Los libros suben y bajan de valor. Dentro de unos meses o de un año el precio podría ser más elevado o más bajo.
—Lo comprendo. Si decido deshacerme de los libros, la consideración primordial será la conveniencia, no el precio. Sospecho que me resultará más sencillo aceptar su oferta que buscar un precio mejor en otra parte.
Miré por encima de su hombro al Mondrian y me pregunté cuánto valdría. Diez, veinte o treinta veces el valor de mercado de su biblioteca, poco más o menos. Y su piso costaba tres o cuatro veces lo que costaba el Mondrian, de manera que mil dólares de más o de menos por unos libros viejos probablemente no tendrían mucha importancia para él.
—Permítame darle las gracias —dijo, poniéndose en pie—. Ya me ha dicho cuánto eran sus honorarios. Doscientos dólares, ¿verdad?
—Eso es.
Sacó su cartera y de pronto vaciló.
—Espero que no le resulte inconveniente que le pague en efectivo.
—Eso nunca me resulta inconveniente.
Hay gente a la que no le gusta llevar encima dinero en efectivo. Puedo entenderlo. Vivimos en una época peligrosa. Contó cuatro billetes de cincuenta y me los dio. Yo saqué mi cartera y los coloqué en su interior.
—¿Le importa si llamo por teléfono?
—En absoluto —dijo, y me indicó que fuera al estudio. Marqué el número que había marcado con anterioridad y una vez más dejé que sonara doce veces. Sin embargo, cuando dio la cuarta señal aproximadamente, dije unas palabras al micrófono como si alguien hubiera respondido. No sé si Onderdonk podía oír mi voz, pero si vas a hacer algo más vale que lo hagas correctamente, y ¿qué sentido tiene llamar la atención sobre ti mismo sosteniendo junto al oído un auricular durante un lapso de tiempo extraordinariamente largo si nadie ha contestado a tu llamada?
Absorto en mi actuación, supongo que dejé que el teléfono sonara más de una docena de veces, pero ¿qué más daba? No respondió nadie, colgué y regresé al salón.
—Bueno, le agradezco que me haya llamado —le dije a Onderdonk al tiempo que metía el bloc en la cartera—. Si decide añadir una póliza general a su seguro y le piden la tasación, puedo dársela por escrito. Y puedo bajar o subir la cantidad para ese fin, como usted prefiera.
—Lo tendré en cuenta.
—Y si decide deshacerse de los libros, hágamelo saber.
—Descuide.
Me condujo hasta la puerta, me la abrió y salió conmigo al vestíbulo. El indicador mostraba que el ascensor se encontraba en la planta baja. Acerqué el dedo al botón, pero evité pulsarlo…
—No quiero entretenerle —le dije a Onderdonk.
—No es ninguna molestia —respondió—. Un momento… ¿no es ese mi teléfono? Creo que sí. Tengo que despedirme, señor Rhodenbarr.
Nos estrechamos la mano y él entró apresuradamente en su piso. La puerta se cerró. Conté hasta diez, crucé a toda velocidad el vestíbulo, abrí la puerta de incendios y bajé precipitadamente cuatro pisos por las escaleras.