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Ahí estaba ella. Se había sentado justo en el portal, con el libro de tapas verdes entre las manos. El sol se rompía en mil pedazos al chocar contra los árboles que decoraban las aceras de la ciudad y le robaba al cabello de Abril un sutil reflejo rojizo que lo transportó a una época demasiado lejana. La chica levantó la vista hacia el cielo, sin saber que él la observaba desde la puerta de la farmacia de la esquina. Aunque se hubiera modernizado y cambiado de nombre, seguía siendo la misma en la que había comprado las medicinas para Marina en agosto de 1914.

Un cosquilleo recorrió la palma de su mano al acariciar el libro sobre el niño que no quería crecer; por un momento, se vio a sí misma en aquel punto exacto, con el rostro surcado de lágrimas. Aquel había sido su refugio durante mucho tiempo, hasta que el dolor se había mitigado y había vuelto a reunir el valor para alejarse de aquella ciudad que no tenía nada que ofrecerle. Fue en otra vida, pero el recuerdo del dolor que había sentido entonces seguía tan vivo en ella que logró arrancarle una lágrima, que cayó libre sobre el libro abierto.

—¿Por qué lloras? —susurró él, que había corrido a su lado al darse cuenta de su sufrimiento. Por primera vez no había dudado. Ella lo necesitaba a su lado, y el hecho de que estuviera ahí, leyendo ese libro, significaba que quería que se acercara.

Abril levantó la vista. Allí estaban esos ojos tranquilos y esos labios finos que tanto habían dicho y tanto habían callado. El mundo se detuvo entre ellos. La gente ya no hablaba y las palomas ya no buscaban migas entre las ranuras de las baldosas. Se puso de pie. Su cabello ondeaba al viento y su boca escondía una sonrisa que luchaba por escaparse. Sostenía el libro contra su pecho, como si fuera el más valioso de los tesoros.

Nunca la había visto tan hermosa. Sus recuerdos no le hacían justicia. Llevaba el pelo más corto y su piel tenía un tono más rosado, pero, por lo demás, era la misma que había conocido cien años atrás y que había recordado en sus sueños.

Leo dio un paso al frente, aún vacilante, sin conseguir apartar la mirada del camino que había trazado la lágrima en la mejilla de Abril antes de precipitarse sobre la novela. Esbozó una sonrisa escurridiza. Había tanto por decir que no sabía por dónde empezar. Quería decirle que la había echado de menos cada segundo en que había sido consciente de su existencia, que sentía haberse ido sin despedirse y haber roto las promesas que un día le había hecho, aunque no hubiera sido culpa suya. Deseaba decirle que estaba ahí para renovarlas, si estaba dispuesta a perdonarlo.

—No debiste marcharte —dijo ella.

No había en su voz tinte alguno de resentimiento ni de rencor. Era sólo el deseo de lo que debería haber sido. Él escondió un mohín de dolor y dio un nuevo paso adelante.

—No debiste dejarme marchar.

Abril se dejó atrapar por esos ojos que se iban acercando. Sentía el aroma de Víctor cada vez más cerca, embriagándola con su fragancia añeja. Leo la observaba sin pestañear, sin atreverse a recorrer los escasos centímetros que los separaban. Abril separó los labios para susurrar:

—¿Mientras la luna siga colgada ahí arriba?

Leo sonrió, inclinando levemente la cabeza para sentir el cálido aliento de Abril sobre su piel. Llevaba esperando ese momento, sin ser consciente de ello, desde que un torpedo alemán lo hundiera en las profundidades del Atlántico.

—Nunca te devolví tu dedal.