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Tecleaba sin ser consciente de lo que escribía, dejando que la parte racional de su cerebro redactara el trabajo mientras ella vagaba entre unos recuerdos etéreos y asfixiantes.

La desesperanza no la había abandonado en toda la mañana. La desaparición de Víctor era lo más parecido a la muerte que había vivido en sus veinte años de vida y no podía imaginar un dolor más grande, si olvidaba la sensación desgarradora que la había atravesado cuando había leído aquella breve noticia en el periódico, algo que, por otra parte, no desaparecía ni un segundo de su mente.

Aunque no hubiera confirmación, sabía que Marina estaba en lo cierto. Hay cosas que simplemente se sienten.

Bajó la tapa del portátil, rendida, y hundió la cabeza entre sus brazos. Estaba agotada, a pesar de que en todo el día sólo había asistido a una clase. Por suerte, el profesor de la otra asignatura no se había presentado y había podido irse antes a casa, preparar la comida e ir a buscar a su hermano a la salida del colegio por la tarde. Hasta entonces, había logrado contener sus emociones.

Ahora, en la soledad de su habitación, esos sentimientos le oprimían el pecho.

Y sin embargo, había encontrado algo entre los pedazos de dolor y tristeza que estaban consumiéndola, algo que sobresalía incluso por encima del sufrimiento: serenidad. Por primera vez en muchas semanas tenía la sensación de que las aguas habían vuelto a su cauce, que todas las piezas de ese rompecabezas en el que se había convertido su vida encajaban por fin.

Víctor, de forma totalmente inconsciente, lo había comprendido antes que ella: el tiempo no tenía días suficientes para separarlos. Se dice que cuando la gente muere antes de tiempo y deja algo atrás, su espíritu no puede avanzar. Abril se había dado cuenta de que a veces lo que dejas atrás es tan fuerte que sólo con esperar no es suficiente. A veces el destino te debe una segunda oportunidad.

Aquella era la suya.

De algún modo, siempre lo había sabido, pero el miedo había enmascarado la verdad. A veces, escapar de lo desconocido es el camino más fácil, aunque termine siendo el más largo y sinuoso. Sabía que ella misma había elegido aquel aparente atajo y no quería seguir avanzando por él.

Quería volver a ver a Víctor, volver a escuchar su voz, a sentir sus murmullos y sus caricias rozando su piel.

Pero, al mismo tiempo, la aterraba hacerlo. Al fin y al cabo, habían pasado cien años desde la última vez. ¿Y si no eran los mismos? O quizás simplemente lo que hubo un día entre ellos se había extinguido y no era más que la ilusión creada por sus sueños.

Tal vez se estaban alimentando de un amor irreal. Como dijo Bob Dylan, el pasado es sólo un recuerdo; mañana nunca es lo que se supone que es. Pero no iba a saberlo si no se atrevía a zafarse de sus miedos e ir a por el futuro que la fortuna les había arrebatado.

—¡Abril! —gritó de repente Miguel desde el otro lado de la puerta mientras golpeaba la madera impetuosamente—. ¡Abril! ¡Ya he terminado los deberes! ¿Puedo jugar ya a la consola? Por favor, por favor, di que sí.

—Pregúntaselo a mamá —respondió ella cuando abrió la puerta y encontró a su hermano pequeño haciendo pucheros.

—Si tú le dices que puedo, me dejará —dijo él. Observó a su hermana durante unos segundos y le preguntó—: ¿Estás triste?

—Sólo cansada. —Intentó sonreír.

—¿Quieres jugar conmigo? —le propuso el niño—. Cuando yo estoy triste, juego a la consola. Es divertido, pero con dos mucho más. ¿Juegas conmigo? Por favor.

—Vamos a repasar tus deberes y luego jugamos. ¿Trato hecho?

—Vale. Pero no voy a dejarte ganar porque seas una chica, ¿eh? Mamá dice que eso está mal. Lo siento, pero tendré que ganarte.

Abril rio y cogió a Miguel en brazos para llevarlo hasta su habitación. Pasase lo que pasara, sabía que siempre tendría a ese pequeñajo junto a ella y esa certeza la hacía sentirse más real que nunca.

Durante semanas se había refugiado en la vida de Marina Segarra, bebiendo de recuerdos, alimentándose de unos sentimientos vaporosos. No se había atrevido a escuchar los latidos de su propio corazón, que la reclamaban de vuelta a su vida. No había querido aceptar que el sonido que oía en su pecho no reclamaba a Víctor, sino a Leo.

Reclamaba un presente y un futuro propios, sin miedos, dudas ni vacilaciones.