Veintitrés

Me despierto sobresaltada, empapada en sudor y con el corazón bombeando frenéticamente. Estoy sumida en la oscuridad de la noche. Creo que estaba teniendo una pesadilla, pero no logro recordar absolutamente nada. Intento desesperadamente volver a dormirme. Es en vano. Me quedo quieta en la cama, esperando la llegada del alba con la esperanza de que el malestar que me ha dejado la pesadilla se difumine.

Cuando el primer rayo de sol empieza a derramarse por la habitación, sé que hoy no será un buen día. La luz que va deshaciendo la oscuridad es pálida, demasiado débil para un amanecer de primavera. Me levanto de la cama únicamente para arrastrar los pies hasta el escaño de la cocina, donde me acurruco para dejar pasar el tiempo. Al menos aquí hay más luz, lo que me hace sentir menos vulnerable. Cojo el diario de ayer, dispuesta a leer hasta que sea una hora decente para despertar a las niñas, pero no paso de las tres primeras páginas. El texto está demasiado pegado, sin aire. Las letras se agolpan unas con otras creando una masa ininteligible. Los anuncios son seguramente lo más interesante del periódico. Lástima que no pueda comprar ninguno de esos productos. Cierro el periódico y clavo mi mirada en la fecha: 7 de mayo.

Hace ya tres semanas que recibí la última carta de Víctor. Aún no puedo creer que sea verdad. Cada mañana me levanto preguntándome si será hoy el día en que lo vea aparecer como si nada en el portal, y cada noche me acuesto deseando que el día siguiente sea distinto.

Poco a poco, la casa empieza a ponerse en marcha. Madre se levanta la primera. La obligo a sentarse mientras yo preparo el desayuno para el resto de la familia. No entiendo cómo padre puede permitirle que esté tanto rato de pie, sobre todo sabiendo cómo está su pierna. Ella asegura que apenas le duele, pero las muecas de dolor que pone de vez en cuando dicen todo lo contrario.

Al levantarse, Cisco despierta a las niñas, que aparecen en la cocina con caras de sueño. Como cada mañana, les hago compañía mientras desayunan y luego las ayudo a vestirse. Parece que durante este tiempo hemos establecido sin quererlo unos horarios bien definidos: padre aprovecha que estoy ocupada en la habitación para salir de su cuarto, engullir su desayuno y marcharse. A pesar del tiempo transcurrido desde que se fue Víctor, casi tres meses, su actitud sigue tan fría y distante como el primer día.

Tardo más de media hora en conseguir que las niñas estén listas. Como es habitual, soy la última en salir de casa. Cisco y padre se han ido a trabajar hace un rato y madre acaba de bajar a casa de los Altarriba.

Fuera, la turbiedad matutina que se colaba entre las rendijas de mi ventana se ha transformado en una llovizna primaveral. Amenaza con convertirse en un feroz chaparrón de un momento a otro, así que me doy prisa en llegar a la escuela, dejar a las niñas y volver a casa, tan solitaria como cada mañana. El tiempo me obliga a retrasar la colada hasta que deje de llover. Ahora mismo lo único que deseo es tumbarme en la cama y recuperar el sueño que he perdido esta noche. En lugar de eso, me dedico a hacer limpieza general: limpiar armarios y colchones, quitar el polvo y fregar el suelo. Hago las camas, quito las telarañas de las esquinas y dejo el lavabo reluciente. Cuando ya no sé qué hacer, preparo la comida. Es pronto, pero llega un momento en que la casa se me queda pequeña —lo que tampoco resulta demasiado difícil— y ya no sé qué hacer. Necesito moverme para mantener la mente ocupada.

Madre llega a la hora de comer con las niñas.

—¿Sigue lloviendo? —le pregunto, preocupada. Madre se ha empeñado en ir a buscar a las niñas a la escuela todos los días. Dice que tiene que andar un poco cada día, y esa es la excusa perfecta. Supongo que tiene razón, por lo que no le pongo ninguna pega. Sin embargo, en días como hoy temo que la lluvia le juegue una mala pasada. Las aceras pueden ser resbaladizas.

—No —responde, mientras reparte la comida en cuatro platos llanos.

—¿Cómo van las cosas por ahí abajo? —pregunto, en un intento por conversar.

Me mira de forma extraña. No es enfado, ni desprecio, ni ninguno de los sentimientos que he identificado en sus miradas hacia mí durante estos últimos tres meses. Es algo distinto, algo que no logro identificar.

—Bien.

Parece que hoy no tiene ganas de hablar, de modo que no la fuerzo. Después de comer, friego los platos y cojo el gran canasto de la colada. Vacío, por supuesto. Ahora toca hacer la ronda, recogiendo las prendas de los vecinos. Bajo por las escaleras haciendo equilibrios con el canasto. Es un juego que he ido desarrollando durante los últimos años. Coloco el canasto encima de mi cabeza y bajo las escaleras que van de mi casa a la portería intentando que no caiga. Sin tocarlo con las manos, por supuesto. Mi marca personal está en dos pisos enteros. Hoy, sin embargo, no puedo bajar más de cinco escalones sin que pierda el equilibrio.

Me detengo cuando estoy casi en el portal porque oigo voces. Cojo el canasto, lo coloco junto a mi cadera de forma digna y bajo los últimos peldaños. Al percibir mis pasos, las voces callan. La señora Emilia está hablando con el farmacéutico de la farmacia de la esquina. Los dos están girados hacia mí, observándome como lo hacía mi madre. Siento un escalofrío.

Algo no va bien. Me acerco a la portería. Al otro lado del cristal, la mujer me sonríe de forma inquietante. El labio superior le tiembla.

—¿Qué pasa, señora Emilia?

No es una buena idea hacerle una pregunta así a la portera. Corres el riesgo de recibir una respuesta de media hora explicándote las glorias y penas del vecino del tercero del portal 277.

—Nada. Estamos charlando.

¿Tres palabras? ¿Le formulo una pregunta que haría las delicias de cualquier portera y me responde con tres escuetas palabras? No me creo nada. La miro con recelo y veo que tiene las manos cruzadas sobre un diario. Eso es si cabe más extraño que su actitud. La señora Emilia nunca ha leído un diario como ese. Como mucho le echa una ojeada a los semanarios humorísticos, pero nada más. Nunca ha sido mujer de muchas lecturas. De hecho, incluso tengo mis dudas sobre que sepa leer. Al darse cuenta de que tengo los ojos clavados en el periódico, lo cierra apresuradamente y lo dobla. La Vanguardia. Es el tipo de diario que lee alguien como los Altarriba, no una portera chismosa.

Me vuelvo hacia el farmacéutico, que aparta la vista. Aunque no tengamos mucho trato, hemos hablado alguna que otra vez y me duele que se una al silencio de la señora Emilia.

—¿Qué pasa? —insisto. Estoy empezando a ponerme nerviosa. La señora Emilia nunca pierde la oportunidad de compartir un cotilleo.

Se limita a mirarme con una angustia poco contenida que segundo a segundo va penetrando en mi interior. No aguanto ni un instante más. Al ver que ninguno de los dos responde, le arrebato el periódico sin darle opción a reaccionar.

—Marina…

Creo que habla, pero yo no la oigo. Paso una página tras otra, deslizando los ojos por las cuatro columnas que forma cada página.

En la onceava página, leo algo que detiene mi corazón.

El «Lusitania» á pique[3]

La primera noticia

Londres, 7. Se ha recibido aquí un radio-telegrama que dice: «Se ha ido á pique el Lusitania á ocho millas hacia el sudoeste de Kinsale».

Por su parte, la «Compañía Cunard», á la que pertenece dicho buque, ha recibido el siguiente telegrama:

«El Lusitania se ha ido á pique á las 2 y 33 minutos de esta tarde, cerca de Kinsale, en las costas de Irlanda. No se tiene hasta ahora la menor noticia ni de los pasajeros ni de la tripulación ni del transatlántico. El Lusitania llevaba á bordo 1998 personas, que se descomponen como sigue: 290 pasajeros de primera clase, 662 de segunda, 361 de tercera y 665 tripulantes».

Más tarde se ha dicho que el Lusitania ha permanecido 20 minutos á flote y que en torno del transatlántico se han reunido hasta una veintena de embarcaciones, pero hasta ahora —once de la noche— no se ha recibido aquí ningún nuevo detalle de la catástrofe. —Havas.

París, 7. Comunican de Queenstown que el transatlántico Lusitania ha sido torpedeado y echado á pique delante de la costa irlandesa. —Havas.

Levanto la vista lentamente. Las manos me tiemblan, mi boca se ha secado y en mi mente sólo cabe una palabra: Lusitania. No puede ser. Suelto el diario y el canasto, que caen al suelo sin hacer apenas ruido. O al menos yo no lo oigo.

La señora Emilia me mira sin decir nada. Creo que por primera vez en su vida se ha quedado sin palabras. Y yo también, porque al abrir la boca no sale más que un estúpido balbuceo.

Quiero resistirme a creerlo, pero de repente siento como si dos piezas encajaran. O como si se separaran, de forma permanente e inalterable. El sentimiento de desasosiego que me ha asaltado durante toda la noche y parte del día por fin se calma, como si entender su razón de ser fuera suficiente para desaparecer.

En su lugar, aparece un fuerte dolor que me agarrota el pecho y me nubla la mente.