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Leer la carta de despedida de Víctor había resultado ser un golpe tan fuerte que ni siquiera se había planteado la posibilidad de que el libro fuera el escondrijo de más cartas. Mientras corría, hizo un nuevo esfuerzo para recordar lo que había leído en aquella última carta, pero era inútil. El recuerdo era demasiado tenue.

Había salido de casa con el pijama y un moño desgarbado recogiéndole el pelo. No era su mejor aspecto, pero, en una ciudad tan grande como aquella, tampoco era nada excepcional. El sol aún estaba saliendo cuando llamó al timbre de la casa de Héctor. No tardó en responder una voz adormilada.

—Soy Abril. Necesito el libro.

El día anterior, después de salir del edificio de la calle València, Héctor se había empeñado en guardar tanto el libro original como la traducción. Aunque le había dicho a Abril que sólo tenía curiosidad por echarle un vistazo a la novela con la que había empezado todo aquello, lo cierto era que temía que la chica se obsesionara con aquella antigüedad. Debía descansar la mente y no sería capaz de hacerlo mientras tuviera cerca un recuerdo de Víctor.

Al verla aparecer en el rellano, supo que el plan había sido completamente inútil. No se había molestado ni en vestirse para ir a verlo.

—Pasa —la invitó a entrar—. Habla bajo. Mi hermano aún está durmiendo. ¿Quieres un café?

Abril asintió y siguió a su amigo hasta la cocina. Le indicó que se sirviera mientras él iba a por la novela.

—Podrías pagarte lo que te queda de carrera si vendieras esto —le dijo Héctor cuando volvió—. Aunque no sé si sería muy ético. La señora Olga…

—Es mío. Víctor me lo dio a mí.

—Pero…

—El 27 de diciembre de 1914 —matiza con dureza—. Es mío.

La chica le arrebató el libro de las manos y, nerviosa, introdujo los dedos en la abertura de la tapa. De nuevo, la primera carta pertenecía a la despedida. La dejó encima de la mesa, lejos de su café con leche, y estiró todo cuanto pudo los dedos dentro de la tela. De pronto, palpó algo. El corazón dio un bote en su pecho. Seguían ahí.

Las sacó una a una, bajo la atenta mirada de Héctor, que no se atrevía a decir nada. Un total de cuatro cartas, todas del puño y letra de Víctor. Las ordenó por fecha y empezó a leerlas en voz baja para luego resumirle el contenido a su amigo, que se mantenía apartado, como si leer las misivas fuera una invasión de la intimidad forjada entre Abril y Víctor.

Las tres primeras no eran más que una puesta al día de las novedades de la vida de Nueva York. Demasiados compromisos sociales y demasiada nostalgia.

Por fin llegó la última, aquella que probablemente la tranquilizaría o la hundiría en la más cruel de las miserias. Si Marina era feliz, ella también lo sería. Al menos, eso se dijo.

—¿Has soñado con ellas? —preguntó Héctor con un hilo de voz.

Abril sonrió y negó con la cabeza.

—No con esta última. Aún.

Tomó aire y comenzó a leerla en voz alta.

15 de abril de 1915

Querida Marina:

¡Vuelvo a Barcelona! No sé cuándo te llegará esta carta, pero supongo que será antes de mi regreso. Mi padre ha anulado nuestro compromiso de forma definitiva. Eso dice él, claro. En realidad, Eulalia lo ha hecho esta mañana sin ningún testigo.

Como te dije, no podría soportar un marido que no la adore. No sé si era un intento desesperado de hacerme reaccionar, si buscaba herirme o si simplemente estaba informándome de la situación. Sea como sea, el caso es que Eulalia ha decidido que no va a casarse conmigo (una decisión unilateral, por supuesto). Me ha contado que ha conocido a alguien (previsible). Alguien rico, con buena planta y que besa el suelo que ella pisa, según Eulalia (aún más previsible). Ya le ha anunciado a su padre su voluntad de casarse con él y está encantado. ¡Un yerno norteamericano! Eso es mucho mejor que un pobre desgraciado con una fortuna que hace aguas.

A mi padre no le ha sentado muy bien. Una vergüenza, dice, es una vergüenza que hayamos venido hasta aquí para que humillen a su pobre hijo de esa manera. Pero no te preocupes por su salud: ha recobrado su buen humor cuando el señor Rubio le ha prometido que sus negocios en Nueva York siguen adelante. Al fin y al cabo, son amigos y supongo que se siente en deuda con él. No sé exactamente qué se traen entre manos (y la verdad es que me importa un pimiento más bien poco), pero al parecer mi padre aún no quiere dejar Nueva York. Lo que haga yo parece que ya no le importa. Sin la dote de Eulalia, creo que he perdido todo interés para él. Me esfuerzo por parecer desolado. ¡Por una vez soy yo el pobre desgraciado al que hay que compadecer! ¿No es maravilloso?

Soy libre. ¡Libre! He hablado con mi padre; está de acuerdo en que me vaya, aunque él se queda aquí tres o cuatro meses más. De todos modos, yo aquí soy sólo un estorbo y un gasto innecesario. Voy a coger un barco el 1 de mayo. Creo que se llama Lusitania. Me gusta el nombre, ¿a ti no? Claro que no soy demasiado objetivo: me gustaría aunque llevara el nombre del mismísimo Satán, siempre y cuando me devolviera a tu lado.

Tengo muchas ganas de volver a verte. Echo de menos tu sonrisa, tus ojos e incluso tus insultos y tus golpes.

No he recibido ninguna carta tuya, pero sé que no me has olvidado. Puedo sentirlo.

¿Piensas en mí tanto como yo en ti? Aunque fuera la mitad me sentiría el hombre más afortunado del mundo.

Nos vemos pronto. Llevaré tus dedales conmigo.

Te quiero, allende los mares.

Siempre tuyo,

Víctor

Abril se secó las lágrimas que lamían sus mejillas. No había sido consciente de que a mitad de la carta había empezado a llorar. La felicidad de Marina era siempre la suya, pero de algún modo no podía evitar sentirse apartada, como si ella no tuviera papel alguno en su historia. Sus sentimientos eran tardíos e inútiles. No había lugar para ella en 1915.

Debía ver a Leo. Necesitaba verlo, encontrar de nuevo en sus ojos lo que una vez habían vivido. Necesitaba a Víctor, fuera cual fuera su nombre.

Recordó los tres versos que Leo había escrito en su última carta.

I saw a girl in my dreams, and so it seems, that I will love her… —murmuró.

—¿Recitando a los Beatles? —preguntó Héctor, extrañado.

—¿La conoces?

—Por favor. Estás hablando con el hermano de un obsesionado de los Beatles. Me he pasado toda la vida escuchando su música desde la habitación de al lado. —Rio, y para demostrarlo le puso melodía a esa primera estrofa que Abril había cantado.

—¿Cómo sigue?

You, you are the girl in my dreams, and so it seems that I will love you… And I, I, I waited for your kiss, waited for the bliss, like dreamers do. And I, I, I… Oh, I’ll be there waiting for you. You came just one dream ago, and now I know that I will love you[2]

—Lo pillo —lo detuvo Abril, mareada. Tomó aliento para preguntar—: ¿Qué… qué opinas?

Héctor se encogió de hombros.

—Es una buena canción. Aunque, por lo que dicen, Paul McCartney llegó a asegurar que era pura basura.

Abril movió la cabeza de un lado hacia otro, contrariada.

—Leo escribió los tres primeros versos en la última carta. E insinuó que el lugar de la cita, delante del antiguo Cine Ideal, no era casualidad.

—¿Y lo era?

Abril logró esbozar una media sonrisa y le dio un largo sorbo a su taza de café.

—Claro que no. Quería saber si… No lo sé, si le estaba sucediendo lo mismo que a mí. Él había hecho algo parecido, creo. Yo quería aprovechar mi oportunidad también. Entonces… ¿Qué opinas de la canción?

—Que es toda una declaración de intenciones.