Se ha ido.
Si mi corazón albergaba alguna esperanza, la mirada de compasión que me echa la señora Emilia es suficiente para destruirla.
—Espera, niña. ¡Espera! —grita la portera cuando me ve pasar por delante del portal, donde se suponía que debía esperarme Cisco. Sale corriendo detrás de mí, taconeando, y me agarra del brazo para evitar que me escape. Me vuelvo para mirarla cara a cara. No estoy llorando, pero tengo los ojos anegados. Basta un suave golpecito para que se desborden—. Tu hermano me ha dicho que subas a buscar a las niñas mientras él hace no sé qué encargo. Ahora vuelve. —Espera unos segundos eternos y finalmente dice—: Lo siento, mi niña.
—Perdóneme, señora Emilia, si le digo que no la creo.
—Hija, yo te advertí —dice, apretándome el brazo con sus dedos huesudos—, pero no por eso me alegro. Lo único que he querido todo este tiempo es evitar esto. Dirás que no te lo advertí. Te lo dije, te lo repetí una y otra vez. El señorito es como todos los demás: caprichoso. Experto en zalamerías y en promesas vacías, pero a la hora de la verdad… Ya lo ves, niña. Rumbo a América. Y te deja aquí, con el corazón roto. Ni un adiós, ¿verdad? No respondas, ya me lo ha dicho la señora Elvira. Nada. Se ha ido con la otra y tú… al cajón de los recuerdos. Y eso con suerte, niña. Si ya te lo decía yo. Sólo traen desgracias.
Hay una razón por la que no me molesto en cortar a la portera: todo atisbo de enfado que podía sentir hacia Víctor desaparece con cada nueva palabra que escupe. Veo con claridad que tengo que cumplir la petición que me ha hecho. Confío en él y en su sinceridad, a pesar de todo. Un acto de cobardía no puede deshacer todas nuestras promesas. Ninguno de los dos lo merecemos.
—Tiene razón, señora Emilia —digo, únicamente para que deje que me marche.
—Pues claro, Marina. Haz caso a esta pobre vieja, que sabe de lo que habla. Eso de escaparos… ¡Pamplinas!
Por primera vez, consigue descolocarme.
—¿Cómo… cómo sabe usted…?
—Niña, nadie habla en este portal sin que la vieja Emilia lo oiga. Deberías saberlo —dice, sonriendo. Su rostro se contrae en una extraña mueca pícara. Recuerdo aquella noche y en cómo me aseguré, o creí hacerlo, de que nadie me escuchaba cuando le contaba a Cisco nuestros planes—. No te fustigues, niña. Incluso yo me lo creí. Puse una velita en la parroquia, pidiendo que fuera verdad, que te lo diga la señora Elvira, que fui con ella. Por eso no dije nada, claro. ¡Una portera bien sabe cuándo hablar y cuándo callar! Al final, claro, no era más que una mentira. Mi niña, debes de estar destrozada. Si se te ve en la carita, pobre criatura.
La mujer sigue parloteando acerca de lo mal que debo de estar. Decido no huir: que me diga todo lo que tenga que decirme ahora. En estos momentos, quizás por lo reciente de la noticia, me siento entera, capaz de hacer frente a cualquier ataque hacia mí o hacia Víctor. Tengo claras mis ideas y mis sentimientos. Prefiero soportar esta charla ahora que dentro de unos días, cuando la ausencia de Víctor empiece a hacer mella en mí.
Después de unos largos diez minutos, la portera decide liberarme bajo la promesa de que estaré bien y de que me olvidaré de Víctor. Asiento despreocupadamente, apretando la carta, escondida de nuevo bajo la chaqueta, contra mi pecho. La seguridad de mis pasos va disminuyendo a medida que me acerco al piso principal. Al ver la puerta, un torrente de imágenes me sacude y resquebraja mi entereza.
Inspiro profundamente, intentando recomponerme. Tengo que acostumbrarme. Esta puerta va a seguir aquí, escondiendo todos los recuerdos.
Los días pasan lentos, agónicos. Sobre todo al principio. Con la marcha de Víctor, las cosas vuelvan a la normalidad. A mis padres los alegra y los calma, por supuesto. A mí me deprime. Volver a la vida que tenía antes de que los Altarriba llegaran al edificio me hace sentir que estos últimos siete meses no han existido. El único lazo que me queda con Víctor son todos mis recuerdos, que cada noche repaso cuidadosamente. En las dos semanas que han pasado desde que Víctor se fuera con Eulalia, el padre de esta y el suyo —según me ha dicho madre, más para hurgar en la llaga que para informarme—, he visto a Clara y Gabriel paseando con Elvira alguna que otra vez. Por lo que me ha contado madre, ella los cuida dentro de casa y Elvira los lleva a pasear. La señora Altarriba lo decidió así, alegando que la cojera de mi madre no le permitiría seguir el ritmo de los pequeños y que Elvira no tenía tanto trabajo ahora que los dos hombres de la casa estaban fuera. Tiene razón, por supuesto, aunque yo sospecho que si no quiere contratar a una nueva niñera es porque, mientras su hijo no les asegure la dote de Eulalia, tienen que ser cuidadosos con el dinero. Sin que se note, por supuesto. Antes la muerte que la exclusión social.
Pero, si no fuera por esos pequeños detalles, creería que todo ha sido un sueño. Tanto padre como madre tratan de no hablar de la familia del piso principal, aunque a veces es inevitable, como cuando la señora Emilia viene a llamar a madre de parte de la señora Altarriba. En esas ocasiones, la portera me echa una mirada entre triste y compasiva. «Te lo advertí, niña», parece que diga. «Si me hubieras hecho caso, yo seguiría buscándote a ti y no a tu madre».
Los días transcurren entre la monotonía de tiempos pasados: cuidando de mis hermanas y yendo a hacer la colada de los vecinos. Y, a pesar de todo, nada es igual. O quizás yo no lo veo igual. He cambiado. Antes no tenía objetivos más allá de soportar una vida que no me gusta. Ahora, ruego cada día al cielo para que reciba una carta de Víctor diciendo que ha conseguido deshacerse de Eulalia y empiece con él una vida que pueda llamar realmente mía. Mientras tanto, y sólo por si acaso, voy ahorrando todo cuanto puedo. Pase lo que pase, voy a necesitar una cantidad mínima para poder reunirme con Víctor. Meto las propinas dentro de un sobre, que va engordando poco a poco, y lo escondo junto a los libros de Peter Pan que me regaló Víctor, en una caja de latón que oculto detrás del baldosín hueco de la pared de mi habitación. Son lo único que me queda de él, así que no puedo arriesgarme a que padre los encuentre. No creo que le haga mucha gracia encontrar un recordatorio físico de la relación que me ha costado el trabajo y, según madre, el honor.
Decidí esconderlos la misma tarde que Cisco me dio la carta de Víctor. Lo tomé como un ritual: proteger una parte de aquello que todo el mundo intentaba destruir. Era mi forma de decirle a Víctor, aunque no me oyera, que cumpliría mi promesa. Guardaré aquí todas las cartas que me envíe desde Nueva York.
Un martes de finales de marzo, Víctor cumple una de las muchas promesas que me hizo: me escribe. La carta me la trae la señora Emilia. Por lo que me dice, Cisco le hizo prometer que si el cartero traía alguna carta para mí, se encargaría de guardarla. Sin leerla, claro. No sé qué le ha dicho mi hermano, pero funciona, porque la portera me trae la carta diligentemente. No está abierta, y aunque no lleva remitente, no hace ninguna pregunta. Ni siquiera una advertencia.
Leo la carta, demasiado larga para lo poco que tiene que decir y demasiado corta para saciar mi sed de noticias de él. Está fechada el 22 de febrero. Ya se han instalado en Nueva York y, aunque no entiende del todo el idioma —según él, tienen mal acento—, está empezando a espabilarse. Los primeros días, el tío de Eulalia los llevó de fiesta en fiesta y reunión en reunión para introducirlos en la alta sociedad neoyorquina. Sin embargo, en los últimos días pasa más tiempo a solas que con su prometida. Su padre y el señor Rubio están demasiado ocupados con sus negocios para hacer caso a sus hijos. Al parecer, ahora que están convencidos de que van a ser familia («pobres inocentes», dice Víctor), han decidido estrechar lazos financieramente hablando. Por eso, el señor Altarriba ha querido acompañar a su hijo a Nueva York, aunque la versión oficial sea que quiere cuidar de él en esta nueva etapa. Ha pasado casi un mes desde que dejaron Barcelona y Eulalia ya empieza a estar distante. Víctor lo celebra, así que intento tomármelo como una buena noticia.
Creo que no lo consigo. Durante todo el día siento como si me persiguiera un nubarrón negro. Estoy de mal humor, irascible. Mando a freír espárragos a Rosalía cuando la encuentro a la salida de la lavandería. La dejo plantada con la boca abierta antes de que diga nada. Por la sonrisa escurridiza de su boca, sé que lo único que quiere es regodearse en mi desgracia. No tengo ganas de escucharla. ¿Para qué? Ya sé lo que piensa. Pobre Marina, ilusionada y engañada por un señorito de clase alta. Pobre Marina, inocente e ingenua, de verdad se creyó digna de todas las promesas que le hizo. Encima de fresca, tonta.
No es la única. Con el paso de los días, la historia se ha ido extendiendo. Aunque no lo digan, lo noto por la forma en que me miran.
Esta noche, cuando toda mi familia está durmiendo, me escabullo al portal. Me siento en uno de los últimos escalones, rodeada de oscuridad. El portal está cerrado, lo que significa que la señora Emilia ya se ha retirado. Apoyo la cabeza en la barandilla y cierro los ojos. Me gusta estar aquí. En el último mes he venido a menudo, sobre todo cuando la melancolía me invade. Alguien podría pensar que es masoquismo: en absoluto. Sentada aquí, tan cerca de la puerta de los Altarriba, esos sentimientos de desazón crecen y crecen hasta llenar por completo mi ser. Es doloroso, sí, pero llega un punto en que no puedo contener tantas emociones y estas se desbordan, dejando mi cuerpo vacío. Es un proceso liberador.
—Hola. —Cisco aparece de la nada, como siempre—. Sabía que te encontraría aquí.
Levanto la cabeza para mirarlo, sin molestarme en secarme las lágrimas.
—De acuerdo, es mentira —admite él en un intento de animarme—. Me ha parecido oír la puerta, y como todos estaban en sus camas menos tú, creía que… Bueno, no lo sé. Me he limitado a seguirte. ¿Estás bien?
Se sienta dos escalones por debajo de mí.
—Lo echo de menos.
—Me ha dicho la señora Emilia que has recibido una carta. ¿Era suya?
—Están en Nueva York. ¿Cómo has conseguido que esa mujer me dé la carta sin fisgonear?
—Uno tiene sus recursos —dice él misteriosamente—. ¿Se han casado ya?
Niego con la cabeza y me arrepiento de no haberle explicado el contenido de la carta que él mismo me entregó. Me habría ahorrado trabajo ahora.
—No, y no va a hacerlo. Va a volver.
—Marina… —dice en un tono de voz demasiado condescendiente. Las habladurías de la gente parecen haberlo contagiado—. ¿Crees que…?
—Cisco —lo corto. Él también no, por favor.
—Déjame terminar. ¿Crees que vale la pena?
—¿Qué?
—Esperarlo, mantenerte aferrada a lo que pasó. No puedes basar toda tu vida en una persona.
—Me prometió que volvería. Sé que para ti o para cualquier otra persona eso no significa nada. Sé lo que piensan madre, la señora Emilia y todos los demás. Pero no soy tonta ni ingenua. Confío en él, ¿de acuerdo? Lo mínimo que podrías hacer es confiar un poco en mí. Quiero salir de aquí, aspirar a algo mejor, y quiero que sea con él.
—¿Cómo sabes que no va a casarse con esa… esa…? No sé cómo se llama.
—Ya te lo he dicho. Confío en él.
—Marina, sabes que estoy de vuestra parte. Es un buen chico. Te pagó el médico y me sacó de la cárcel. Estoy en deuda con él. Pero con todo… La distancia y el tiempo son grandes enemigos. Puede olvidarte…
—No.
—… O puedes olvidarlo —sentencia.
—No. Hay cosas que no se olvidan y lo que siento por él es una de ellas. Estas cosas no desaparecen de un día para otro.
Es cierto. Llevamos un mes separados y mis recuerdos siguen tan vívidos como el primer día. Cisco sonríe en la oscuridad.
—Sólo quiero que seas fe…
—Era… soy feliz con él. —Termino su frase por él, recordando lo que dijo Víctor hace un tiempo. Que la felicidad nace de uno mismo y que nadie puede hacerte feliz si tú no te sientes así con esa persona. Víctor conseguía hacerme feliz, incluso cuando parecía que no había nada alegre dentro de mí. Me hacía sentir querida, pero, sobre todo, afortunada. Todos esos sentimientos siguen aquí, a flor de piel, y no voy a permitir que se marchiten. Sería como dejar que un árbol muera durante el invierno sólo porque es una época difícil.