—No entiendo cómo me has convencido para hacer esto —refunfuñó Héctor mientras se colocaba correctamente la corbata.
Mario se detuvo a su lado y dejó la pesada caja de cartón junto a la puerta. Se volvió hacia Abril para preguntarle si aquel era el portal. Por su expresión temblorosa, supo que habían llegado al lugar.
Abril dio un paso hacia el interior mientras sentía que su corazón se iba encogiendo. Era tal como lo recordaba. Un ascensor mucho más actual ocupaba el lugar donde antaño se había situado el ascensor modernista, y las baldosas del suelo habían sido sustituidas por un pavimento de color oscuro. A pesar de los cambios, y de que la puerta de servicio de los Altarriba había desaparecido, sabía que aquel era el lugar. Había pasado mucho tiempo allí como para no reconocer el portal. La escalera y la portería seguían prácticamente igual, aunque era evidente que se habían hecho reformas para modernizar el portal, mejorando los materiales y haciendo un hueco para las nuevas tecnologías.
Cuando lo había llamado, Héctor se había negado en redondo. Le había parecido una idea estúpida e inútil, así que Abril recurrió al plan alternativo: Mario. Él había convencido a Héctor y había perfeccionado la rudimentaria idea que se le había ocurrido a Abril.
No podía creer que estuviera allí, el lugar donde cien años atrás habían vivido Víctor y Marina. Les hizo un gesto nervioso a sus amigos para que la siguieran.
—Si no te importa, prefiero coger el ascensor —se excusó Mario, señalando la caja que tenía junto a él, cuando vio que Abril se dirigía hacia la escalera—. ¿Qué piso es?
—Vayamos al primero —respondió ella secamente antes de empezar a subir por las escaleras lentamente, recordando cuántas conversaciones había tenido allí con Cisco, ocultos en las sombras de la noche.
Había interiorizado tanto aquel camino que tuvo que retroceder al ser consciente de que estaba yendo hasta el último piso. Se quedó quieta delante de la única puerta que había en el rellano del primer piso e intentó dejar la mente en blanco. En apenas unos minutos iba a entrar en la que había sido la casa de los Altarriba.
Héctor fue el primero en salir del ascensor, con pose resignada.
—¿Has llamado? —preguntó Mario al tiempo que salía del ascensor con la caja. Tras la negativa de Abril, pulsó el timbre blanco.
Aquello también era nuevo, se dijo la chica mientras intentaba calmarse. No sería Eduardo quien le abriría la puerta. Esperaron cerca de un minuto hasta que Héctor decidió volver a llamar, de forma mucho más insistente esta vez. Tampoco obtuvieron respuesta alguna.
—Es una señal —masculló Héctor—. Esto es una tontería y yo tengo un trabajo de la universidad que hacer.
—Es este edificio, ¿verdad? —quiso asegurarse Mario.
Abril movió la cabeza de forma afirmativa, sin dejar de mirar la puerta de madera envejecida que la separaba del piso donde una vez había trabajado. Casi le parecía sentir el perfume de la señora Altarriba y oír el eco de las risas de Clara y Gabriel.
—Entonces vayamos al piso de Marina. ¿Cuál es?
—Última planta. Os espero arriba.
Héctor soltó un bufido exasperado y volvió a llamar al ascensor, completamente resignado. La puerta se abrió al momento.
—No seas tan gruñón —lo regañó Mario al tiempo que volvía a meter la caja en el ascensor. Esperó a que Héctor entrara y pulsó el botón—. Abril debería haber hecho esto hace mucho tiempo. Además, será divertido.
—Hablas tú —dijo como toda respuesta.
—Será un placer. —Rio, golpeando cariñosamente la caja.
En esta ocasión, encontraron a Abril completamente embobada siguiendo todos los detalles de la puerta que quedaba a la derecha del rellano, junto a la escalera. Para sacarla del trance, Mario se acercó y golpeó el timbre casi con violencia. Abril reaccionó, asustada, y dio un paso hacia atrás para alejarse de la entrada. Al otro lado de la puerta se oyeron unos ruidos y una voz lejana que los instaba a esperar.
—¡A vuestras posiciones! —les urgió Mario, colocándose delante de la puerta. Arrastró a Héctor a su lado y se alisó el traje. No estaban perfectos, pero darían el pego. Si no hubiera sido de un día para otro, podría haberse dejado crecer la barba para parecer algo mayor de lo que realmente era.
Por suerte, abrió la puerta una anciana de pelo blanco y gafas de culo de botella. No iba a darse cuenta de que no encajaban en el perfil, de modo que apoyó las manos sobre la caja, carraspeó y empezó a hablar con tono ceremonioso.
—Señora, ¿no está cansada de barrer y que la pelusa se quede enganchada en la escoba? ¿O de intentar recoger toda la porquería con un recogedor que nunca merece tal nombre? ¡Pues dígale adiós a su vieja escoba y entre de lleno en el siglo XXI! ¡Ya ni las brujas utilizan una escoba! Ahora lo que se lleva es el nuevo aspirador… —Mario dudó unos segundos antes de exclamar—: ¡Nimbus 2000!
Abril, a pesar de los nervios, logró contener la risa que le provocaba la capacidad de improvisación del chico.
—No necesito nada, gracias —dijo la anciana, titubeante.
—¡Eso es lo que usted cree! —prosiguió Mario, totalmente absorbido por su personaje—. Pero cuando conozca esta maravilla… ¡Señor! Dígame, ¿no es usted una señora moderna?
La mujer lo miró por encima de sus gafas y se encogió de hombros.
—¡Claro que lo es! ¡Y seguro que quiere que sus nietos lo sepan y para eso necesita nuestro novedoso Nimbus 2000! Sin ningún compromiso, sin pagar nada, vamos a hacerle una propuesta… ¡sólo por ser usted! Vamos a hacerle una demostración del funcionamiento del Nimbus 2000, el mejor aspirador del mercado. Verá cómo brilla su suelo. ¿Cómo se llama, señora?
—Olga.
—Muy bien, señora Olga —dijo él con la mejor de sus sonrisas—. Si nos permite realizar la demostración, la obsequiaremos con un regalo sorpresa. Si es que no la sorprende lo suficiente nuestro aspirador, claro está.
La mujer levantó la vista y miró a los tres jóvenes, como buscando alguna señal que le permitiera descartar que fueran ladrones. Debió de pensar que eran inofensivos, porque enseguida abrió la puerta de par en par e hizo un gesto para que entraran en el piso.
—Muy amable. Yo soy Mario y él es Héctor, del departamento de ventas. Estamos en prácticas. Y Abril, del departamento de supervisión técnica para la venta de electrodomésticos muggles —sonrió Mario. Aquello estaba siendo divertido. La anciana asintió como si entendiese lo que le estaba diciendo el chico, que ahora cogía la caja con el aspirador.
Habían cambiado prácticamente toda la distribución. El recibidor era ahora algo más pequeño y tenía sólo dos puertas. La mujer señaló la corredera que tenían delante, algo entreabierta.
—Vayamos al salón.
Seguramente no sabía que aquel lugar, muchos años atrás, había sido una cocina. No parecía el mismo sitio. Estaba decorado al más puro estilo de los cincuenta, aunque algunos detalles, como el teléfono o el televisor de plasma, revelaban el año en el que se encontraban. Lo único que no había cambiado era la poca luz. La anciana encendió la lámpara de araña que colgaba del techo y el salón se llenó de reflejos tintineantes.
Mario sacó el aspirador de la caja, dando gracias de que su madre fuera una mujer tradicional, de las que prefería una escoba a aquellos cacharros modernos, como decía ella. Se lo había regalado su marido, el padre de Mario, en unas Navidades poco imaginativas, y apenas lo había utilizado, así que el chico había podido sacarlo de casa sin que nadie lo echara en falta.
—Como ve, tiene un acabado plateado precioso. Aspira cualquier cosa y sobre cualquier superficie. Ya verá, permítame que se lo muestre. Héctor, por favor, tire unas migas de pan sobre la alfombra. ¡No se preocupe, señora Olga! Quedará incluso más limpio de lo que estaba. Nuestro aspirador Nimbus 2000 tiene una succión sorprendente que…
Siguió parloteando mientras Héctor sacaba diligentemente una bolsita llena de migas de pan y las extendía por la alfombra. Mario enchufó el aspirador y empezó a tocar botones al azar.
—Héctor, por favor, ¿podría ayudarme? Me he dejado las gafas de cerca. —Se volvió para sonreírle a la señora y movió el dedo índice de forma amenazante—. Eso es de ver tanto la televisión. Deberíamos acostumbrarnos a salir más a la calle, ¿no cree, señora Olga?
Antes de que respondiera, Abril carraspeó para atraer la atención de la mujer. Era ahora o nunca.
—¿Me permite ir al baño?
—Por supuesto, hija. Al otro lado de esa puerta —dijo, señalando la segunda puerta del recibidor— hay un pasillo. Es la segunda a la derecha.
Abril sonrió y salió del salón con el corazón en un puño. La casa no era la misma, pero seguía impregnada por todos los recuerdos de lo que allí había acontecido un día. A medida que avanzaba por el pasillo, una sonrisa inocente iba adueñándose del rostro de Abril.
Se quedó quieta en medio de pasillo y cerró los ojos para intentar situar el lugar donde debía encontrarse su antigua habitación. Seguramente no seguiría escondida allí. Era imposible que hubiera permanecido oculta durante tantos años… Pero sabía que allí la había dejado Marina. No lo había visto en sus sueños, simplemente lo sentía. Lo sabía.
Tenía que ser la última puerta a la izquierda, de modo que se dirigió a ella sin dudarlo. Al entrar en el despacho, no pudo sino dejarse caer contra la pared, desolada. La pared tras la que Marina tenía su escondrijo secreto, el lugar donde había esperado encontrar el libro de Peter Pan, estaba completamente cubierta por una librería. Era imposible moverla.
Iba a salir de la habitación cuando algo le llamó la atención. Una caja de latón brillaba entre los cachivaches que la señora Olga había acumulado en la estantería durante los años. Se subió a una silla y cogió la caja con manos temblorosas. La giró sobre sí misma hasta dar con el pequeño candado que recordaba. Estaba cerrado, tal como esperaba. Recordaba haber visto aquella caja en manos de su madre, de la madre de Marina. La utilizaba para guardar todos sus enseres de costura, hasta que Marina se la había pedido para guardar sus cosas. Tenía el tamaño perfecto para albergar un libro.
Y, de hecho, pesaba tanto como un libro.
Abril se mordió las uñas, dubitativa, y salió del despacho con la caja pegada al pecho. Se encerró en el lavabo y se dejó caer sobre las baldosas amarillentas. ¿Habría abierto alguien aquella caja? ¿Seguía conteniendo lo que Marina había ocultado en ella? Suspiró, debatiéndose entre intentar abrir la caja, llevársela sin permiso o intentar descubrir qué había en su interior a través de la propietaria de la casa.
Se decantó por la última opción. Era la correcta, aunque fuera la que menos la convenciese, de modo que se puso de pie antes de que le diera tiempo a cambiar de opinión. Tiró de la cadena para fingir que realmente había usado el baño y volvió a la sala de estar, donde Mario seguía enumerándole las mil y una virtudes del aspirador a la señora Olga.
Abril carraspeó para llamar la atención de la anciana, que la miró a los ojos antes de dejar caer la vista hasta la caja que llevaba entre las manos.
—Perdone, señora Olga, he visto esta caja y quería preguntarle dónde, cómo… —empezó a decir ella de forma atropellada. Respiró hondo e improvisó—: Mi abuela tenía una igual y me preguntaba dónde la había comprado. Murió hace unos meses y yo… quería regalarle una a mi madre para que guardara en ella las fotografías de mi abuela.
Era consciente de las miradas que le lanzaban sus amigos, entre perplejas y divertidas. Tanto su abuela materna como la paterna estaban vivas. No había sido la mejor mentira del mundo, pero no se le había ocurrido nada más para descubrir si aquella caja había podido pertenecer realmente a Marina y si seguía conteniendo el libro de Peter Pan.
—La encontré, hija. Me mudé aquí en el 53, después de casarme. La casa había estado vacía desde el inicio de la guerra, así que tuvimos que hacer reformas. No teníamos mucho dinero, ya sabes, la época de la posguerra… Pero la pusimos bonita. Encontramos algunas cosas escondidas u olvidadas en el piso, supongo que de los antiguos propietarios.
—¿Esta caja? —preguntó Abril, impaciente.
—No, no. Esta caja la encontró mi hijo mayor, Javier, hace dos… no, cuatro años. Cuatro, sí. La encontró haciendo reformas. Creo que estaba escondida tras una pared. No lo recuerdo. No se puede abrir, pero es bonita, ¿verdad?
Así que no la habían abierto.
—¿Le importaría vendérmela? Para mi madre sería el mejor regalo que podría hacerle. Estaba tan unida a su madre, mi abuela… —rogó. Ni siquiera tenía que fingir tristeza; su voz ya salía quebrada de su garganta—. La haría tan feliz…
—Jefa —intervino Mario—, podemos hacerle un descuento en el precio del aspirador. ¿Qué tal un 15%? Es una ganga —le dijo a la señora Olga, que se mostraba dubitativa. Si aquella mujer de aspecto casi adolescente deseaba tanto la caja, quizás tuviera algún valor.
—Por favor. Tiene un gran valor sentimental —susurró Abril, desesperada.
—Está bien —accedió finalmente la mujer. Era un buen trato. Aquella caja no valía absolutamente nada.
Abril respiró por fin. El corazón le latía a cien por hora. Sonrió y se apresuró a decir:
—Entonces, si le interesa, pasará uno de nuestros vendedores a traerle su nueva Nimbus 2000. Y el obsequio sorpresa que le hemos prometido.
—¿No puede darme esa?
—Lo siento, señora Olga, pero esta es de prueba. La necesitamos para las demostraciones —se excusó Mario, antes de volverse hacia Abril, que se había quedado quieta en la puerta de entrada, con el rostro pálido y las manos encima del estómago—. Ahora, si nos disculpa, creo que a mi compañera la han invadido los rojos. Ya me entiende, el periodo. Cosas de mujeres. Entonces, si le interesa el producto volveremos a pasar a lo largo de esta semana.
Se despidieron amablemente y salieron del piso sin decir nada. El ascensor empezó a descender con los tres amigos en su interior.
—¿A qué ha venido eso? —preguntó Héctor.
—Tengo que abrir esta caja como sea.
—¿Por qué?
—Tengo que abrirla —repitió Abril. Cuando había hablado con ellos, sólo les había dicho que quería entrar en los pisos de Víctor y Marina para comprobar que eran reales. No había mencionado la caja ni el libro que había escondido dentro.
Mario miró la caja de latón y el ascensor se detuvo.
—Héctor, encárgate del aspirador —le ordenó mientras salía al portal—. Y tú, Abril, dame la caja y dos pendientes.
Salieron a la calle y Mario empezó a trastear con la cerradura de la cajita.
—Es fácil abrir estas cosas si sabes cómo y tienes la herramienta adecuada —dijo, señalando con la cabeza los pendientes de la chica, de los que se servía para pulsar los mecanismos interiores del cerrojo. Le costó más de cinco minutos y una decena de improperios, pero lo consiguió—. ¡Listo!
Héctor y Abril se acercaron a él, ansiosos. Mario abrió la tapa lentamente.
—No puede ser —murmuró.
—¿Eso es…? —balbuceó Héctor—. ¡Eso vale una pasta, Abril!
—Una primera edición de Peter and Wendy. 1911. La que Víctor le regaló a Marina —dijo Abril, sorprendentemente calmada. Cogió el libro con cuidado, siendo consciente de que cien años atrás había estado en manos de Víctor. Y en las suyas. Lo abrió y buscó la primera página—. Tiene su nombre: Víctor Altarriba Anglada. Y la cita de James Matthew Barrie: «Si tienes amor, no necesitas nada más; y si no lo tienes, no importa demasiado qué más tengas».
—No puede ser.
—¿Y esto? —inquirió Mario, sacando un pliego de papeles amarillentos de dentro de la caja.
—La traducción que hizo Víctor del libro.
—No puede ser —repitió Héctor, abrumado.
—Aún es peor —murmuró Abril. Deslizó los dedos por los contornos del libro hasta dar con una leve protuberancia. La parte superior de la tela que cubría la portada había sido rasgada y luego cosida de nuevo con hilo verde.
—¿Cómo sabes…?
—Lo pensé cuando recibí la carta. Creí que tenía que esconderla en algún lugar próximo a Víctor y se me ocurrió guardarla dentro del libro para que nunca se perdiera. No sé si llegué a hacerlo —dijo, más hablando consigo misma que con los dos chicos.
Héctor y Mario se miraron, conscientes de que había empezado a hablar en primera persona. Fue Mario el que se atrevió a preguntar:
—¿Qué carta?
Abril suspiró profundamente. No estaba preparada para volver a leerla y, aun así, necesitaba hacerlo. Rompió el hilo con cuidado e introdujo una mano entre la tela y el lomo del libro hasta dar con un trozo de papel.
Desdobló la carta con delicadeza y se encontró con la siempre impecable letra de Víctor. Comenzó a leer, sin importarle que por encima de su hombro estuvieran haciéndolo también Héctor y Mario.
28 de enero de 1915
Querida Marina:
Tengo que i
Perdónam
Soy un cobarde. Esta tarde he subido con la intención de contártelo, te lo juro. No he sido capaz. Perdóname. Soy un cobarde.
Hace cuatro días, mi padre interceptó una carta de Joaquín y se ha enterado de todo. Montó en cólera. Jamás lo había visto tan enfadado. No puedes hacerte una idea… Me extraña que no hayas oído sus gritos y sus blasfemias desde tu casa. Dijo que no iba a permitir que un segundo hijo lo avergonzara tanto como el primero. Pensó en denunciarte. ¿Bajo qué acusación? No lo sé. Supongo que por eso desechó la idea. Creyó más oportuno intimidarte para que te echaras atrás. Habló de despedir a tu madre y mover algunos hilos para conseguir que echaran a tu padre y a Cisco, trabaje donde trabaje. Te aseguro que si lo hiciera no volverían a trabajar en ninguna fábrica de la ciudad. Os condenaría.
No podía permitirlo. Le prometí que dejaría de verte y que intentaría darle una oportunidad a mi compromiso, pero para él no era suficiente. Aunque lo hiciera, seguirías demasiado cerca. Incluso si volviera a Tarragona con Eulalia, dijo, seguiría demasiado cerca de ti. Y de Joaquín. Dice que es una mala influencia, está convencido de que ha sido él el que me ha llenado la cabeza de tonterías. Intenté explicárselo. Ni caso, por supuesto.
Quiere Va a mandarme a Estados Unidos. América. El Nuevo Mundo. Fue Eulalia quien lo sugirió. Dijo que había pensado volver de todos modos después de nuestra boda. Al parecer, uno de los hermanos de su madre ha hecho fortuna allí y quiere ayudarnos. Eulalia se puso en contacto con él incluso antes de que mi padre descubriera la carta. Lo arregló todo: ya tenemos los pasajes de barco. Salimos mañana por la tarde. U hoy, dependiendo de cuándo leas la carta.
Lo siento. Sé que no es manera de decírtelo. Pero ¿qué puedo hacer? No podría vivir en paz sabiendo que nuestra fuga lleva a la desgracia a toda tu familia. No puedo permitirlo. Tengo que irme. Sé que lo entiendes. Debo irme.
No te preocupes por Eulalia: aunque me arrastre al fin del mundo con sus amenazas nunca conseguirá que le dé el sí quiero. Ni en Barcelona, ni en el Atlántico, ni en Nueva York. Nuestro compromiso sigue en pie, por supuesto. Esa era la condición de mis padres.
A ti no puedo mentirte: a ti te quiero. A Eulalia no, y por eso puedo mentirle. Le he pedido perdón. Le he pedido otra oportunidad. Esa era su condición. Pronto entrará en razón, te lo aseguro, y se dará cuenta de que en realidad no quiere casarse conmigo. Eulalia necesita adoración. No querrá casarse con alguien que ni siquiera la respeta.
Me iré. Sí, me iré, pero regresaré. O quizás puedas venir tú. Sería maravilloso, ¿verdad? Los dos juntos en Nueva York.
Me pregunto si no sería mejor que te dijera que, tarde o temprano, me olvidaré de ti, y que te pidiera que hicieras lo mismo. ¿Sería más noble? Probablemente sí. Y, aun así, soy incapaz. La única petición que tengo para ti es que no me olvides. Y que sepas perdonarme. No podía despedirme de ti.
Cuando pienses en mí, lee el libro que te regalé y será como si yo mismo te lo contara. Me llevo conmigo el recuerdo de todos tus besos —o dedales, como diría tu querido Peter Pan— y la esperanza de devolvértelos cuando volvamos a vernos. Si aún los quieres.
Pronto volveremos a vernos, te lo prometo. Aquí, allá, donde sea. Pronto volveremos a estar juntos. Confía en mí.
Te escribiré. ¿Me escribirás?
Aunque pase una eternidad, seguiré pensando en ti. El tiempo no tiene suficientes días para separarnos.
Hasta entonces, cada suspiro que lance llevará tu nombre.
Te quiero, en este y en los cinco continentes.
Siempre impertinente tuyo,
Víctor
Abril no pudo evitar llorar, gritar, blasfemar, maldecir. Se encogió sobre ella misma y, resguardada en los brazos de Héctor, dejó que todo el dolor fluyera. Los recuerdos agarrotaron su cuerpo y su voluntad. El dolor era tan fuerte que le costaba incluso respirar. Aquella carta la había hecho viajar un siglo atrás, donde el dolor aún era parte del presente. Empezaba a comprender aquello de que el tiempo es relativo. Marina había vivido hacía cien años y sus sensaciones y emociones habían muerto con ella mucho tiempo atrás. Sin embargo, para Abril eran tan reales como si estuviera viviéndolo ahora. Y en cierto modo, estaba haciéndolo.