—Lo siento.
Lo cojo de la camisa bruscamente y lo arrastro dentro de casa. Víctor me abraza, estrechándome con fuerza contra su pecho.
—Lo siento —repite—. No pensé…
—No es culpa tuya.
En realidad lo es. Suya y mía. O quizás no es de nadie porque simplemente no la hay. Madre siempre dice que no hay culpa sin pecado. ¿Hemos hecho algo malo? Quiero pensar que no.
—No creí que llegaría tan lejos. Lo que te ha dicho Eulalia esta mañana…
—¿Y qué esperabas? —pregunto al tiempo que me separo de él—. Es una mujer orgullosa. Lo suyo es suyo y de nadie más.
—Yo no soy…
—Mandamiento número uno de la mujer orgullosa: nunca reconozcas que algo o alguien no te pertenece. Nunca —sentencio—. No fue una buena idea dejarla plantada en el teatro.
—Estaba colérica. Nunca la había visto así. Ni siquiera se molestó en hablar conmigo: fue directamente a ver a mis padres, como una chiquilla.
—¿Fue horrible?
—Horrible es poco. Gritó tanto que Eduardo hizo que Elvira saliera a pasear con los niños. Dijo que era un desagradecido y un resentido, que sólo la torturaba para vengarme por su aventura. «Sinvergüenza», creo que esa fue la palabra que utilizó. Que yo no era nadie para abandonarla delante de todas sus amistades, que no tenía derecho a tratarla de ese modo. Casi le faltó tiempo para contárselo todo a mis padres. Tiempo e insultos para ti. Puso en marcha su faceta más creativa sólo para ti. Deberías sentirte halagada.
—Muy halagada. ¿Y tus padres?
Se encoge de hombros.
—Digamos que la caballerosidad de mi padre es transitoria.
Lo miro con extrañeza. Él deja su chaqueta sobre la silla de la cocina y se desabrocha la camisa lentamente. Se baja una de las mangas, dejando al descubierto su hombro y su brazo.
—Ven —me dice, señalando su brazo con los ojos.
Su piel está llena de marcas moradas, azules y amarillas, que se combinan sin orden ni concierto. No puedo reprimir una exclamación sobrecogida. Él se sube la camisa y vuelve a abrocharla poco a poco.
—Mi padre es un hombre… irascible. Llamémoslo así.
—Víctor… Lo siento… —es todo cuanto logro murmurar.
—Fui yo quien te regaló el libro, te dijo lo que sentía, te llevó al cine, te besó delante de su prometida y la dejó plantada para pasar una buena tarde contigo. ¿Puedes decirme, por favor, qué es lo que sientes? ¿Qué has hecho tú?
—Haberlo permitido.
El silencio llena el espacio entre nosotros, que de pronto siento insalvable. No quería insinuar lo que he dicho, pero lo he hecho y ahora los ojos de Víctor están llenos de dudas. Sus labios se han tensado en una línea inexpresiva. Alargo una mano hacia él.
—Lo último que quería era causarte problemas.
—Marina, tú no eres el problema —se limita a responder, cogiéndome de la mano y acariciando mi piel—. No quiero casarme con Eulalia. ¡El problema soy yo!
—¿Aún quiere mantener el compromiso?
—Sí. Dice que es tarde para anularlo. Cree que es mejor obligar a alguien a contraer matrimonio en contra de su voluntad que enfrentarse a las habladurías de la gente. Sería un gran escándalo para ella, dice. ¡Abandonada por su marido incluso antes de casarse! ¡Qué vergüenza, qué deshonor! —grita, fingiendo indignación.
Me dan ganas de reír, pero la culpa me detiene.
—Está enamorada —susurro. Quizás la empuje el orgullo, es cierto, pero sé que lo que la hace actuar es al fin y al cabo lo mismo que mueve a Víctor.
—Yo también. La diferencia es que yo no busco hacerle daño. Desde el primer momento he sido sincero con ella —responde él. Se pasa una mano por el pelo, nervioso, inquieto—. ¿Aún quieres irte?
—Más que nunca.
—Cuanto antes mejor. Mis padres aún están pensando qué hacer conmigo. Creo que si pudieran me mandarían a luchar a Rusia.
—No te sentaría bien el uniforme —intento bromear. Después de ver los moratones que recorren su brazo, podría creer cualquier cosa del señor Altarriba. Aunque no tantos como Cisco, he recibido más de un golpe de mi padre, pero nunca me ha salido un moratón por su culpa.
—¿Qué haces el viernes?
—¿Acompañarte a comprar un uniforme del ejército ruso?
—Estaba pensando en coger un tren hacia Madrid.
—¿El viernes?
Sólo faltan cuatro días.
—El viernes.
—El viernes… —repito, consciente de la importancia de nuestra conversación. Víctor está mirándome, esperando una respuesta, con los labios preparados para dibujar una sonrisa triunfal. Asiento—. El viernes.
Víctor se lanza sobre mí para abrazarme.
—Escribiré a mi hermano. ¡Y compraré los billetes! ¡Sí, mañana mismo!
Disfruto del momento, apoyada en el pecho de Víctor, hasta que el ruido de las llaves en la cerradura me hace apartarme de un salto. Antes de que me dé tiempo a reaccionar, padre aparece. Al vernos, su cara empieza a perder color hasta quedarse tan pálida como la tiza.
—Así que es cierto.
Se quita la boina y la tira al suelo con furia.
—Señor, no…
—Vete, chico. Vete a casa.
Víctor me mira, como diciéndome que basta una palabra para hacer que se quede. Sin embargo, y a pesar de lo mucho que deseo que lo haga, me fuerzo a asentir con la cabeza. Hacer que se quede sólo retrasaría la tormenta, y padre no soporta tener que esperar. Víctor se pone la chaqueta bajo la atenta mirada de mi padre y sale de la casa sin atreverse a despedirse.
Aún me duele la garganta de tanto gritar y la mejilla de soportar los bofetones que me regaló padre. Me doy la vuelta en el colchón para apoyar la parte de la cara que no tengo dolorida. Las imágenes de la tarde anterior sacuden mi memoria. Los gritos de padre, los insultos, los golpes… Nunca lo había visto tan enfadado. Incluso quiso echarme de casa, pero no como otras veces. Quiso echarme de verdad, empujándome al rellano. Por suerte, madre me encontró llorando en las escaleras y convenció a padre para que me dejara volver a entrar. No sé por cuánto tiempo. Supongo que tampoco importa. El viernes me iré de aquí por voluntad propia.
Debe de ser tarde ya. La noche se me ha hecho eterna. Entre el insomnio y las magulladuras no he podido pegar ojo.
—¿Madre? —pretendo gritar, pero todo cuanto sale de mi boca es un patético hilo de voz. Nadie responde, así que vuelvo a llamarla. Nada.
Respiro aliviada. Después de nuestra discusión, padre quiso poner al corriente a madre de lo ocurrido. Llegaba tarde, por supuesto. Como a él, la señora Emilia la había interceptado en el portal y la había puesto al día. Escuché toda su charla apoyada en la puerta de mi habitación, y tengo que decir que fue de lo más aburrida. En cinco minutos habían decidido que estaría prácticamente bajo arresto domiciliario. Al parecer, sólo podré salir para ir al mercado o hacer la colada, y Emilia va a fichar todas mis entradas y salidas del edificio. Están decididos a no dejarme ver a Víctor.
Me acurruco bajo la manta y me dispongo a dormir. Ya que no puedo salir de casa, al menos aprovecharé para descansar.
Los siguientes días habrían sido una verdadera tortura de no ser por Cisco. Únicamente he podido salir el miércoles y el jueves para ir a hacer la colada. Por supuesto, en ninguna de mis fugaces salidas he conseguido ver a Víctor. Cuando salgo, la señora Emilia sigue todos mis movimientos, y cuando vuelvo, se empeña en acompañarme hasta la mismísima puerta de mi casa con la excusa de contarme cualquier chifladura. Madre está en casa de los Altarriba, dándole el pecho a Xavier. Desde mi despido, pasa más tiempo de lo habitual ahí abajo.
Por el momento, los señores no han contratado a nadie y están cubriendo el vacío que he dejado con mi madre. Cisco y yo creemos que tienen miedo de contratar a otra desconocida, no sea que les salga rana como yo. Sea como sea, me consuela saber que mi salario sigue entrando en casa, aunque sea por otras manos. El consuelo podría ser casi total si madre se dignara a decirme qué pasa ahí abajo, pero se niega en rotundo. Después de la discusión del domingo, ni siquiera me atrevo a preguntarle. No le ha hecho mucha gracia saber que su hija, su querida e inocente hija, ha «seducido», según sus propias palabras, a un «hombre respetable y prometido».
Así que Cisco es mi único contacto con el mundo de los Altarriba. Ha conseguido hablar un par de veces con Elvira, aunque la mujer sabe más bien poco de lo que se está cociendo. Mi hermano sólo consigue decirme que Víctor pasa poco tiempo en casa y que parece nervioso. Yo también lo estoy, sobre todo porque no ha subido ni una sola vez en estos tres días. Sé que dadas las circunstancias es lo más inteligente, y aun así no puedo evitar sentir la necesidad de verlo, de que me diga que ha comprado los billetes y que el viernes nos iremos lejos de aquí.
La espera termina la mañana del viernes. Cisco entra en casa corriendo. Saluda al aire y al ver que soy la única que responde, dado que estoy sola en casa, desaparece. Vuelve a entrar medio minuto más tarde, esta vez acompañado.
—¡Víctor!
Tiene mala cara. Muy mala cara, de hecho. Está despeinado y el contorno de sus ojos tiene un nada saludable tono violeta. Aun así, sonríe al verme y su expresión adquiere un tono mucho más cálido. Se vuelve hacia mi hermano y le dice:
—¿Puedes…?
Cisco asiente y desaparece, cerrando la puerta detrás de él.
—Siento no haber podido venir hasta ahora. Le pedí a tu hermano que me avisara cuando te quedaras sola, y aunque ha cumplido, no he podido escaparme sin que me vieran hasta hoy. Un buen hombre, tu hermano. Un poco revolucionario, pero un buen hombre.
Está parloteando demasiado. Cuando Víctor habla más de la cuenta es que algo lo inquieta.
—¿Qué ocurre?
Víctor se pasa una mano por el pelo, resoplando, y se deja caer en el escaño. Me siento junto a él, preparada para lo que sea que tenga que decir.
—No he podido comprar los billetes.
Algo tenía que salir mal, por supuesto. Intento sonreír. No pasa nada, es sólo una dificultad. Nos iremos más tarde. ¿Qué importa? Puedo esperar un día, o dos, o cinco más. Y si Víctor no logra deshacerse de sus padres y de Eulalia, puedo ir yo a comprar los billetes. Aunque también me vigilan, cuento con la ayuda de mi hermano. Sí, él nos ayudará. Víctor habla antes de que pueda decirle nada de todo lo que está hirviendo ahora en mi cabeza. Le tiembla la voz.
—Lo solucionaré.
—Yo puedo…
—Hay complicaciones —me corta—. Pero lo solucionaré, te lo prometo. Te lo prometo, Marina.
Me atrae hacia él. Estamos un buen rato en silencio, abrazados. Cisco nos avisará si viene alguien.
—Te quiero —dice de pronto.
Aún me estremezco al oír esas palabras. Es como si las hubiera robado, como si no estuvieran dirigidas a mí y yo intentara hacerlas mías a la fuerza. Pero Víctor me las dice a mí y sólo a mí.
—Y yo a ti.
—A veces pienso que te he complicado la vida. Debías de vivir feliz antes de que apareciera, ¿verdad? Chocando con la gente, sacando tu vena más impertinente… —intenta bromear—. Inventándote finales para Peter Pan.
—Víctor —lo reprendo con tono duro—. Deja de decir tonterías.
—Lo digo en serio —asegura él, separándose de mí y adoptando su posición más solemne. Conozco esa mirada: va a soltar uno de sus discursos—: Te he complicado la vida. A veces me da miedo que te des cuenta de lo que te estoy haciendo y decidas dejarme atrás. Olvidarme. No lo sé. Quizás esto es demasiado para ti. Eulalia, mis padres, Madrid… Tú tenías una vida tranquila. Y sólo porque yo no he sido capaz de hacer lo correcto…
Creo que ni él mismo sabe adónde quiere ir a parar. Simplemente habla, soltando todas las frases que le vienen a la cabeza sin orden ni concierto. Tengo que detenerlo.
—¿De lo que me estás haciendo? ¿Lo correcto? —bufo—. ¿Tú te estás oyendo? Como si esto fuera sólo cosa tuya. Creo que yo también pinto algo en todo esto, ¿no? Si yo no hubiera querido, no estaríamos ahora aquí. De acuerdo, mi vida se ha complicado. ¿Y qué? Nosotros lo hemos elegido así. Yo lo prefiero así. Prefiero una vida complicada a tu lado, sea donde sea y sea cuando sea, que renunciar a ti. Para mí, esto es lo correcto. Estar juntos.
—¿Y si dentro de un tiempo te das cuenta de que no soy lo que querías?
—¿Y si dentro de un tiempo la luna se descuelga y nos cae sobre la cabeza?
—Hablo en serio.
—Y yo. Víctor, estoy segura de esto. Tengo miedo, pero ninguna duda. Te quiero y seguirá siendo así mientras la luna continúe ahí arriba.
Lo beso, como sellando el trato. Un beso largo, intenso, perfumado por el aroma de Víctor, que me atrae hacia él. Recorre mi mandíbula con los labios hasta esconder su rostro en mi cuello. Siento su aliento cálido trepar por mi piel, erizándola a su paso.
—¿Es una promesa?
No tengo que responder. Ambos sabemos la respuesta.