Definitivamente, las cosas no van bien. En casa, cuando padre está de mal humor, no se oye más que silencio. Todos contenemos la respiración hasta que se desata la temida tormenta. Hoy, la casa de los Altarriba está impregnada de esa falsa calma. Los niños juegan en su habitación mientras yo los vigilo con un libro en la mano.
La señora Emilia me ha llamado a primera hora de la mañana. Al parecer, a los señores Altarriba les ha surgido un compromiso de último momento. Esperaba poder hablar con Víctor, o al menos verlo, pero, al llegar, Eduardo me ha escoltado prácticamente hasta la puerta de la habitación de los niños. Al preguntarle por los señores, me ha dicho que estaban reunidos en el salón y que no querían que nadie los molestara.
De modo que aquí estoy, sentada en el sillón con un libro encima de las piernas y los ojos clavados en la pared que tengo enfrente.
—¡Marina! —la voz de Clara me golpea. La niña está sentada a mis pies, tirándome del vestido y haciendo pucheros—. Tenemos hambre. ¿Nos traes la merienda?
—Voy a ver qué tiene Elvira.
Le revuelvo el pelo a la pequeña y le pido que vigile a su hermano. Se cruza de brazos y sonríe. Le gusta sentirse importante. Cuando me levanto, se lanza sobre el sillón y clava sus ojos en Gabriel.
—¿Adónde vas?
El corazón me da un vuelco al toparme con Eduardo, que está de pie en el pasillo, cuadrado como si se tratara de un soldado. Lo miro de arriba abajo, desconcertada.
—A… a la cocina —logro balbucear. Algo en su forma de observarme me hace sentir la necesidad de justificarme—. Los niños tienen hambre.
Eduardo asiente una vez, como autorizándome a bajar a la cocina. Echo a andar hacia el piso inferior sin girarme. No me hace falta para saber que el mayordomo está siguiéndome con paso sigiloso. Por suerte, se detiene en lo alto de la escalera. Bajo peldaño a peldaño con una mano agarrada a la barandilla, dejando atrás las voces difusas que vienen del salón.
Entro en la cocina casi temblando, deseando que Elvira sepa calmarme.
Por la mirada que me echa al entrar, sé que hoy no es mi día de suerte.
—¿La merienda? —pregunta la mujer, dándome la espalda. Ni siquiera espera a que le responda. En menos de diez segundos tengo en la mano un plato con dos rebanadas de pan y unas onzas de chocolate.
Aturdida por la taciturnidad de la mujer, me dispongo a salir de la cocina. Antes de traspasar el umbral de la puerta, sin embargo, me vuelvo hacia Elvira y susurro:
—¿Pasa algo?
—Niégalo todo, niña. Todo.
Prefiero no preguntar. Salgo de la cocina y subo al piso superior lentamente. Eduardo está en lo alto de las escaleras, esperándome para volver a llevarme hasta la misma puerta de la habitación de los niños. Sin embargo, al llegar a su lado me coge el plato y me señala la puerta del salón.
—Los señores quieren verte —dice secamente. Nunca ha sido un hombre expresivo, pero hoy su apático tono de voz consigue inquietarme.
—No… Los… Tengo que… La merienda… Clara, Gabriel, los niños esperan… —balbuceo tontamente. Prefiero atravesar a nado el Mediterráneo antes que entrar ahí.
—Yo se la doy. —Y desaparece.
No tengo elección. Me desembarazo de todo recelo y avanzo con paso decidido hacia el salón. Intento respirar hondo para calmarme. Los señores Altarriba me han mandado llamar más de una vez. No es nada extraño: al fin y al cabo, son mis jefes. Golpeo la puerta suavemente. Una voz femenina me invita a pasar desde el otro lado.
El cuadro que me recibe es aterrador. El señor Altarriba está sentado en uno de los sillones, fumando un puro de forma casi ansiosa. De pie y a su lado está su mujer, que por una vez no parece tan elegante ni tan altiva, aunque su pose bien lo pretenda. Víctor está sentado en la banqueta del piano, mirando las teclas sin pestañear. Que no se atreva siquiera a mirarme por el rabillo del ojo cuando entro sólo puede significar una cosa. Me vuelvo hacia mi izquierda. Ahí, algo separada de los señores de la casa, está Eulalia. A pesar del sencillo vestido que lleva, hoy está más radiante que nunca. Triunfal, tal vez. Reprimo las ganas de echar a correr.
—¿Me han mandado llamar los señores? —pregunto, inclinando levemente la cabeza a modo de saludo.
—Estás despedida.
Esas dos únicas palabras son suficientes para dejarme sin respiración. Esconden mucho más de lo que parece. Los niños me adoran y soy la puntualidad y la diligencia hechas persona. Que quieran despedirme sólo puede significar lo evidente: Eulalia ha decidido arrastrarse a los niveles más bajos para conservar a Víctor.
Miro a Eulalia y después a Víctor, que sigue con la vista clavada en el piano. ¿Qué se dice en esas ocasiones? Aunque tengo todas las respuestas que ellos quieren oír en un momento así, decido que de perdidos al río.
—¿Tienen alguna queja?
Es con seguridad la última pregunta que espera cualquiera de los presentes, porque de pronto tres pares de ojos están clavados en mí, incluyendo los de Víctor. La señora Altarriba mira a su hijo y luego a su marido, que le hace un gesto con la mano para que lo deje hablar a él.
—¿Intentas burlarte de nosotros?
—En absoluto —respondo, fingiendo estar consternada por su acusación—. Pero pensaba que estaban contentos con mi trabajo. Clara y Gabriel se portan bien conmigo, no dan problemas, y trabajo cuando lo necesitan. No veo el problema.
Miro a Víctor, temiendo estar empeorando las cosas con mi arrebato. Sin embargo, el joven Altarriba me mira ahora con interés y una mal disimulada sonrisa.
—¿Lo ve, Elionor? Es una descarada y una insolente. A mí…
—Chist. Calla, Eulalia —la interrumpe la mujer con tono dulce.
—Sabes de sobra cuál es el problema, Marina —sisea el señor Altarriba.
—Lo sé, señor.
—¿Lo admites entonces? —pregunta él.
—¿Qué exactamente?
—Lo sabes de sobra —repite el caballero.
—¿Qué sé? —insisto. Las caras del matrimonio Altarriba están empezando a tensarse. Esto comienza a ser divertido.
Eulalia no puede contenerse y grita:
—¡Qué eres una ramera!
Y dale con la palabreja. La reacción de Víctor no se hace esperar. Se pone de pie y golpea con violencia el teclado. El salón se llena de una inquietante mezcla de notas disonantes. Con todo, en estos momentos se me antoja el sonido más armonioso del mundo.
—¡Eres una impertinente! —vocifera Víctor.
Tenía que decir esa palabra, justo la única capaz de trasladarme a esa tarde de julio en que nos conocimos. Me echo a reír, sin que me importe dónde o con quién estoy.
—Es una desvergonzada —musita Eulalia mirando a Elionor, que intenta calmarla con la mirada. «No vale la pena», parece decirle en silencio. «Tú eres una señorita, no como ella, que no es más que una vulgar sirvienta».
—Vámonos. —Víctor no duda ni un segundo. Agarra mi brazo para arrastrarme fuera del salón.
—Ni se te ocurra salir de aquí con ella —vocifera el señor Altarriba. Su hijo se detiene—. Ni un paso más.
—¿Hay algo más que quieran decirme? ¿Algo que no sea un insulto u otras lindezas? —inquiero.
Víctor recorre mi brazo hasta llegar a mi mano y la aprieta para insuflarme fuerza.
—Tiene razón, padre. No tiene por qué escuchar…
—¡Escuchará lo que a mí me dé la gana! —lo interrumpe él, poniéndose de pie—. ¿Qué te crees, que puedes venir a mi casa, insultar mi inteligencia y la de mi esposa e irte tan tranquilamente?
—Yo no… no he insultado a nadie.
—Sabías que nuestro hijo estaba… ¡está! —se corrige el hombre— comprometido.
—En contra de mi voluntad —interviene Víctor.
La señora Altarriba lanza un gritito consternado.
—¡Hijo!
—¡Madre!
Víctor imita tan perfectamente a su madre que se merece un sonoro bofetón del señor Altarriba. Ni siquiera se inmuta por el golpe, ni me suelta la mano. Es más, la aprieta con más fuerza y me acerca a él.
—Vámonos, Marina. No tienes por qué aguantar esto.
—Tú no te mueves de aquí —gruñe el señor Altarriba al tiempo que nos separa con un tirón. Me mira a mí, procurando seguir pareciendo el caballero que pretende ser—. Y tú, tú vete y no vuelvas.
—Agradécenos que no hayamos despedido a tu madre. No queremos ni tenemos intención de hacerlo, pero…
La señora Altarriba deja la frase inconclusa, sabiendo que lo que ha dicho es suficiente para achantarme. Yo puedo perder mi empleo. No lo necesito allá donde iré. Pero madre… necesita ese salario. Agacho la cabeza, vencida.
—Exijo una disculpa —reclama Eulalia altivamente. Clava sus ojos en mí y matiza—: De la sirvienta.
La sirvienta. No se molesta siquiera en pronunciar mi nombre, aunque sé que lo lleva grabado a fuego en su cabeza. Miro a Víctor, separado de mí por la gran mole que es su padre. Escondido tras la barrera que forma su brazo, mueve la cabeza de lado a lado. «No te disculpes, no le des ese placer», parece decir.
Sin embargo, una imagen más fuerte nubla mis ojos: mi madre en esta misma sala, siendo despedida por mi descaro.
—Lo siento, señorita.
«Siento que su orgullo sea más fuerte que su sentido común». Por supuesto, me guardo esa segunda frase de la disculpa para mí misma. Aunque es poco el consuelo, me reconforta saber que mi mente no se está doblegando a ella, independientemente de lo que haga mi voz.
—¿Qué sientes?
Dios santísimo, el ego de estas familias no tiene límite. ¿Acaso se alimentan de mis palabras de humillación? ¿Por qué esa necesidad de rebajarme, de hacerme enumerar mis pecados uno a uno? No lo entiendo. Y como no lo entiendo, no respondo. Me limito a observarla en silencio.
—¡¿Qué sientes?! —repite Eulalia, esta vez gritando.
La señora Altarriba se acerca a ella y la rodea protectoramente con el brazo.
—No pierdas tus modales, querida. Dios la castigará, puedes estar segura.
No creo que Dios esté tan poco ocupado como para seguir esta historia de folletín, pero me guardo mi opinión.
—Quiero oírselo decir —sisea la joven.
—Eulalia. —Víctor habla con voz dura, impenetrable. Mira a su prometida con ojos de acero, tan fríos que me duelen incluso a mí—. Déjala en paz.
Es evidente el efecto que ejerce el chico sobre Eulalia, porque esta alza levemente el mentón y hace un gesto desenfadado con la mano para que me retire. Busco los ojos de los señores de la casa, esperando las mismas órdenes. No puedo retirarme sin que me lo indiquen.
—Por la puerta de servicio, por supuesto —puntualiza la señora Altarriba.
—¿Puedo despedirme de los niños? —ruego, intentando mantenerme entera sin éxito. Las manos me tiemblan casi tanto como la voz.
—Por supuesto —accede la mujer. Llama a Eduardo, que se persona en la sala en menos de diez segundos—. Eduardo, por favor, acompañe a la señorita hasta la salida. Tiene dos minutos para despedirse de Clara y Gabriel.
Le agradezco el gesto con una sonrisa rota antes de salir del salón sin mirar a Víctor. No me atrevo.
En la habitación, los niños intuyen que algo va mal. Están sentados junto a la puerta, apoyados en la pared y guardando un silencio sepulcral. Al verlos así, tan inocentes, no puedo evitar lanzarme sobre ellos y llenarlos de besos, que se mezclan con mis lágrimas.
—¿Qué te pasa? —me pregunta Clara, secándome la humedad del rostro con sus pequeñas manitas.
—Tengo que irme.
A pesar de lo pequeños que son, entienden que me estoy despidiendo. No salgo un momento, ni voy a por su merienda. Me voy para no volver. Sólo de pensarlo se me revuelven las tripas. Echaré tanto de menos a estos niños…
—¿Hemos hecho algo malo? —pregunta Gabriel, preocupado.
—No, vosotros sois dos ángeles. Dos ángeles —les digo, revolviéndoles el pelo—. Os quiero mucho, mucho, mucho.
—Y nosotros a ti —susurra Clara. Gabriel no dice nada, lo que se merece un codazo de su hermana—. ¿Verdad, Gabriel?
El niño asiente.
—Mucho.
Los abrazo por última vez y me pongo de pie. Observo la cara pecosa de Clara, que por una vez no está cruzada por una sonrisa, y los ojos almendrados de Gabriel. Me emociono al ser consciente de lo mucho que han cambiado en estos siete meses. Sólo me consuela saber que dentro de unos días su hermano y yo estaremos lejos y todo el dolor que siento ahora habrá valido la pena. Y tal vez, dentro de un tiempo, cuando las cosas estén calmadas, podamos volver a ver a los niños. Espero que no me olviden.
—Portaos bien —les digo antes de salir.
Cierro la puerta a mis espaldas, sintiendo que estoy cerrando un capítulo de mi vida, y sigo a Eduardo, que me escolta hasta la puerta de la planta inferior.
—Lo siento —se limita a decir. Por la forma en que me mira, sé que lo sabe todo. ¿Pensará de mí lo mismo que Eulalia o que el feriante del Saturno Parque? No tengo tiempo de descubrirlo, porque el hombre ya ha abierto la puerta, invitándome de forma sutil a salir de la casa.
—¡Espera, niña! —El chirrido de las bisagras ha alertado a Elvira, que me llama enarbolando un trapo de cocina. Eduardo le lanza una mala mirada y la cocinera lo golpea sin ningún reparo con el trapo—. Vamos, no seas gruñón. Deja que me despida de la niña.
—Yo me desentiendo —dice. Inclina la cabeza a modo de despedida y desaparece.
Aprovecho el momento para intentar escabullirme. No tengo fuerzas para más despedidas. Sin embargo, parece que Elvira no piensa lo mismo, porque ajusta la puerta a sus espaldas y me llama con tanta insistencia que no puedo sino parar y darme la vuelta.
—Niña. Ven, ven aquí. ¿Están muy enfadados?
—Imagina —respondo secamente. Estoy harta de que todos me hagan decir en alto lo que ya saben.
—Así de mal, ¿eh?
—Así de mal. Me han despedido.
Me paso las manos por la cara para deshacerme de los restos de las lágrimas que aún impregnan mis ojos y mis mejillas.
—¿Y qué esperabas, alma de cántaro?
La señora Emilia aparece de la nada, como siempre, y en el momento más inoportuno. No es casualidad, desde luego.
—Vamos, señora Emilia, no sea dura con la niña.
—Se lo dije, sí, se lo dije. —Menea la cabeza—. ¿Te lo dije o no te lo dije? Que no te juntaras con esa gente, que sólo traen problemas… No hay que liarse con un hombre casado, muchacha, y menos si…
—El señorito no está casado —me defiende Elvira.
—Comprometido, qué más dará —refunfuña la portera, haciendo bailar las manos por encima de su cabeza—. Es hombre de otra mujer y no hay que jugar con eso, muchacha. ¿Y tu madre?
—¿Qué… qué pasa con ella?
—¿Lo sabe? ¿La han despedido a ella también? No me extrañaría, no me extrañaría nada en absoluto. Esa gente es vengativa, te lo digo yo, vengativa y rencorosa. Dime, ¿la han despedido? Más te vale que no, más te vale. Tu pobre madre, con su pierna… Tu padre se va a enfadar, ya lo creo. Se van a enterar de esto. Yo no les diré nada, claro, pero estas cosas se acaban sabiendo. Todo acaba sabiéndose. Ay, muchacha, te lo dije, te lo dije… No te mezcles con ellos, no busques problemas… Pero ¿quién hace caso a la pobre y vieja Emilia? Vosotros los jóvenes os creéis que lo sabéis todo y no. No…
—Señora Emilia, por favor. —No soy capaz de resistir ni una palabra más de su monólogo—. No van a despedir a mi madre, ¿de acuerdo? Quédese tranquila.
—Y deje tranquilla a la chiquilla. No la torture más, por el amor de Dios, que bastante la han hecho sufrir.
—Si no le estoy diciendo nada a la muchacha. Sólo me preocupo por ti, ¿lo sabes, verdad?
—Sí, señora Emilia.
—No quiero que te engañen ni que te hagan daño. Eres como una hija para mí.
—Lo sé, señora Emilia.
—Eres una niña lista. No dejes que nadie te engañe con promesas vacías.
—No, señora Emilia. Si me disculpan…
Me retiro sin darles tiempo a detenerme. Ya he soportado suficientes sandeces por hoy.