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Recuerdos.

Abril hacía bailar el ratón por la pantalla, desesperada. Al llegar a casa, se había tumbado en el sofá para descansar la mente, pero Víctor y Marina habían aparecido con sus planes de fuga y se había despertado apenas veinte minutos más tarde, empapada en sudor y con el corazón latiéndole a mil por hora.

Descolocada, había decidido seguir el consejo de la vidente y consultar la hemeroteca del diario.

Recuerdos.

¿Reencarnación?

Se mareaba sólo de pensarlo. Era una total y completa idiotez. Y sin embargo, allí estaba, sentada frente al ordenador comprobando que los diarios que ella había visto en sueños se hubieran editado en realidad. Buscó en su memoria y retrocedió hasta uno de los primeros sueños, pero todo cuanto se formó en su mente fue una portada con esquelas. Era lo normal por aquellos tiempos, de modo que no le servía de nada si no recordaba nombres exactos. Entonces tuvo una idea. Recordaba la película que habían ido a ver al cine y, más importante, qué día. Seleccionó la fecha en el buscador de la hemeroteca y, cuando apareció la imagen del diario, fue pasando páginas hasta llegar a la plana de los espectáculos. La recorrió con el dedo índice hasta dar con el nombre que buscaba: Cine Ideal.

Ahí estaba, en la página 11, sección de espectáculos.

La malquerida. Era esa, no tenía dudas. Recordaba cada fotograma. Era real. Aquella película se había rodado en 1914 y se había proyectado en enero de 1915. Incluso los nombres de los actores correspondían con los que había visto en la pantalla del cine. Respiró hondo, conteniendo las emociones, y abrió una nueva pestaña en el navegador. La búsqueda fue menos efectiva esta vez. Tuvo que rebuscar entre las direcciones que le sugirió el buscador para dar con lo que quería.

De nuevo, era real. El Saturno Parque había existido. El gran olvidado parque de atracciones, desaparecido prematuramente por escándalos de corrupción y cuya memoria pereció bajo el fuego de la Guerra Civil, había existido. Incluso las atracciones eran reales. Pocas fotografías oficiales habían sobrevivido a la guerra, pero, aun así, era capaz de reconocer todas las atracciones. Ahí estaban las Witching waves — Güichin güeis para Marina—, los Urales… e incluso el Pim Pam Pum, la caseta de tiro. Hasta el feriante se parecía al maleducado de sus sueños. El mismo rostro anguloso, el mismo bigote, la misma ropa. Ahí estaba, mostrando su sonrisa desdentada a la cámara y exhibiendo su atracción.

Era él.

O quizás no.

¿Estaba volviéndose loca? Probablemente hacía mucho que había dejado atrás la cordura.

Respiró hondo de nuevo y tragó saliva. De acuerdo, estaba dispuesta a aceptar que la película se había proyectado y que el Cine Ideal, así como el Saturno Parque, había existido. Pero de ahí a aceptar que Víctor o Marina hubiesen sido reales alguna vez… De ahí a aceptar que Marina había sido ella había un trecho, y no estaba dispuesta a recorrerlo sin razón. Si lo hacía, no habría vuelta atrás. Tenía que comprobarlo, y sólo se le ocurría un modo de hacerlo. Marina era insignificante, al menos socialmente hablando. Pero Víctor, y sobre todo su familia, tenía un nombre. Un apellido. Volvió a dirigirse a la hemeroteca del diario y tecleó la palabra clave: Altarriba. Salieron dos resultados, ambos de mayo de 1915.

—Abril, ¿puedes venir un momento, por favor? —la sobresaltó su madre, que había aparecido sin hacer ruido.

—¡Mamá! ¡Llama a la puerta antes de entrar! —se quejó ella, llevándose una mano al corazón.

—Lo he hecho, hija, pero estás en tu mundo. Ha llegado papá.

La conversación no fue agradable. Miguel se echó a llorar en el mismo instante en el que oyó la palabra «divorcio», y aún no había dejado de hacerlo. Sus padres habían dejado claro que no era culpa de nadie, y mucho menos de ellos, pero a Miguel no le había servido eso, ni tampoco escuchar que su padre iba a seguir visitándolos. Más a menudo, de hecho. Si apenas había ido a casa durante esos últimos meses era por la situación que vivían él y su madre. Sin embargo, el pequeño no le creía y seguía empeñado en que no los quería y que nunca iban a volver a verlo. Después de casi una hora de promesas, habían conseguido tranquilizarlo lo suficiente para que aceptara despegarse de su padre.

Se encerró en su habitación y se negó a salir. No se movió de encima de su cama, ni siquiera para cenar, y no quiso tocar el plato de macarrones que Abril le llevó a la habitación. Por suerte, se dijo Abril, sus padres habían tenido la delicadeza de guardarse para ellos el tema de Pilar. Era lo que le faltaba a Miguel: saber que su padre había reemplazado a su madre por un antiguo amor.

«No siempre puedes escapar del pasado». Abril sintió un escalofrío al recordar lo que le había dicho su madre hacía apenas una semana, cuando le había confesado la situación familiar. Entonces, aquella frase la había intranquilizado. Ahora la aterraba. Arropó a Miguel, que aún tenía el rostro húmedo, y salió de la habitación para ir directa a su cuarto. A ella tampoco le apetecía estar con su madre en esos momentos. Por suerte, su padre se había ido hacía un buen rato.

Lo último que necesitaba entonces era una nueva charla. Aquella tarde ya había oído demasiadas veces las palabras «separación», «divorcio», «culpa» o «definitivo». Los papeles aún no estaban firmados, lo que la hacía sentirse como al borde de un abismo. En cualquier momento de los próximos días, su familia quedaría rota. Legalmente rota. Era un formalismo estúpido, pero sabía que a menudo son esas tonterías las que más hacen sufrir.

Su familia ya no existía, al menos como la había conocido hasta ese momento, y no estaba segura de seguir sabiendo quién era ella. Las palabras que la vidente le había dicho esa mañana reverberaban en su cabeza.

Recuerdos.

Se metió en la cama y se tapó con la sábana hasta la nariz. Se quedó a oscuras, envuelta en un silencio asfixiante.

Recuerdos. Divorcio. Culpa. Reencarnación. Víctor.

Demasiadas palabras y demasiada noche por delante.