Dieciocho

—¿Estás nerviosa? —me pregunta Víctor cuando el revisor coge nuestras entradas y comprueba que la barra de seguridad esté bloqueada.

—En el buen sentido. No puedo esperar a que este cacharro arranque de una vez.

Como si me hubiera escuchado, el vagón se pone en marcha y empieza a traquetear. Algunas mujeres gritan y ríen a medida que el tren empieza a coger velocidad. Yo me aferro a la barra de seguridad, temiendo que vaya a salir volando. Intento mantener los ojos bien abiertos. No dejo de gritar en lo que dura el trayecto, sobre todo cuando atravesamos el gigantesco gusano.

Adoro esta sensación de libertad, de estar en la cima del mundo. Cuando el vagón ralentiza su marcha, respiro por fin tranquila. Miro hacia el frente, pero no puedo ver dónde termina la vía. Sólo acierto a percibir cómo se tuerce hacia la izquierda. Tiene que haber una pendiente justo ahí, a unos metros de nosotros, pero abajo sólo hay una especie de piscina ancha y rectangular. A medida que nos acercamos a la curva, me doy cuenta de que, efectivamente, la vía se inclina hacia el agua hasta zambullirse completamente en ella. Observo a Víctor, que mira al frente sin ninguna preocupación. Abro la boca, pero, antes de que pueda decir nada, el vagón se inclina y cae por la pendiente. La sorpresa y el susto me hacen lanzar un chillido casi histérico.

—¡No soy una sirena!

Espero que el agua nos engulla. Cierro los ojos y tomo aire, preparada para el fatídico final. Pero todo cuanto noto son algunas gotas sobre mi cara. Abro los ojos al tiempo que los otros ocupantes del vagón aplauden sonrientes. El vagón se ha transformado en una barca improvisada y surca la piscina con naturalidad. Víctor está doblado sobre sí mismo. Aunque por un momento temo que se haya hecho daño, al instante me doy cuenta de que se está riendo a carcajadas.

—¿Una sirena? —logra decir, casi sin aliento.

Las gotas de agua que corren por mis mejillas deben de evaporarse, porque la piel empieza a bullirme de pura vergüenza.

—Si dices algo, te vas al agua —le advierto a Víctor, que levanta las palmas de las manos y aprieta los labios. Parece que no le apetece un remojón.

Cuando nos bajamos de la atracción, casi le falta tiempo para burlarse de mí.

—¿Quieres que alquilemos una barca?

—Prefiero quedarme en tierra, grumete. Ya he tenido suficiente agua por hoy.

Seguimos dando vueltas por el parque, abriéndonos paso entre los visitantes. Antes de que nos demos cuenta, volvemos a estar junto a las Güichin güeis. Desde la entrada no me había fijado en la gran terraza que se extiende a uno de los lados de la atracción. Elegimos una mesa alejada del tumulto de los visitantes y apenas cinco minutos después tenemos delante dos refrescos.

—Te habría recomendado la horchata valenciana. Es su especialidad. Lástima que no sea temporada —dice Víctor despreocupadamente después de darle un sorbo a su bebida—. Aunque esto tampoco está mal.

No digo nada. Ambos sabemos que hay algo sobre lo que debemos hablar y no es precisamente sobre la temporada de la chufa.

—¿Qué pasa? —pregunto sin molestarme en mirarlo. Prefiero observar cómo algunos despreocupados visitantes recorren una y otra vez la pista ondulada de las Güichin güeis.

—Hace unas semanas le escribí a Joaquín. Ayer por la mañana recibí su respuesta.

—¿Y?

Soy consciente de que mi contestación suena un tanto indiferente, aunque no ha sido esa mi intención. Son tantas las cosas que quiero preguntarle que sólo me ha salido esa pobre y solitaria palabra. Víctor se toma unos segundos antes de seguir hablando.

—¿Quieres que siga?

Me vuelvo hacia él y veo sus ojos clavados en mí. Asiento lentamente, sin terminar de entender a qué viene la pregunta.

—Me dijiste que vendrías… Que te irías conmigo.

Vuelvo a asentir.

—¿Has cambiado de opinión?

—No. —Me obligo a que mi tono suene firme. Sé que Víctor capta la sutil duda de mi voz, así que añado—: Iré.

—¿Estás segura?

¿Estará él seguro? ¿Habrá cambiado de parecer? No me permito pensar en eso; inspiro profundamente.

—Sí.

—Aquí está tu familia.

Si lo que espera es que mande a la porra a mi familia sin dudar, no voy a hacerlo. Tomar la decisión de irme no ha sido fácil, pero no son mis padres los que me preocupan. Mi familia está aquí, es cierto, pero Víctor tiene razón: yo no soy mi familia y no tengo por qué imitar sus vidas. Aparte de ellos, Barcelona no tiene nada que ofrecerme. Mi cumpleaños se está acercando y, con él, las amenazas de mi padre. Diecinueve años son demasiados. Padre tiene razón: es hora de que me case y me vaya de casa. Aunque sé que le romperé el corazón a mi madre si me fugo con Víctor fuera del matrimonio, esto es lo que más se acerca a sus deseos.

Echaré de menos a mis hermanos, tanto que me duele el pecho al pensarlo. Sin embargo, no tengo dudas. Mi futuro no está aquí. Víctor me está ofreciendo una nueva vida y yo no quiero rechazarla.

—No se irán a ninguna parte. Vendré a visitarlos.

—Aun así…

—Si no me voy yo, mi padre me echará. Está esperando una excusa. Cisco y yo tenemos los días contados en esa casa.

Víctor echa el cuerpo hacia atrás. Juguetea con su sombrero, que reposa sobre la mesa, con la mirada clavada en mí. Un escalofrío me recorre el cuerpo.

—¿Qué te parece Madrid? Mi hermano puede ayudarnos. Me ha dicho que está trabajando en un periódico de la ciudad. Se gana bien la vida y tiene muchos contactos. Me ha dicho que podemos vivir con ellos un tiempo.

—¿Y su mujer?

—¿Alicia? Está encantada. Apoya todo lo que implique fastidiar a mis padres.

Nos quedamos en silencio y por un momento parece que el Saturno Parque se une a nuestro mutismo. Cuando Víctor me coge de la mano, todo vuelve a girar. Aun así, no puedo hablar. Sólo puedo pensar en Joaquín y en la reacción de sus padres cuando se enteraron de su matrimonio. El desaire que está planeando Víctor es incluso más grave, así que las consecuencias…

No quiero ni pensarlo.

—¿Y tú… estás seguro? Es una decisión que…

—Que ya está tomada —me corta.

—¿Puedo preguntarte algo? —susurro. Víctor asiente—. Si yo no hubiera aparecido… o si no quisiera irme contigo… ¿te marcharías igual?

—Sí —responde sin vacilar. Me aprieta la mano con fuerza antes de seguir hablando—. He pensado mucho en ello y no podría seguir con Eulalia. He visto demasiadas cosas de ella que no me gustan. Preferiría alistarme en el ejército antes que casarme con ella. Cuando rompamos nuestro compromiso, aquí ya no me quedará nada. A no ser que tú te quedases. Pero si lo hicieras… no podría quedarme. Necesito irme. Lo siento.

Víctor me mira como si acabara de ofenderme profundamente, sin entender que ha dicho exactamente lo que quería oír.

—Iré contigo —le aseguro. Parece que aún no termina de creérselo—. Sólo necesitaba saber que no te marchas únicamente por mí.

El chico dibuja una sonrisa torcida.

—No soy esa clase de chico —dice, cogiendo el vaso de refresco y alzándolo un poco.

—Ni yo esa clase de chica —respondo, imitando su gesto.

—¿Por nosotros?

—Por nosotros. En Madrid.

Oigo a mi padre incluso antes de terminar de abrir la puerta de casa.

—¿Dónde te habías metido?

Está enfadado y por una vez me temo que tiene razón. No sé qué hora es, pero debe de ser tarde, porque el sol se ha puesto hace ya rato. Cierro la puerta y arrastro los pies hasta el escaño de la cocina, donde madre teje bajo el abrigo de una manta. Miro a mi padre sin decir nada. Estoy demasiado cansada para inventarme una mentira.

—¿Estás sorda? ¿Dónde te has metido? Esta tarde tenías que cuidar de tus hermanas —gruñe padre desde la mesa. Cisco está leyendo un periódico a su lado.

Esquivo sus ojos rabiosos buscando los de mi madre.

—He salido. ¿Queda algo de cena?

Antes de que ella pueda responder, padre me contesta de forma cortante.

—Sí, pero no para ti. Si tanto te gusta salir, vete.

—¿Perdón?

—Vete —repite él, mirándome con dureza—. Si no puedes estar aquí cuando tu familia te necesita, vete.

Si supiera que hoy sus palabras adquieren otro significado, se lo habría pensado dos veces antes de escupirlas. Cisco ha levantado la cabeza y ahora escudriña mi expresión.

—Madre…

—Sal —ruge padre—. Vuelve a entrar cuando hayas entendido que no puedes hacer siempre lo que te dé la gana.

—Por supuesto, padre. Espero que algún día logre ser tan considerada como usted. Lo siento de veras. Siento que no haya podido pasar la tarde en el bar, puliéndose la mitad de su salario en bebida.

Antes de que tenga tiempo de reaccionar, ya estoy corriendo escaleras abajo. Cuando voy por el segundo piso, el sonido de un portazo me hace acelerar el ritmo. Si padre me atrapa, voy a terminar llena de moratones. No es una buena idea hacerlo enfadar, y mucho menos cuando no ha podido tener su ración diaria de alcohol.

—¡Marina! ¡Espérame, por favor!

Entre el caos que es ahora mi cabeza se cuela la voz de la razón. Me detengo en seco. Padre no me pediría por favor que le esperara.

—¿Cisco?

—¿Quién quieres que sea? —pregunta mi hermano desde el tercer piso.

—Padre. Pensaba que venía detrás de mí.

—Madre lo ha parado. Estás loca, ¿lo sabes? —me dice, sin tono de reproche. Sus pasos se acercan y yo sigo bajando.

Paso de largo el primer piso, aunque todo cuanto me gustaría en ese momento es llamar a la puerta y exigirle a Víctor una fuga inmediata. Me dejo caer en las primeras escaleras del portal. La señora Emilia pronto cerrará la puerta y no quiero arriesgarme a quedarme fuera. Unos segundos después, Cisco se sienta a mi lado.

—¿Cómo se te ocurre soltarle eso a padre? Sobre todo después de…

—Ya lo sé, esta tarde me tocaba cuidar de María y Carme —refunfuño—. Lo siento, ¿de acuerdo? Se me ha olvidado. No es tan grave. Padre puede cuidar de ellas de vez en cuando, en lugar de estar con sus amigotes en la tasca. Son sus hijas, no desconocidas.

—Ya sabes cómo es —se limita a responder. A veces no entiendo cómo puede indignarse por causas como el salario de sus compañeros y quedarse impasible ante el comportamiento de padre—. ¿Has estado con el señorito ese?

Le echo un vistazo a la portería, completamente desierta, antes de responder.

—Víctor —lo corrijo—. Sí. Voy… voy a irme, Cisco.

—¡Por fin!

Echo a reír. No era esa precisamente la reacción que esperaba de mi hermano.

—¿Tantas ganas tienes de perderme de vista?

—Tengo ganas de que hagas algo con tu vida. Seamos sinceros: padre ya no nos quiere en casa, para él somos una molestia. Si no nos ha echado es porque madre se lo impide. Tienes la oportunidad de empezar una nueva vida. Serías tonta si la desaprovecharas. ¿Adónde iréis?

—A Madrid. Ha hablado con su hermano y él y su esposa están dispuestos a ayudarlo. Bueno, a ayudarnos.

—¿Y qué pasa con su prometida? ¿Ha roto ya el compromiso?

Es una pregunta complicada, así que me tomo mi tiempo para responder. Después de mucho hablarlo, hemos decidido que Víctor hablará mañana con Eulalia, y que si no entra en razón en el plazo de una semana hablará con sus padres, los señores Rubio. Es un movimiento arriesgado, pero es lo único que se nos ha ocurrido. Seguramente no les haga mucha gracia saber lo que su adorable hija hizo con un muchacho tarraconense cuando ya estaba prometida a Víctor. La deshonra sería total y, conociendo a esa gente, no querrán arriesgarse a que tal asunto salga a la luz. Aunque el plan no es demasiado noble, Cisco lo ve más que respetable. Es más, pretende que obviemos la primera parte y que vayamos a hablar ya con los señores Rubio.

—Entonces… es definitivo —murmura Cisco.

—Sí.

Mi hermano pasa un brazo por encima de mi hombro y me estrecha contra su pecho.

—Te echaré de menos, enana.

—Y yo a ti —digo. Me quedo en silencio, porque me ha parecido oír un ruido en el portal. Le hago un gesto a Cisco con la mano para que guarde silencio. A los pocos segundos, aparece la señora Emilia. Sin mirar en nuestra dirección, se dirige a la puerta principal. La cierra lentamente, con gesto cansado, y desaparece—. Vámonos. Esta mujer tiene demasiado buen oído.

Cisco me da un beso en la mejilla y se levanta.

—Deja que entre yo primero. Veré si los ánimos están lo suficientemente calmados.

Asiento despacio, haciéndole un gesto para que vaya subiendo. Fuera, el sereno hace la ronda, y algún gato callejero maúlla de forma lastimera. Dejo que la nada me envuelva. Necesito estos momentos de soledad. Me pregunto qué ha sido de la chica que hace apenas unos meses se sentaba en esta misma escalera y era consciente de lo separados que estaban su mundo y el piso principal. Me pregunto en qué momento desapareció y cuándo decidí que no me importaba.

Me pongo de pie pesadamente y empiezo a arrastrarme hacia casa, acariciando la ornamentada barandilla como si fuera la última vez. Al pasar por el piso principal, me parece oír gritos. Me detengo y me acerco a la puerta de madera. No oigo nada.

Aun así, un escalofrío me lame la espina dorsal. Algo no va bien.