Mario la había llamado cuando aún estaba durmiendo. Aun así, a Abril le había bastado media hora para llegar a su casa. No había avisado a Héctor, no porque se hubiera olvidado, sino porque después de la escena del día anterior no tenía el más mínimo deseo de verlo. No había contado con que Mario lo hubiera llamado o que hubieran pasado la noche juntos, de modo que, cuando Héctor la recibió en una casa que no era la suya, no pudo evitar una mueca de disgusto.
—Yo también me alegro de verte —dijo Héctor mientras Abril entraba en el piso.
—¿Qué haces aquí?
—Se ha quedado a dormir esta noche —intervino Mario, saliendo del comedor. Sonrió e invitó a Abril a seguirlo—. No te preocupes, le he hecho prometer que va a estar callado.
Mario había sido conciso por teléfono, como siempre. Sólo le había dicho que, si quería, su hermana había quedado con su amiga la tarotista aquella misma mañana y que había aceptado echarle una mano a Abril. En aquel momento esperaba en el salón, charlando despreocupadamente con la hermana de Mario.
—Abril, esta es mi hermana, Irene, y ella Cristina, su amiga —las presentó Mario, señalando a las dos chicas que estaban sentadas en el sofá.
Abril les dio dos besos a cada una a modo de saludo, evitando cualquier gesto o mueca de sorpresa. Irene era tal como la había imaginado: menuda, con el pelo corto y un hoyuelo en la barbilla. Era la versión femenina de Mario. La vidente, sin embargo, distaba mucho de ser lo que Abril había dibujado en su imaginación. Era una chica de unos veinticinco años, quizás alguno más, de cabello rubio y rizado. Sus ojos estaban sombreados por un suave color azul, a juego con su iris. Nada de turbantes, ni grandes joyas brillantes. Ni siquiera una mísera bola transparente entre sus manos. Era una joven de lo más normal, vestida con unos vaqueros y una camiseta holgada. No pudo evitar sentir una punzada de decepción. Había esperado una vidente como las de las películas o los dibujos animados, alguien aparentemente distinto de los demás, capaz de ver aquello que las personas corrientes no podían percibir.
Y sin embargo, Cristina parecía tan… vulgar.
—Ven, siéntate a mi lado —le indicó ella al tiempo que sacaba un pequeño paquete rectangular del bolso que tenía al lado—. ¿Abril, verdad? Puedes llamarme Cris.
Abril sonrió sin decir nada. Mario aprovechó para empujar a Héctor hasta el otro sofá y echarle una mirada de hielo para que mantuviera las formas.
—Irene me ha contado lo de tus sueños.
—Son… —empezó a decir Abril, pero calló al instante al ver que Cris hacía aspavientos con las manos.
Sacó una baraja de cartas alargadas del paquete y se la tendió a Abril.
—No me digas nada. Esto no va así. Mézclalas. —Esperó a que Abril hubiera terminado de hacerlo antes de proseguir. Señaló la mesa que tenían delante y dijo—: Ahora déjalas encima de la mesa y divide el montoncito en dos. ¡Con la mano izquierda! ¿Has pensado qué quieres preguntar exactamente?
Abril asintió de forma lenta.
—¿Eso es todo? ¿Sin velas ni bolas del futuro ni oraciones? —oyó que le susurraba Héctor a Mario, que lo hizo callar de un codazo.
Cris empezó a repartir las cartas encima de la mesa. Abril observaba los nombres que iban apareciendo. El Loco, el Colgado, los Enamorados… No entendía cómo aquellos trozos de cartón podían solucionar sus problemas. Cuando Cris hubo repartido once cartas, divididas en tres líneas de cinco, tres y tres cartas, se quedó mirándolas un buen rato antes de empezar a hablar.
—Las dos primeras cartas, ¿las ves? El Loco y el Colgado. Hay algo en tu pasado que te está impidiendo avanzar y que te hace sufrir. Los Enamorados… Un intento de contacto entre algo que está separado. Y la Luna —dijo, señalando la cuarta carta de la primera línea— significa que te estás adentrando en lo más profundo y turbio de tu alma. Está junto al Ermitaño, lo que significa que necesitas coraje y reflexión para cruzar el umbral de lo desconocido. Tienes que escuchar tu voz interior. —La chica siguió repasando las cartas con los dedos—. La Rueda de la Fortuna, la Fuerza, la Muerte… Se está produciendo una transformación en ti, algo se está renovando. No puedes verlo, porque estás estancada en el pasado, pero está ahí —dijo, haciendo un gesto para señalar las dos primeras cartas—. Pero mira las cartas de la última línea… El Juicio representa la claridad de ideas, la verdad. La Estrella simboliza el destino, el conseguir lo deseado después de muchas dificultades y luchas. Lo solucionarás. Encontrarás el camino.
—Y el Mundo —intervino Irene, mencionando la última carta que había sobre la mesa—. El Mundo cierra el círculo que abre el Loco.
Cris asintió lentamente.
—Y todo vuelve a su origen.
—¿Y eso… qué quiere decir? —se atrevió a murmurar Abril con un hilo de voz.
—Hay algo de tu pasado que no te deja avanzar —intervino Irene, mientras su amiga asentía con la cabeza—. Algo que perdiste. ¿Quizás un antiguo amor?
Abril negó con vehemencia. Aunque había tenido algunas relaciones, unas más largas que otras, ninguna había sido lo suficientemente importante como para crear esa situación. Aquello no tenía nada que ver con sus antiguos novios, que tampoco eran demasiados. Tenía que ver con ella y con Leo, con Víctor y con Marina. Con nadie más.
—Tal vez… —musitó Cris, mirando al techo con expresión perdida—. Tal vez sea algo anterior. Cuéntame esos sueños.
Abril tomó aire y empezó a relatar la historia que noche tras noche se iba sucediendo en su cabeza. Le habló de los Altarriba, de Marina y su familia, de la señora Emilia y de Elvira, de Anna, del Cine Ideal y de las calles de la Barcelona de mediados de la década de 1910.
—¿Cómo sabes las fechas? —preguntó de pronto Cris.
—Las vi… Marina las vio en un par de periódicos.
—Pero hablas como si el tiempo hubiera seguido pasando. En el último sueño, ¿en qué mes estáis?
—23 de enero. Un sábado —respondió ella sin dudar.
La vidente hizo un mohín.
—¿Cómo lo sabes?
—No… no lo sé. ¿Intuición?
Cris se volvió hacia Irene y se quedó mirándola unos instantes, como si intentara comunicarse con ella sin palabras. Luego se volvió hacia Héctor y Mario y les pidió que las dejaran solas. Abril observó cómo salían del comedor y cerraban la puerta a sus espaldas.
—¿Cuándo empezaron esos sueños?
—Después de conocer a Leo. Esa misma noche. Pero no siempre es entonces… A veces me quedo dormida en el metro, o en clase, y aunque sean diez minutos, allí están. Y hay noches que están completamente en blanco.
Cris asintió y la invitó a continuar:
—¿Qué sientes cuando te despiertas? ¿Cómo te encuentras?
—Mal —admitió Abril automáticamente—. Necesito saber lo que va a pasar. No puedo quitármelo de la cabeza… Me siento bien ahí, como si Marina y yo nos hubiéramos fundido en una misma persona, y sólo deseo volver a dormir para seguir soñando.
—Quizás así sea —intervino Irene con un hilo de voz.
—¿Perdón?
—Se ha estudiado mucho acerca de esto —dijo ella, para luego dirigirse a su amiga—: Probablemente el caso más conocido sea el de Cameron Macaulay, un niño de Glasgow.
La vidente asintió y se volvió hacia Abril, que las miraba de forma expectante.
—Desde que era pequeño, Cameron le hablaba a su madre acerca de su otra familia. Decía que la echaba de menos y que su otra madre debía de estar preocupada por él. Le explicó que él antes vivía en la isla de Barra, en una pequeña casa blanca junto a la playa, y que tenían un perro blanco y negro, un coche oscuro… Eran tantos los detalles que le había dado que su madre decidió contactar con un psicólogo experto en el tema. Dada la facilidad para comprobar la veracidad de lo que contaba Cameron, cogieron un avión y se fueron los tres a la isla de Barra, acompañados por un equipo de televisión. Creo que incluso han hecho un documental —divagó Cris, que al momento sacudió la cabeza, como si así quisiera poner en orden sus ideas—. El caso es que cuando llegaron ahí, preguntaron en el Centro Histórico por la familia Robertson, como había dicho Cameron que se llamaba su antigua familia. Les dijeron que no constaba, de modo que recorrieron la costa en busca de la casa blanca. No tuvieron éxito, pero entonces los llamaron del Centro y les dijeron que, efectivamente, había vivido una familia con ese apellido en una casa en la bahía. Cuando Cameron vio la casa, se emocionó mucho. Era el lugar que él recordaba, sólo que allí ya no vivía su familia. Sin embargo, recordaba cada lugar, cada escondrijo, adónde daban las ventanas… En las antiguas fotografías aparecían el perro negro y blanco del que hablaba, y el coche negro, y los otros dos hijos de la familia… Lo único que no acertó fue el nombre del padre, Shane Robertson, que habría muerto «por no mirar a los dos lados». Al menos, la pariente lejana con la que hablaron les dijo no recordarlo, ni tampoco que hubiera habido en la familia ningún atropello mortal. Por lo demás, todo coincidía. La isla de Barra está a más 260 kilómetros de Glasgow y el niño jamás había estado allí antes.
Abril se quedó en silencio, asimilando lo que acababa de escuchar, incapaz de reaccionar. Miró a Cris y luego a Irene, para volver a fijar sus ojos en la vidente, que la observaba sin pestañear.
—No es algo habitual, y la mayoría de las personas que lo experimentan lo hacen cuando son muy pequeñas, como Cameron. A medida que crecen, van olvidando esos recuerdos.
—¿Re… recuerdos? —fue lo único que pudo balbucear Abril.
—El chico de tus sueños, Víctor, es igual que Leo, y Marina, según me has dicho, es clavada a ti. Recuerdas todos los detalles, incluidas las fechas, y has creado lazos emocionales con todos los personajes que aparecen. Y curiosamente son los mismos que los de Marina, ¿me equivoco? —preguntó. Esperó a que Abril negara con la cabeza para continuar—: ¿Recuerdas dónde vive Marina?
—En la calle València, casi en la esquina con la rambla de Catalunya —susurró Abril.
—¿Se te ha ocurrido ir ahí a echar un vistazo?
Aunque fuera una estupidez, y así se lo decía su lógica, tenía que admitir que lo había hecho. En más de una ocasión se le había pasado por la cabeza ir a esa calle y buscar el portal donde vivían los protagonistas de sus sueños. Si no lo había hecho era por miedo a lo que pudiera encontrar allí. Tragó saliva y asintió.
—¿Y mirar en las hemerotecas de los diarios? Estoy segura de que recuerdas las portadas. —Volvió a esperar una respuesta, pero esta vez Abril no se molestó en decir nada—. Compruébalo y, sobre todo, abre tu mente. Debes estar dispuesta a aceptar la verdad, aunque eche abajo los cimientos de tu vida. Lo dicen las cartas: tu pasado ha vuelto y es ahora tu presente. No son sueños. Son recuerdos.