Es imposible conseguir que Rosalía se calle. No para de parlotear acerca de su inminente boda con Pere, mientras Anna y yo la miramos y sonreímos. Puede que a Anna le interese el tipo de vestido que va a llevar. A mí no, al menos después de escucharla diez minutos seguidos describiendo cada detalle del traje. Estoy deseando interrumpirla cuando ella misma detiene su monólogo para preguntar, sorprendida:
—¿Ese no es el hijo de los Altarriba?
Me doy la vuelta y veo a Víctor avanzando hacia nosotras. Va vestido con un traje marrón y un bombín. No me sorprende que Rosalía lo reconozca. Conoce a todo el mundo, aunque sólo sea de vista, y, por supuesto, sus respectivas historias. Rosalía abre la boca como si quisiera empezar a ponernos al día sobre el joven Altarriba. Vuelve a cerrarla al instante, al comprobar que Víctor no desvía el rumbo. Anna me lanza una mirada fugaz que no paso por alto.
—¿Lo conocéis? —susurra Rosalía cuando Víctor está a apenas unos veinte metros de nosotras.
—Marina trabaja para su familia —se afana en responder Anna, bajando la voz.
Las tres nos miramos durante unos segundos antes de volvernos hacia Víctor, que dibuja una media sonrisa. Se quita el bombín para saludar.
—Te he estado buscando.
Me levanto del banco en el que estamos sentadas con la intención de apartar a Víctor de Rosalía y Anna, que nos observan con atención. Sin embargo, él tiene otros planes, porque, antes de que pueda reaccionar, me da un beso en la sien. Doy un paso hacia atrás de forma instintiva. Siento la mirada penetrante de mis dos amigas sobre mí. No me atrevo a girarme hacia ellas. Tampoco puedo. No soy capaz de apartar mis ojos de Víctor, debatiéndome entre golpearlo o abrazarlo.
—¿Qué haces? —me atrevo a preguntar.
—¿Qué? —Se encoge de hombros con fingida inocencia. Mira a Rosalía y a Anna y ríe de forma despreocupada—. Lo siento, qué descortesía. ¿Cómo están, señoritas?
Anna y Rosalía se miran antes de intentar balbucear una respuesta, sin éxito. No las culpo. En su lugar, yo también estaría sorprendida. Víctor se vuelve hacia mí.
—¿Es un mal momento?
—¿Es urgente?
—No, en realidad no —admite con un hilo de voz.
Quiero irme con él para saber qué quiere y sé que a Anna y a Rosalía no les importaría. Aun así, hacía mucho tiempo que no las veía y no quiero desperdiciar este momento, aunque eso signifique seguir escuchando a Rosalía parlotear sobre su boda o su prometido.
—Nos vemos luego, ¿de acuerdo?
Víctor asiente, cabizbajo, y se aleja tras despedirse de mis dos amigas, que no cierran la boca. Parpadean lentamente, casi acompasadas, y se miran entre ellas, como si decidieran quién tiene que empezar a hablar. Tras unos segundos de patéticos balbuceos, es Rosalía quien se atreve a decir lo que está pensando.
—Así que es cierto. —Se me queda mirando durante unos segundos antes de añadir—: Que el señorito Altarriba tenía a otra.
Esa última palabra me sienta como una patada en el estómago.
—Yo no soy la otra.
Rosalía me mira con escepticismo y Anna, aunque baja la cabeza, no consigue disimular lo que piensa. Lo que todo el mundo pensaría y pensará: que soy la otra, una pobre desgraciada que ha engañado al hombre de otra mujer para hacerse con su fortuna. Pero Víctor apenas tiene fortuna, al menos no si huye conmigo, y tampoco tiene a nadie más.
—Pensaba que estaba prometido —interviene Anna.
Asiento con la cabeza de forma despreocupada. Eulalia es sólo un peón del juego que han orquestado los señores Altarriba. No es nadie para Víctor, aunque mis dos amigas no tienen por qué saber eso. Aun así, tengo la sensación de que, diga lo que diga, Rosalía no dejará de mirarme con esa expresión de envidioso desprecio.
—¿Entonces…? —me invita a hablar Rosalía.
Una parte de mí ansía justificarse y deshacerse de la culpabilidad que me atormenta, pero mi parte racional la frena. Sé que voy a ser el cotilleo del mes, al menos para Rosalía, y no puedo arriesgarme a que la gente sepa más de lo que pronto sabrá. De modo que les ruego a mis dos amigas que guarden el secreto, y cuando consigo un juramento en firme de ambas, me excuso abruptamente y me pongo a andar por la calle que ha tomado Víctor. Si me doy prisa, tal vez consiga atraparlo.
—¡Espera! —grito, casi sin aliento, cuando acierto a verlo subiendo tranquilamente por la rambla de Catalunya. No se da la vuelta—. ¡Víctor!
Mira a su alrededor hasta darse la vuelta sobre sí mismo. Cuando me ve, no disimula una generosa carcajada.
—¿No estabas ocupada? —me pregunta cuando lo alcanzo.
—Lo estaba hasta que llegaste —farfullo—. Rosalía es una chismosa metomentodo. No podía aguantar mucho sus pamplinas.
—Bienvenida a mi mundo.
—Y al de todos, niño rico. Pensaba que estabas en el teatro con Eulalia.
Dibuja una sonrisa pícara y me hace un gesto con el dedo para que me acerque a él.
—Me he escapado.
—¡Víctor! Eso… eso no es propio de un caballero. —Intento que mi voz suene enfadada, pero no lo consigo. Dejo que la risa estalle en mi boca—. ¿No te echará de menos?
—Es probable.
Víctor rompe a reír. Sé que no debería resultarme gracioso pensar en Eulalia buscando a Víctor por todas partes, pero no puedo evitarlo. Mi risa suena hilarante, nerviosa. Creo que aún no he asimilado que los sentimientos de Víctor son sinceros, aunque en las dos últimas semanas él haya aprovechado hasta las más mínimas ocasiones para que lo haga. A pesar de los besos a escondidas y las sonrisas fugaces, esta es la primera vez que podemos estar a solas.
—¿Tienes trabajo? Tengo algo que proponerte.
—Debería ir a lavar la ropa.
—¿No puede esperar? Seguro que aún queda alguna prenda limpia por tu casa.
—No nuestra ropa, Víctor, la de mis vecinos. Así me gano otro salario —le explico—. Aunque quizás podría hacerlo mañana. Si tu propuesta lo vale, por supuesto.
—¿Qué te parece ir a un parque?
—Vulgar —respondo, intentando imitar la forma de hablar de Eulalia—. Tus hermanos me arrastran a un parque al menos tres veces por semana.
—Pues así ya estarás acostumbrada.
Lo dice de forma tan seria que no me molesto en replicarle. Por la sonrisa que intenta ocultar, sé que tiene algo en mente, de modo que me encojo de hombros y me dejo guiar.
—¿La Ciutadella? —pregunto, enarcando una ceja, cuando nos subimos al tranvía. Recuerdo que cogimos esta misma línea cuando volvimos de ese parque en septiembre. No es que tenga una gran memoria, pero una se acuerda de estas cosas cuando sólo ha subido tres veces en su vida al tranvía.
Víctor le da unas monedas al conductor y me empuja sin decir nada hacia los dos únicos asientos libres que hay. Su silencio confirma mis sospechas. El traqueteo del vagón me adormece, de modo que me recuesto en Víctor y espero a que el tranvía nos deje a donde sea que nos lleve.
—¿Has estado en el Saturno Parque alguna vez? —me pregunta cuando atravesamos la entrada de la Ciutadella.
Niego con la cabeza. He estado muchas veces en la Ciutadella, pero nunca he tenido en la mano los diez céntimos que cuesta la entrada del parque de atracciones. He tenido que contentarme con observar la montaña rusa y oír los gritos lejanos de los afortunados que ocupan sus vagones.
—Pues vamos.
Así de fácil. Me detengo de repente, como si delante de mí hubiese surgido un muro invisible. Víctor sigue andando hasta que se da cuenta de que me he quedado atrás. Se da la vuelta y hace un mohín.
—¿Qué pasa?
Intento ser sincera, pero me cuesta expresarme. Sé que Víctor no lo hace a propósito y, aun así, no puedo evitar sentir rabia contra él.
—No quiero ir.
—¿Por qué?
—Porque no quiero tener que deberte nada.
—No te entiendo —dice, acercándose a mí.
—Ya sabes. El libro, el cine… y ahora esto. No puedo aceptarlo.
—¿Por qué?
La gente pasa a nuestro alrededor, observándonos de forma descarada. Víctor se ve tan elegante enfundado en su traje oscuro que aún evidencia más lo tosco de mi vestido.
—Porque no quiero ser esa clase de chica. No quiero que la gente piense que… —susurro quedamente—. No quiero tu dinero.
—Ya lo sé.
—Pero los demás no, y la gente es mala y entrometida y pronto empezarán las habladurías y… y… —La voz se me rompe.
—¿Qué más da lo que la gente piense? Vamos, Marina —intenta animarme—. Aprovechemos que aún estamos aquí. Invita mi padre. Piensa que es algo así como una paga extra.
—Pero…
—Por favor. Me apetece tener una tarde normal contigo.
Aunque sigue sin convencerme la idea, termino por aceptar. Hace mucho tiempo que quiero ver cómo es el Saturno Parque desde dentro y sé que es ahora o nunca. Me agarro a desgana del brazo que me ofrece Víctor y andamos sin decir nada hasta la entrada del parque de atracciones. Estoy demasiado concentrada en ignorar las miradas de la gente como para iniciar una conversación.
Víctor deja caer unas monedas sobre el tablero de la caseta del taquillero, que nos desea una buena tarde. Clavo los ojos en los suyos, en busca de cualquier signo de reprobación. Sin embargo, todo cuanto encuentro es una sonrisa amable bajo un diminuto y cuidado bigote. Suspiro e intento sonreírle a Víctor, que me pregunta adónde quiero ir. No respondo, porque no lo sé.
Entrar en el parque ha sido como aterrizar en un mundo mágico. Ha bastado un segundo para que me olvide de todas mis preocupaciones. Aislada de la cotidianidad de la urbe, la gente pasea entre atracciones fabulosas. Delante de nosotros se extiende una plataforma alargada de madera sobre la que se deslizan unos pequeños carros con volante. La atracción está delimitada por unas estilizadas columnas, unidas entre ellas por unos arcos decorados con motivos rocosos. Algunas personas hacen cola en la entrada de la atracción, cubierta por una masa deforme de estalactitas.
Un ruido atronador me saca de mi ensimismamiento. Sobresaltada, presiono con fuerza el brazo de Víctor. Si no fuera imposible, habría jurado que acaba de pasarnos un tranvía por encima.
—¿Qué demonios ha sido eso?
Víctor se ríe y señala hacia el cielo, justo encima de nuestras cabezas. Cuando veo la vía de madera, no puedo sino echarme a reír. Embobada como estaba, no me he fijado en que la montaña rusa que rodea prácticamente todo el parque pasa justamente por encima de nosotros.
—Los Urales.
—¿Qué?
—Así se llama la montaña rusa: los Urales.
Asiento con la cabeza, fingiendo que no me importa lo más mínimo. En realidad, todo cuanto deseo ahora es descubrir qué esconde el Saturno Parque.
—Vamos —digo, tirando a Víctor del brazo.
—¿Adónde?
—A todas partes.
Aunque al principio sigue dándome reparo que Víctor pague mis entradas para las atracciones, no puedo resistir su insistencia ni la tentación que son muchas de las paradas. La primera atracción en la que entramos es la de carros con volante. Cuando nos acercamos a ella, me doy cuenta de que la plataforma sobre la que se deslizan está ondulada.
—Por eso se llama Witching waves —me explica Víctor, cuando señalo la extraña superficie de la pista.
—¿Güichin qué?
—Witching waves. Olas embrujadas. La pista tiene forma de olas.
—Lo he visto, gracias —mascullo mientras empujo a Víctor hacia delante. La cola está avanzando—. Güichin güeis. Vaya nombre más estúpido. Será que no hay palabras en nuestro idioma. Güichin güeis…
A pesar de que se me da bien conducir el extraño carro de esa atracción de nombre casi impronunciable, prefiero no repetir cuando Víctor lo propone. Hay demasiado por ver y tengo miedo de que anochezca antes de que hayamos dado la vuelta a todo el parque. No es que sea muy grande, pero yo soy algo contemplativa. Así pues, continuamos con nuestro paseo, admirando las casetas de feria y las atracciones más modernas. Pasamos de largo el Tubo de la Risa —un enorme tubo en el que te dan vueltas hasta que caes al suelo de puro mareo, lo cual, a mi parecer, no tiene nada de gracioso—, de los aeroplanos deportivos y de los columpios.
De repente, una caseta de tiro al plato aparece de la nada y Víctor prácticamente me arrastra hasta ella. Le da una moneda al feriante y me ofrece la escopeta. Doy un paso hacia atrás de forma instintiva. No me gustan las armas de fuego. Demasiado incontrolables y poco honestas.
Víctor, por supuesto, no está de acuerdo.
—Pegarle un tiro a alguien es demasiado fácil. ¿Dónde quedó el honor de las espadas, el enfrentamiento cara a cara? —le digo.
—¿Quieres que me bata en un duelo con espadas con un plato? —se ríe Víctor delante del feriante, que nos observa sin disimular la risa.
—¡Vamos, muchacho! ¡Pim Pam Pum! —grita el hombre, haciendo como que dispara con ambas manos—. ¡Pim Pam Pum!
Debo de mirar a Víctor con extrañeza, porque, mientras coge la escopeta que le alarga el hombre, me susurra:
—Así se llama la atracción.
—¿Pim Pam Pum? —murmuro antes de dar un paso atrás. Hay que ver qué gusto tienen estos señoritos para la arquitectura y la moda y lo poco elegantes que resultan bautizando atracciones.
Víctor asiente, coloca la escopeta en posición y dispara. Falla.
—Tendrás que esforzarte más, muchacho —sisea el feriante, apoyado en una de las paredes. Me mira de hito en hito y dibuja una mueca provocativa bajo su poblado bigote—. A las mujeres no les gustan los perdedores.
Un ruido sordo le hace apartar la mirada de mí. Víctor ha vuelto a disparar y esta vez ha derribado un plato, cuyos restos se han esparcido por el suelo. Apoya la boca de la escopeta contra el suelo y se gira hacia el hombre. Aunque no puedo ver su expresión, pues está de espaldas a mí, sí puedo imaginarla, porque el hombre carraspea y desvía la vista.
—¿Quieres probar? —me ofrece Víctor, alargándome el arma.
No me hace demasiada gracia, pero todo sea por ir en contra del feriante, que, a juzgar por la mueca de escepticismo que cruza su rostro, no parece muy dispuesto a creer que una mujer pueda disparar.
Disparo tres veces, las suficientes para conseguir tirar uno de los platos de las estanterías. Víctor me ofrece el resto de los tiros que quedan, pero los rechazo. Temo que si sigo con la escopeta en las manos le pegue un tiro en la pierna al feriante, que continúa mirándome como si fuera un objeto incapaz de hacer nada por sí mismo.
Víctor derriba cuatro platos más y le devuelve la escopeta a su dueño, al que oímos gritar mientras nos alejamos:
—Eh, muchacha, ¿qué escondes debajo de ese vestido?
Cometo el error de girarme. Acierto a ver al hombre pasándose la lengua por el labio superior de forma grotesca.
—Vamos, no pongas esa cara. Es lo único que quiere tu galán. Quitarte ese vestido. Estoy seguro de que sin él estarías mucho más…
Víctor me agarra de los hombros y me obliga a seguir avanzando, alejándonos de la caseta.
—No le hagas caso.
Lo intento, pero la fuerza con la que aprieto los puños debe de delatarme, porque Víctor trata de restarle importancia al asunto, lo que hace que mi furia aumente.
—Tú no lo entiendes —lo corto.
—Claro que…
—Eso es lo que pensará la gente. Que soy una…
—Calla. —Víctor intenta impedir que diga esa palabra que a ambos nos llena la boca.
—Una prostituta. Una meretriz, una ramera, una cualquiera, una cortesana, una mujer pública, una golfa. Una puta —enumero, recurriendo a todas las palabras que me vienen a la mente.
—Eso no es cierto.
—Sí lo es.
—¿Alguien te ha llamado algo de eso?
—Ese hombre acaba de insinuarlo y tu prometida me lo dijo sin ningún tapujo. Ramera, creo que esa fue la palabra que utilizó.
—Está dolida. No permitas que te hiera, ni ella ni nadie.
—Ya lo sé. Pero cuando la gente sepa…
—¿Qué importa la gente? Cuando lo sepan, nosotros ya no estaremos aquí.
—No creo que tarden mucho en empezar a hablar si seguimos saliendo juntos o me besas en plena calle —refunfuño.
—No hablemos de eso ahora, por favor. ¿Quieres que nos montemos en los Urales? ¿O prefieres el Carrousel Parisien?
—Los Urales —respondo sin dudar. Aunque los tiovivos siempre me han gustado, no pueden compararse con una verdadera montaña rusa.
La he observado demasiadas veces desde lejos como para resistirme a ella. Por una vez, ni siquiera me importa que Víctor pague mi entrada. No puedo apartar la mirada de las vías, alzadas por una compleja estructura de madera. Los vagones que se deslizan por ella van llenos de gente que grita en cada leve desnivel. Junto las manos, emocionada, y clavo la mirada en el extraño túnel en forma de gusano que esconde las vías durante unos metros. O quizás es un dragón. La verdad es que siempre me lo he preguntado, pero nunca me he acercado lo suficiente para descubrir qué es exactamente. No puedo creer que en unos minutos vaya a ver incluso su interior.