Dieciséis

Es increíble lo rápido que soy capaz de correr cuando me lo propongo. La voz enfurecida de Eulalia se difumina con los ruidos de la ciudad con cada nuevo paso que doy. Corro con todas mis fuerzas, porque, aunque sé que no es capaz de ir detrás de mí, necesito perderla de vista, dejar atrás esa mirada asesina, ese rostro desencajado por la rabia que me ha hecho estremecer.

Por una vez, no me detengo cuando la señora Emilia intenta interceptarme. Subo las escaleras de dos en dos y entro en casa dando un portazo. Necesito un poco de tranquilidad para deshacerme de estas sensaciones incómodas que trepan por mi interior. No me siento capaz de dar ni un paso más, por lo que me dejo caer sobre el escaño de la cocina, completamente derrotada. Cuando cierro los ojos, miles de estrellitas y luces inundan esa oscuridad silenciosa, sólo alterada por mi desacompasada respiración. Me quedo ahí quieta durante no sé cuánto tiempo, intentando borrar la imagen de Eulalia de mi mente. Pero, aunque su rostro se vaya desvaneciendo, aún puedo oír su voz. Grita mi nombre una y otra vez. Entre grito y grito, oigo unos golpes que me hacen abrir los ojos. La voz de Eulalia procede del otro lado de la puerta, lo que me lleva a una horrorosa y lógica conclusión: Eulalia está en el rellano.

—¿Quién es? —me atrevo a susurrar, acercándome a la entrada.

—Lo sabes de sobra. Abre.

No me arrepiento de haber salido corriendo despavorida al verla, pero sé que no voy a poder huir cada vez que la vea. Al fin y al cabo, trabajo para la familia de su prometido. Así pues, hago de tripas corazón y me acerco a la entrada con paso tembloroso. Las bisagras chirrían cuando abro la puerta.

Algo me golpea la mejilla a traición. Me llevo una mano a la cara, que me arde por el bofetón, y veo el rostro enrojecido de Eulalia, cubierto por una fina capa de sudor. Respira agitadamente, con los ojos clavados en mí. No parpadea, no dice nada. Sólo me observa, como si quisiera fundirme con su mirada penetrante.

—Te dije que no te acercaras a él.

No sé qué responder. Si fuéramos las protagonistas de una novela, sé que yo sería la mala, la que se interpone entre dos prometidos. Sería la antagonista de mi propia historia. Probablemente no tenga defensa moral alguna.

Eulalia entra en el piso sin pedir permiso y se queda de pie en el centro de la cocina. Cierro la puerta, aún aturdida por el bofetón, y me siento en el escaño. Podría invitar a Eulalia a sentarse, pero no lo hago.

—No soy tonta, Marina. Sé cómo son los hombres y, sobre todo, cómo son las chicas como tú.

—¿Disculpe?

—No te hagas la inocente. Viste a un hombre soltero con dinero y quisiste echarle el lazo. Creerás que lo has enamorado, pero ¿sabes qué? Los chicos como Víctor no se enamoran de chicas como tú.

Eulalia me mira de arriba abajo con una expresión condescendiente que me enerva. No puedo reprimir un resoplido burlón.

—Es cierto. Los chicos como Víctor se enamoran de chicas como usted. Les piden la mano en matrimonio al atardecer, les ruegan que se casen con ellos y cuentan los días para desposarse. Las colman de flores, regalos y alabanzas, ¿no es cierto? Será usted la chica más afortunada del mundo, señorita Eulalia.

Espero otro bofetón, o al menos un grito. Sin embargo, todo cuanto hace Eulalia es soltar una risita aguda y taladrante.

—Serás ingenua… ¿De verdad crees que está enamorado de ti?

—No lo creo —susurro.

—¿Perdona?

—No lo creo —repito, alzando la voz—. Lo sé.

—No eres nadie.

—Víctor no opina lo mismo. Ha podido verlo hace un momento —digo, arrastrando las palabras. Sé que es una jugada arriesgada, que probablemente no debería desafiar a Eulalia de este modo, pero no puedo contenerme. Estoy cansada de tener que tragar sus impertinencias—. Si la quisiera, se habría casado con usted. No la quiere.

La habitación se queda en silencio. Sólo se oye la agitada respiración de la joven señorita, que cada vez parece más fuera de sí. Temo que olvide toda norma de cortesía y se abalance sobre mí. Le tiemblan los labios y sus ojos se han tornado vidriosos. Por un momento, temo que se eche a llorar. Cuando consigue hablar, lo hace con la voz entrecortada.

—¿Crees que estaba allí por casualidad? Víctor me citó.

—Miente.

—En absoluto —sisea.

Saca un pequeño trozo de papel del bolso de mano y se acerca para dejarlo caer sobre mi regazo. Lo desdoblo cuidadosamente. Palidezco al reconocer la elegante caligrafía de Víctor. «A las siete y media de la tarde en el centro de la plaza de Catalunya».

—Veo que reconoces su letra.

—No es de hoy.

Estoy desesperada por encontrar alguna explicación que desmienta la acusación de Eulalia. Es ilógico, incomprensible. ¿Por qué querría que nos viera?

—Víctor y yo nos conocemos desde que tenemos dientes de leche. Créeme, lo conozco. Sé que puede ser dulce y atento, pero también es vengativo. No le gusta que nadie lo humille. Cuando Víctor y su familia se mudaron a Barcelona, mis padres quisieron romper nuestro compromiso. Víctor habló con ellos y logró convencerlos para mantenerlo. Mis padres accedieron con la condición de que nos casáramos cuando los Altarriba se hubieran establecido en Barcelona de forma definitiva y estable. La boda sólo se retrasó por la guerra europea. Tuvimos que irnos a Estados Unidos. Ahora que estoy aquí, los planes siguen adelante.

—¿Por qué me cuenta esto?

—Porque quiero que entiendas que Víctor ha luchado por nuestro compromiso, que siempre me ha querido. Pero sabe que durante el tiempo que estuvimos separados tuve una aventura y quiere vengarse. Quiere hacerme sufrir antes de casarse conmigo; quiere darme una lección, y tú eres el juguete que tenía más a mano.

—Miente.

—No eres más que una excusa para castigarme.

—Miente. —Soy consciente de que no hago más que repetir la misma palabra, pero no soy capaz de decir nada más.

—No eres más que una cazafortunas y una ramera.

Me pongo de pie de un salto.

—No consiento que me hable así en mi propia casa.

—¿Y qué vas a hacerme?

Mi mano golpea con fuerza su mejilla, que noto ardiente y húmeda. Un hilo brillante recorre el borde de su nariz hasta perderse en sus labios. Ha llorado. Se me revuelven las tripas al notar sus lágrimas en la palma de mi mano. Nuestros ojos se cruzan y, en un instante, comprendo la desesperación de Eulalia. Sus lágrimas penetran en mi piel, llenándome de culpa y remordimientos.

Eulalia abre la boca, pero el sonido de una llave en la cerradura la detiene. La chica se sobresalta al ver aparecer a Cisco, que no luce su mejor imagen después de un día intenso de trabajo. La mirada de mi hermano salta de la una a la otra hasta que Eulalia tose, rompiendo la tensión del momento.

—Recuerda lo que te he dicho.

Y desaparece, dejando tras ella una estela de tristeza y dudas.

Cisco cierra la puerta, que había quedado abierta, y me busca con la mirada. Niego con la cabeza. No tengo ganas de hablar. Me tambaleo hasta mi habitación y me dejo caer en la cama, intentando digerir las palabras de Eulalia, que me retumban en la sien como un eco siniestro. Aprieto con fuerza el puño derecho, donde aún escondo la nota que Víctor le ha dado a Eulalia. No puedo creer que se citara con ella una hora y media después de quedar conmigo en el Ideal. Ha sido él quien ha sugerido ir a pasear antes de volver a casa, quien ha guiado nuestros pasos hasta el centro de la plaza de Catalunya. No logro comprender por qué querría que Eulalia nos viera juntos, no tiene sentido. Aun así, la nota que tengo entre los dedos no deja lugar a dudas. Y aunque no la tuviera, no puedo ser tan ingenua para pensar que Eulalia estaba allí por casualidad. Víctor me ha besado al verla tras de mí. Eulalia tiene razón: no soy más que un juguete.

Me doy la vuelta para hundir mi cara en la almohada, que absorbe mis lágrimas y amortigua mis sollozos entrecortados.

—¿Marina?

Sin volverme, le hago un gesto a Cisco para que se vaya. Susurrando, me avisa de que acaban de llegar madre y las niñas. Me incorporo de un salto y me seco las lágrimas con la manga del vestido. No quiero que madre me vea llorar. Cisco, que sigue de pie en el umbral de la puerta, se hace a un lado para dejar pasar a Carme, que viene corriendo y se lanza encima de mí.

—¡Mamá nos ha comprado caramelos! ¿Quieres uno?

La niña ni siquiera se percata de mis ojos hinchados. Le doy un beso en la frente y asiento.

—Ve con mamá —le dice Cisco a la pequeña, que me devuelve el beso y se va tal como ha llegado. Cierra la puerta cuidadosamente y se sienta en el borde de mi cama—. ¿Quién era esa?

Me cuesta pronunciar su nombre y cada palabra que lo sigue. Hago un esfuerzo por responder a todas las preguntas de mi hermano con sinceridad y sosiego. Me duele oír en voz alta todos mis pensamientos, pero sé que si los encierro en mi interior conseguirán envenenarme.

Hace tres días que no sé nada de Víctor, ni de ningún Altarriba. La señora Emilia no viene a avisarme para que baje a cuidar de los niños y los vecinos tienen poca ropa para lavar, de modo que paso la mayor parte de los días encerrada en casa, sumergida en mis turbios pensamientos. Lo único que me hace mantener la calma es lo poco que me cuenta madre, que aún baja unas cuantas veces al día para darle el pecho a Xavier. No me atrevo a preguntarle directamente por Víctor y Eulalia, así que lo único que sé es que Eulalia insiste en pasar más tiempo con los niños. Padre está seguro de que la he fastidiado y que van a echarme, pero por suerte, y sin que sirva de precedente, madre me defiende. Según ella, Eulalia utiliza a los niños para pasar más tiempo con Víctor lejos de sus padres. Eso tranquiliza a padre, pero no a mí.

Cada minuto que pasa, la desconfianza y las dudas se hacen con una nueva parte de mi pensamiento, que a estas alturas ya está sumido en una casi completa oscuridad. Que Víctor no se haya preocupado por hablar conmigo después de la escena de la plaza de Catalunya no es una buena señal. Siento la necesidad de leer la traducción de Peter Pan y Wendy que Víctor realizó para mí. Quizás consiguiera darme algo de calma. Sin embargo, no puedo arriesgarme a sacar los regalos de Víctor de su escondite en mi habitación delante de madre.

Exhalo un suspiro. Madre está terminando un vestido que le han encargado mientras las niñas juegan en la habitación, así que me toca ir a abrir la puerta cuando llaman.

La señora Emilia me ofrece una sonrisa forzada desde el rellano.

—El señorito Altarriba quiere que bajes —dice, sin disimular su buen humor. Levanta la mirada por encima de mi hombro para dirigirse a mi madre—. ¿Cómo estamos, señora Rosa?

—Aquí andamos, terminando de arreglar el vestido de la señora Leitón. Su hija, la Nuri, se casa dentro de dos semanas, ¿lo sabía?

La portera me aparta bruscamente, empujándome hacia las escaleras.

—No hagas esperar al señorito. Parece alterado.

Por una vez, decido llamar a la puerta principal. Necesito saber si Eulalia se encuentra en casa antes de entrar. Sé que tendré que hacerlo de todos modos, pero al menos lo haré mentalizada.

Eduardo ni siquiera me regaña al verme en el rellano de la puerta principal. Suspira y me indica que entre con un ligero movimiento de cabeza. Unos gritos poco disimulados me reciben a medida que avanzo por el amplio pasillo.

—El señorito ha dado órdenes precisas de que nadie lo moleste. Espera fuera a que te llame.

Las puertas cerradas del salón no impiden que oiga parte de la discusión que se está produciendo tras ellas. Aun así, sólo puedo oír algunas palabras sueltas. Lo único que logro deducir es que Eulalia está al otro lado de la pared y que no está precisamente de buen humor. Sin pensarlo, me deslizo hacia la puerta y acerco la oreja de forma disimulada. Aunque no es la primera vez que lo hago, no puedo evitar que el corazón me lata desbocado. La voz de Víctor es la primera que oigo.

—Nunca te he mentido.

—Me rogaste que te esperara, ¿y así es como me lo pagas?

Víctor se ríe.

—No seas dramática, Eulalia. Ambos sabemos lo que pasó en Tarragona cuando me vine aquí. Y a saber en Nueva York.

—¡Fue un error! Te he perdido perdón mil y una veces. No tienes por qué seguir torturándome… —Eulalia arrastra las sílabas como si le pesaran.

—¿Torturándote?

—¿Por qué has mandado llamar a la sirvienta?

—Quiero verla —responde sin más.

—¿Por qué? —Eulalia suena desesperada y no hace ningún esfuerzo por ocultarlo. Está al borde del llanto.

Me acerco más a la puerta, como si así pudiera acelerar la conversación. Como si hubieran captado mi presencia, ambos se quedan en silencio. No oigo más que mi respiración y, finalmente, un suspiro exasperado de Víctor.

—No volvamos otra vez a lo mismo. Hemos hablado de esto miles de…

—¡Es sólo una criada!

—¡Y tú sólo una chica! —El grito de Víctor hace temblar los cristales de la puerta. Por un momento, temo que se acerque alguien. Ya deben de estar acostumbrados, porque fuera del salón las cosas están en calma.

—Sólo te quiere por el dinero que cree que tienes. Cuando sepa que no tienes ni la mitad de lo que aparentas, te dejará tirado.

—No hables así de ella.

—Sabes que tengo razón, Víctor. Todas las de su clase son igual. A mí no me importa lo que tengas. Yo te quiero… —susurra Eulalia con voz dulce. Se queda unos segundos en silencio, tal vez esperando que Víctor diga algo, hasta que al final gruñe—. No es más que una cualquiera. Es una ramera.

Sin ser consciente de lo que hago, abro la puerta de par en par, empujada por una furia irracional. Eulalia, sentada en el sillón de Víctor, desencaja la mandíbula al verme. Su cabello despeinado cae sobre su cara enrojecida, que al mismo tiempo parece más pálida que de costumbre. Se yergue delicadamente y me mira de arriba abajo. Intenta aparentar entereza, pero sus ojos hinchados la delatan. Me vuelvo hacia Víctor, que no disimula su sorpresa.

—¿Quería que bajara, señorito? —pregunto, con el tono más formal que soy capaz de utilizar.

Víctor parpadea repetidas veces, como intentando comprender el porqué de mi actitud, antes de acercarse a mí. Trata de rodearme con un brazo, pero lo aparto. Aunque me haya defendido, no he olvidado su jugarreta en la plaza de Catalunya. Como si Eulalia no estuviera ahí, me coge de los brazos y se coloca de espaldas a su prometida. Se agacha levemente para preguntarme, casi en un susurro:

—¿Qué te pasa?

Sin decir nada, saco de uno de los bolsillos de mi falda el trozo de papel que me dio Eulalia el domingo anterior y lo estampo contra el pecho de Víctor. Lo coge rápidamente antes de que se caiga al suelo y lo desdobla. Me aparta casi con brusquedad y avanza hacia Eulalia, que no se atreve ni a pestañear.

—¿Puedes explicarme qué es esto?

—No es ella quien debe una explicación —digo, antes de que Eulalia pueda abrir la boca.

Víctor se vuelve hacia mí, turbado.

—No es lo que parece.

—Dime que esa nota no es tuya, o que no es de hace cuatro días —le ruego. Señalo a Eulalia con la cabeza y susurro—. Dime que miente.

El chico se lleva las manos a la cara y exhala un hondo suspiro.

—Tiene una explicación.

—Te lo dije —murmura Eulalia, esbozando una mueca triunfante.

—¡Tú cállate! —brama Víctor, que está fuera de sí. Golpea el suelo con furia—. ¡Joder!

—Víctor…

Eulalia intenta calmarlo, sin darse cuenta de que es ella quien provoca su rabia. No la culpo por su ceguera. Así son los asuntos del corazón. O al menos eso dicen en las pocas novelas que he leído. Víctor trata de calmarse antes de dirigirse a mí.

—Lo siento. De verdad que lo siento.

—No lo entiendo. ¿Por qué…?

—Quería que nos viera juntos.

—Por eso me besaste.

—Sólo en parte —admite él. Mueve la cabeza y toma aire para decir, lo suficientemente bajo como para que Eulalia no le oiga—: He intentado convencerla para que rompamos nuestro compromiso. Le he dicho que no la quiero, pero no me hace caso. Está segura de que quiero…

—Vengarte —lo corto—. Lo sé, me lo contó.

—Marina, me conoces. Sabes que yo no soy así… Siento no habértelo dicho. Pensé que si Eulalia nos veía juntos, comprendería que no quiero…

—Estoy aquí, Víctor —masculla ella de pronto.

—Créeme que lo sé —responde el chico, hastiado—. Haznos un favor a los dos y vete.

Eulalia se lleva una mano al pecho, contrariada.

—No tengo por qué aguantar tus desaires.

—Vete —insiste él al tiempo que me coge la mano. Casi puedo oír la sangre de Eulalia helándose en sus venas—. Vete y no tendrás que aguantar nada.

Eulalia clava sus ojos azules en Víctor y pronuncia su nombre con una cadencia lastimosa. Golpeo suavemente a Víctor; está siendo demasiado desconsiderado. Sea lo que sea lo que haya pasado entre ellos, Eulalia no merece que le hable en ese tono. La chica suelta una especie de hipido y sale de la habitación con pose digna, no sin antes clavar la vista en mí para sisear:

—Esto no termina así.

Víctor intenta abrazarme, y aunque una parte de mí ansía ese contacto más que nada, no puedo evitar apartarlo.

—Está enamorada de ti.

—Lo sé —murmura, como si no fuera con él—. ¿Qué te dijo?

A medida que le explico punto por punto nuestra conversación, el rostro de Víctor se va contrayendo en una mueca indescifrable. Cuando finalmente habla, lo hace con lentitud, arrastrando las sílabas. Parece incrédulo.

—¿Te pegó?

—Qué más da. Sinceramente, es lo que menos me dolió ese día.

Víctor se pasa una mano por el pelo, nervioso, y exhala un largo suspiro.

—Cuando llegó de Nueva York, intenté hablar con ella y hacerle ver que nuestro matrimonio no era una buena idea, pero no me escuchó. Estaba convencida, y sigue estándolo, de que la quiero y de que esto no es más que un bache en el camino, algo pasajero.

—¿Le has dicho algo sobre…?

—Lo intuyó. Supongo que no hay que ser muy listo para sacar conclusiones al ver la cita del libro que te di.

Había olvidado completamente la cita que días atrás había mencionado Eulalia y que luego había caído en el olvido, antes incluso de que llegara a buscarla.

—Me preguntó y preferí no mentirle —prosigue él—. Pensé que si sabía la verdad, entendería que… Querría romper nuestro compromiso. Olvidaba lo orgullosa y egocéntrica que puede llegar a ser. Creyó que estaba vengándome por su aventura. He intentado por todos los medios hacerle comprender que no la quiero y que no quiero casarme con ella. Te lo juro, Marina, es como hablar con una pared. No escucha, o no quiere escuchar. Por eso pensé que si nos veía juntos sería consciente de que mis sentimientos por ti son reales y sinceros.

—No deberías haberme mentido. Me has utilizado, Víctor —le susurro al chico, que baja la cabeza en silencio. Parece un soldado vencido en el campo de batalla. No soy capaz de mantener mis escudos alzados, no viéndolo así de vulnerable—. ¿Funcionó por lo menos?

Víctor levanta la cabeza para sonreír de forma desafiante.

—Ni lo más mínimo. Aunque creo que estoy empezando a sacarla de sus casillas.

—Lo dices como si fuera algo bueno.

—No es algo malo. —Víctor se acerca a mí lentamente, sin apartar los ojos de la puerta, que queda a mis espaldas—. Estoy cansado de intentar aclarar las cosas. No quiero hacerle daño porque no se lo merece, pero me está poniendo las cosas demasiado difíciles.

—¿Por qué tanta molestia?

—¿Perdón?

—¿Por qué tanta molestia? —repito—. Si no quieres casarte con ella, simplemente no lo hagas.

—No es tan fácil. A los padres de Eulalia no les haría ninguna gracia que rompiera el compromiso y destrozara el corazón de su hija.

—¿Y qué?

—Son muy amigos de mis padres. Y ya sabes que para nosotros —hace un gesto esperpéntico con las manos con el que intenta englobar a todos los de su clase— las relaciones sociales son vitales. Si mis padres no logran salir adelante sin la dote de Eulalia, necesitarán a sus amigos y conocidos.

—¿Y si Eulalia no entra en razón?

—Lo hará, tarde o temprano. Yo me encargo de eso —susurra Víctor, que se acerca a mí arrastrando los pies para detenerse a pocos centímetros—. Aunque primero tenemos algo que resolver.

Trago saliva. No soy capaz de ver más allá de la expresión serena y misteriosa de Víctor, que me observa sin pestañear.

—¿Qué?

—Dejamos algo a medias. —Se aproxima provocativamente a mis labios, acariciándolos con su aliento. Me acerco instintivamente a ellos, pero él se separa al instante—. ¿No tienes nada que decirme?

Espero unos segundos antes de susurrar:

—Me iré contigo.

No se molesta en disimular su sorpresa. Contiene el aliento unos instantes eternos hasta que dibuja una amplia sonrisa que marca en sus mejillas unos casi imperceptibles hoyuelos. Me aprisiona entre sus brazos, atrayéndome hacia él, y niega con la cabeza.

—No es eso.

Me pongo de puntillas y me apoyo en su pecho. Puedo sentir nuestros corazones latiendo casi al unísono, creando un ritmo tan inquietante como hipnótico. Levanto la barbilla para buscar la suya con mis labios, que pronto se deslizan por la curva de su mandíbula hasta llegar a su oreja, medio escondida entre su pelo despeinado. Tomo aire y susurro:

—Te quiero.

Me separo de él lentamente para ver su reacción, que no se hace esperar. Se lanza contra mí sin dudarlo y me besa de una forma completamente nueva. Sus labios se funden con los míos con dulzura y pasión, saboreando ese momento. Beso cada rincón de su rostro, cruzado por una sonrisa contagiosa. Por primera vez en mi vida, me siento libre. No siento nada más que el sabor de Víctor en mi paladar y su aroma impregnando mi ser.

—No llegué a ver la dedicatoria del libro. ¿Qué decía? —le pregunto, separándome unos centímetros de él.

—No es algo original. Es de Barrie —susurra. Le sonrío, alentándolo a decirla en voz alta. Él suspira y dice—: «Si tienes amor, no necesitas nada más; y si no lo tienes, no importa demasiado qué más tengas».