Quince

Escuchar la melodía del piano sería relajante si no supiese que es Eulalia quien toca. No sabría definir la sensación que me invade cuando la veo; quizás una mezcla de culpabilidad y celos. Me cuesta estar en la misma habitación que ella, algo inevitable estando con Clara, que no se despega de ella. Ahora, Eulalia está haciéndole una demostración a la niña de lo que será capaz de hacer algún día. Al parecer, uno de los requisitos para ser una dama culta y educada es saber cantar y tocar algún instrumento. Mientras tanto, Gabriel se entretiene con unos coloridos juguetes de hojalata. Así que yo me limito a observar a los niños desde la butaca, preguntándome por qué me pagarán.

Llevamos lo que parece una eternidad en el salón cuando Gabriel aparta sus juguetes y me pide la merienda. Antes de que pueda responder, Eulalia ha dejado de tocar y se ha vuelto hacia nosotros.

—Ve a decirle a Elvira que te prepare algo —le dice a Gabriel. Se vuelve hacia Clara, con la que comparte la banqueta del piano, y le pide que vaya con él. La niña, diligente, se pone de pie de un salto, coge a Gabriel de la mano, y los dos desaparecen.

—Parece que nos hemos quedado solas.

Eulalia aprovecha mi momento de estupor para ocupar la butaca contigua a la mía. Cruza las piernas y se alisa el vestido elegantemente.

—Creo que debería ir con los niños —farfullo. Hago ademán de levantarme, pero Eulalia me hace un gesto con la mano para que me quede donde estoy.

—No voy a andarme por las ramas, no es mi estilo —dice en voz baja—. Vi el paquete.

Intento parecer serena, aunque mi interior es un hervidero de emociones. Sé que es un movimiento arriesgado, pero murmuro con gesto apenado:

—Clara me dijo que no le gustó. Debería hablar con Víctor para que…

—Marina —pronuncia mi nombre con un dejo de desprecio que no paso por alto—. Esa cita en el manuscrito de Víctor…

Deja la frase sin concluir. No tengo que esforzarme en disimular, porque no sé de qué me habla.

—Era una sorpresa de Víctor para los niños.

—¿Y por qué la tienes tú?

Por más que me estrujo el cerebro, no doy con una respuesta acertada para esa pregunta.

—Tengo que irme. Los niños…

—No. —La voz de Eulalia se ha vuelto repentinamente autoritaria—. No nací ayer.

—No sé de qué me está hablando.

—A partir de ahora, no quiero que te acerques a él.

Se me escapa una risa burlona, de la que me arrepiento al instante.

—No se ofenda, señorita Eulalia, pero no trabajo para usted. No puede darme órdenes.

—Trabajas para mi prometido, y eso es suficiente. No quiero verte en la misma habitación que él, ¿queda claro?

—Le repito que eso no depende de usted.

Eulalia fija sus ojos azules en mí. El temblor de sus pupilas la delata: está nerviosa, quizás tanto como yo. Eso nos pone al mismo nivel, lo que me insufla algo de valor para levantarme y dar unos pasos hacia la puerta.

—No soy estúpida. He visto cómo reacciona Víctor cuando apareces o cómo te mira de reojo. —Habla con la voz quebrada, como si fuera a echarse a llorar de un momento a otro. Me detengo—. Sé lo que pretendes y entiendo lo que puede buscar Víctor, pero tienes que comprender una cosa: no hay nada que puedas conseguir de él. No eres más que un entretenimiento, una distracción. No puedes darle nada que no pueda darle yo.

—Por supuesto, señorita.

Y tiene razón. No puedo ofrecerle nada de lo que no disponga Eulalia, pero ahora sé que eso no importa. Ahora sé que no puedo ceder a las amenazas de una chica desesperada. Cuantas más armas saca a relucir, más evidencia sus flaquezas.

—Marina, no olvides dónde está tu lugar. Puedes volver allí sin escándalos o puedo mandarte de vuelta de una patada. Tú eliges.

—Disculpe, señorita Eulalia, pero creo que a los señores Altarriba no les gustaría saber que amenaza a sus sirvientas.

—No les gustaría saber —matiza la joven inclinando la cabeza— que una obrera que no tiene donde caerse muerta amenaza su futuro y el de su hijo. Estoy dispuesta a perdonar, pero no a soportar un escándalo así. ¡Una criada y…!

—Si me disculpa, me retiraré antes de que uno de mis puños de pobretona se estampe contra su cara —gruño, incapaz de contenerme. Abro la puerta, pero, antes de salir, la voz encendida y quebrada de Eulalia me detiene.

—Me quiere. Como siempre.

Me doy la vuelta hacia ella y le dedico la mejor de mis sonrisas falsas.

—Entonces no creo que tenga nada que temer.

—No quiero que te acerques a él.

—Como le he dicho, señorita Eulalia, no trabajo para usted. Pero no se preocupe, no me gusta estar en lugares donde no soy bien recibida. —Inclino la cabeza levemente a modo de despedida y salgo de la habitación, no sin antes añadir—: Felicidades por su compromiso.

No tardo ni cinco minutos en romper la voluntad de Eulalia. Estoy en la cocina, ayudando a Elvira a fregar mientras los niños terminan de merendar, cuando oigo el característico chirrido de la puerta de servicio. Víctor, resguardado bajo un bombín, mete la cabeza en la cocina y me llama con el mismo tono que usaría para dirigirse a Eduardo o Elvira. Me disculpo ante la cocinera y salgo, secándome las manos con la falda.

El chico me agarra de la mano y me arrastra hacia el fondo del pasillo.

—Eulalia sospecha —murmuro, antes de que pueda decir nada.

—¿Te ha dicho algo?

—Al parecer, tengo prohibido estar en la misma habitación que tú.

Víctor responde con una sonora carcajada que hace saltar todas mis alarmas. Le doy un golpe en el brazo para que baje el volumen, pero parece no importarle. Al menos, no hasta que se oye la voz de Eulalia desde el piso superior. Calla en seco y me coge la mano rápidamente. Deposita un pequeño papel en mi palma aún húmeda y la cierra con delicadeza.

—¿Qué es?

—Hoy, a las seis.

—¿Dónde?

—El Ideal —susurra mientras se aleja hacia la escalera. La voz de Eulalia suena más cercana y Víctor acelera el paso.

Abro la mano para observar el trozo de papel arrugado. Parece un trozo de periódico normal y corriente. Sin embargo, cuando lo despliego se me corta la respiración. No puedo creer lo que tengo entre las manos, lo que significa. Me guardo el papel en uno de los bolsillos de la falda antes de volver a deslizarme hacia la cocina. El corazón me late tan fuerte que creo imposible que Elvira no se dé cuenta, pero por una vez no me importa.

—¿Qué quería el señorito? —me pregunta la cocinera mientras me lanza un trapo.

—Lo de siempre. Que trabaje más horas.

El Cine Ideal está cerca de casa, quizás demasiado, por lo que cuando llego aún quedan quince minutos para las seis. Me esfuerzo en mezclarme con la gente que se agolpa delante de las puertas charlando de forma animada. No deslumbro precisamente entre tantos vestidos y joyas. Cuando alguien me mira, lo hace con una mueca de extrañeza en el rostro. Incluso me ha parecido percibir el amago de algún que otro caballero meditando si tirarme una moneda o no. Y eso que me he puesto mi vestido de los domingos. Aquí, sin embargo, parece que eso no es suficiente. Va a ser verdad la frase del periódico sobre el Cine Ideal: «el predilecto de la alta sociedad».

He pasado muchas veces por delante de este cine, siempre intentando no mirar los carteles que anuncian las películas que se proyectan en su interior. Y hoy que puedo hacerlo, no soy capaz. Hago bailar el recorte de periódico entre mis dedos, que se han ennegrecido por la tinta. No puedo leer las películas que se proyectan hoy, pero no hace falta. Las he memorizado. La malquerida, El secreto del preso num. 555, Carta de amor, En poder de los bandidos, El tesoro de Pendajha, El vínculo e Impresiones del Rhin. Si Víctor pretende que elija una, lo lleva claro. Hoy ya he tomado una decisión importante: atreverme a venir aquí. No puedo elegir también cuál será la primera película que veré en mi vida.

Víctor aparece vestido de punta en blanco, abrigado con una bufanda oscura y un sombrero de copa no demasiado alto. Se abre paso entre la multitud, buscándome por encima de los hombros de la gente. Sonríe al verme y me hace un gesto para que me acerque.

—¿Qué hacemos aquí? —le pregunto, a modo de saludo—. No deberíamos…

El chico me arrastra hacia el pórtico para escondernos detrás de una columna. Me acaricia el costado del cuello y deja caer su mano por mi brazo, que tiembla al contacto.

—Me dijiste que nunca habías ido al cine.

Para ser sincera, me sorprende que se acuerde de esa conversación, aunque a estas alturas probablemente las sorpresas estén de más. Así pues, asiento con la cabeza en silencio. Estoy demasiado aturdida como para decir algo coherente. Sin decir nada, Víctor me agarra suavemente de la cintura y me empuja hacia las taquillas. Se agacha hasta colocarse a la altura de mi oreja y me pregunta en un susurro qué quiero ver. Trago saliva y señalo el cartel de la primera que veo. La malquerida.

Antes de que me dé cuenta, Víctor ya le está entregando al taquillero las cuatro pesetas de las entradas.

—Sala 1 —nos informa el hombre, que aprovecha para darle una calada al puro que tiene entre los labios.

La sala está en silencio cuando entramos. La gente prefiere esperar fuera, de modo que Víctor y yo estamos prácticamente solos.

—¿Esto no es… demasiado público? —le susurro.

Como única respuesta, Víctor sonríe y me coge de la mano al tiempo que clava la mirada en la lona blanca que sirve de pantalla. Me fascina pensar en la cantidad de películas que han visto estas paredes. Y todo gracias a una cámara y una tela en blanco. Me parece tan mágico que no entiendo cómo la gente puede entrar aquí sin hacer por lo menos una reverencia. Un cine es poco menos que un templo, o debería serlo.

Sin que sea apenas consciente, la sala se va llenando. Víctor aprieta suavemente mi mano cuando las luces empiezan a apagarse, como diciéndome que vuelva al mundo real. La función está a punto de comenzar.

Se oye un extraño ruido metálico y el proyector se enciende, iluminando las partículas de polvo que flotan en el cine. La película empieza.

Las personas se mueven en la pantalla, yendo de un lado a otro, gesticulando pomposamente. Las intrigas familiares me tienen absorbida durante toda la película.

Cuando el proyector se apaga y la luz vuelve a iluminar la sala, el público estalla en un apasionado aplauso. Lo único que deseo hacer yo es ponerme en pie y pedir que vuelvan a proyectarla. En lugar de eso, miro a Víctor y le doy las gracias en silencio.

Padre siempre ha querido hacerme creer que hay que mantener los pies en la tierra. Los milagros no existen, ha dicho durante toda su vida.

Hoy, sentada junto a Víctor en este templo cinematográfico, sé que estaba equivocado. La magia existe y se llama cine. Que una caja sea capaz de capturar la realidad es fascinante, aunque los presentes estén inmunizados ante tal espectáculo. El ser humano es maravilloso. Es un mago. Y yo formo parte de esa especie. Este pensamiento me hace sentir tan inmensamente dichosa que salgo del cine sonriendo.

Víctor camina a mi lado, observándome por el rabillo del ojo.

—¿Qué te ha parecido? —me pregunta cuando llegamos a la plaza de Catalunya.

Tardo unos segundos en responder. Es una pregunta difícil; no puedo calificar un milagro como el que acabo de vivir de cualquier forma.

—Magia.

Miro a Víctor de reojo para estudiar su reacción. Espero una risa burlona o un comentario compadeciendo mi ingenuidad; en lugar de eso, asiente con semblante serio.

—La magia del celuloide.

No sé qué significa la última palabra, pero no se lo pregunto. Mientras caminamos sin rumbo fijo, acariciados por el viento de enero, me embarga una opresiva sensación de culpa.

—Eulalia…

—No te preocupes por eso ahora.

Deseo poder obedecerlo más que nada en el mundo, pero no soy capaz.

—Me prohibió que me acercara a ti, que estuviera en la misma habitación siquiera.

—Eulalia no es quién para darte órdenes.

—Eso le dije yo.

—¿Entonces?

—Eulalia cree que está pasando algo y…

—¿Y no es así? —Víctor, al ver que no respondo, me coge del brazo para detenerme y darme la vuelta. Acaricia un segundo mi barbilla y me obliga a levantar la mirada hacia él. Clava sus ojos castaños en los míos, atrapándome en una espiral que me absorbe sin remedio—. ¿No es así?

Quiero responder, lo deseo. Por Víctor, pero también por mí. Y, aun así, ni siquiera puedo balbucear. No puedo sino repetirme que estamos en el centro de la plaza y que cualquiera puede ser testigo de nuestra conversación.

—Yo… Yo no…

—Cada vez que me dices que no me quieres, un hada muere —dice en un tono medio jocoso que hace que me relaje un poco—. Marina, necesito una respuesta. No puedo esperarte siempre. Necesito oírlo de tus labios, no sólo leerlo en tus ojos.

—Estás prometido.

—Sólo a los ojos del mundo —susurra, sin liberarme de su mirada—. Pero tú y yo sabemos…

—¿Y cuando te cases? ¿Te casarás sólo a ojos del mundo? ¿Le mentirás a Eulalia sobre tus sentimientos, romperás la promesa de amor eterno? ¿Lo harás, Víctor? —siseo.

—No voy a casarme con ella. No sabiendo que hay esperanza para nosotros.

—No la hay.

Víctor deja caer los brazos de forma violenta y lanza un grito exasperado.

—¡Joder, Marina! —Se quita el sombrero para revolverse el pelo con gesto nervioso—. ¿Por qué lo haces todo tan difícil?

—La vida no es precisamente un camino de pétalos de rosas, Víctor.

—Nadie ha dicho que lo sea. Pero nada irá mejor si nos quedamos parados por miedo a pisar una espina. ¿Es que no lo ves? Nada irá mejor.

—Ni peor.

—Eres una egoísta —farfulla el chico, hastiado.

—No es cierto.

—Sí lo es. Te ofrezco todo lo que tengo y no recibo ni siquiera una respuesta. Ni siquiera una negativa compasiva. Nada. Te quedas plantada, esperando quién sabe qué, callada.

Tiene razón. Sé que la tiene. Pero, si le doy la respuesta que ambos queremos escuchar, ¿no estaremos siendo si cabe aún más egoístas? Su familia lo necesita, y la mía a mí, aunque Cisco esté convencido de que pueden arreglárselas solos. También está seguro de que las mujeres podremos votar algún día, lo que no parece precisamente algo cercano. Víctor suspira y, como adivinando mis pensamientos, murmura:

—Piensa en ti por una vez.

Los latidos de mi corazón golpean mi pecho y retumban en mis oídos. Soy incapaz de oír más que la voz de Víctor. El rumor de la ciudad ha quedado fuera de la burbuja que se ha creado a nuestro alrededor. Víctor se acerca lentamente a mí arrastrando los pies.

—¿Por qué te cuesta tanto decirme que me quieres?

Algunos transeúntes se vuelven ante el grito de Víctor, pero a este no parece importarle que la gente nos observe. Su indiferencia debe de ser contagiosa, porque me sorprendo a mí misma alzando la voz incluso por encima de la suya.

—¡Porque, si lo hago, no habrá vuelta atrás!

Víctor me aparta el cabello de la cara y sigue el contorno de mi oreja antes de besarme. Sus labios acarician los míos con avidez, como si ese fuera el último contacto entre los dos. Y es en ese momento cuando soy consciente de que diga lo que diga, haga lo que haga, ya no hay vuelta atrás. Así que me dejo arrastrar por ese beso inesperado, sumergiéndome en los brazos de Víctor, que me rodean para atraerme hacia él.

Sólo un grito agudo y punzante es capaz de quebrar la burbuja que nos protege. Abro los ojos y, sin zafarme del abrazo de Víctor, me doy la vuelta.

Eulalia nos observa desde lejos, escondiendo su gesto de asombro tras un abanico rosáceo que deja caer en el mismo instante en el que nuestros ojos se encuentran.