Hacía días que no pensaba en su padre. No porque no se acordara, sino porque cada vez que la última imagen que tenía de él le venía a la cabeza, se afanaba en concentrarse en cualquier otro tema. Aunque a veces sentía que cuidar de su hermano era una carga, en días como aquellos lo agradecía. Excepto cuando el niño le preguntaba por papá. Entonces Abril se quedaba en blanco, sin saber qué responder. La única que tenía respuestas era su madre, y no parecía muy dispuesta a hablar con ellos del tema. Al menos hasta aquel miércoles.
Aquel día, su madre se había ofrecido a acompañar a Miguel al psicólogo. Para Abril, había sido una sorpresa y un alivio. Sin embargo, cuando llegaron a casa, más tarde de lo esperado, Abril no pudo evitar preguntarse si había sido realmente una buena idea. Miguel entró corriendo, tan animado como siempre, mientras que su madre lo hizo con expresión perdida.
—¿Has preparado la cena? —le preguntó a Abril con voz cansada. Ella asintió lentamente desde el sofá—. Ve sirviendo mientras voy a desmaquillarme, ¿quieres? ¡Miguel! ¡Dúchate y ponte el pijama!
No se atrevió a preguntar cómo había ido la sesión hasta que Miguel estuvo en su habitación terminando de hacer los deberes. Abril tenía la sensación de que aquella vez sería su madre la que la buscaría para hablar, y no le apetecía en absoluto. No estaba preparada para nada de lo que pudiera decirle con esa expresión de gravedad que no la había abandonado durante toda la cena.
—Espera —le pidió justo cuando iba a refugiarse en su cuarto—. Tengo que hablar contigo. Vayamos al comedor.
Abril asintió y siguió a su madre hasta el sofá. Ambas se sentaron sin decir nada, cara a cara, esperando que la otra empezara a hablar primero. Al ver que su hija no tenía intención de hacerle aquella situación un poco más fácil, la mujer se atusó el pelo y dijo:
—Creo que te debo una disculpa.
Aquello era nuevo. Abril no pudo disimular su sorpresa y dibujó una sonrisa irónica.
—¿Y esa repentina iluminación?
—Ya lo sé, no hace falta que metas el dedo en la llaga. Ya sé que me lo has dicho muchas veces y que yo no te he escuchado —dijo ella con un hilo de voz—. Las cosas no son tan sencillas, hija. Sabía que tenías razón, pero supongo que debía escucharlo de alguien ajeno a nuestra familia para ser consciente de ello. Miguel es un buen niño. Un poco movido, le cuesta concentrarse y aprender más que a los otros niños, pero eso es todo. Sólo necesita que lo ayudemos.
—¿Eso te ha dicho el psicólogo? —preguntó Abril, jugando con un cojín entre las manos.
—Entre otras cosas.
—¿De qué más habéis hablado?
—De sinceridad —respondió la mujer de forma seca—. Si quiero que Miguel esté bien, que tú estés bien, tengo que confiar en vosotros y ser sincera. Al menos eso me ha dicho.
Abril se preguntó si el hombre le había dicho algo acerca de la conversación sobre sus sueños que habían tenido la semana anterior. Decidió no preguntar y dejar que siguiera hablando. Por una vez que lo hacía, no iba a ser ella quien definiera el rumbo de la conversación. Miró a su madre a los ojos, que suspiró de forma casi teatral.
—Hace unos días creíste ver a tu padre y yo no te escuché.
—Como siempre.
—Os mentí —admitió ella, pasando por alto el comentario de la chica—. Sabía que vuestro padre no estaba en Washington. Mejor dicho, lo sospechaba.
—¿Qué…?
—Déjame hablar, por favor. Esto no es fácil —dijo, haciendo un gran esfuerzo por calmar el temblor de su voz—. Tu padre y yo no estamos bien desde hace tiempo. Los dos hemos trabajado mucho y… La distancia es algo que termina por romper una pareja, sobre todo si no es sólida. Me temo que tu padre y yo nunca hemos sido de este tipo de matrimonios.
—Mamá, ¿me estás diciendo que os estáis separando? ¿Por eso viene tan poco a casa?
—Ya llevábamos mucho tiempo separados, hija, aunque no nos diéramos cuenta. Nunca te he contado esto… Tampoco tenía por qué, supongo, pero quiero que lo sepas. Quiero que entiendas el porqué de todo esto. Conocí a tu padre cuando yo tenía veinte años y él veinticuatro. Por aquel entonces, él estaba saliendo con una compañera de trabajo, una azafata de vuelo. Pilar. Nada serio ni formal. Se estaban conociendo cuando unos amigos me presentaron a tu padre, o eso me dijeron. Nos gustamos y empezamos a vernos más a menudo. Yo sabía de la existencia de Pilar y no me importaba. ¡Yo también salía con otros chicos! Sólo éramos dos personas conociéndonos mejor. Yo estaba soltera y él también. Al final, llegó ese momento de las relaciones en el que uno debe tomar una decisión. No puede haber más de una persona en tu vida, no a ese nivel. Pasamos por un mal momento. Tu padre me aseguró que me quería, pero tenía dudas. Aunque nunca hablamos de ello abiertamente, los dos sabíamos que era por Pilar. Entonces yo me quedé embarazada de ti y todas las dudas que tu padre pudiera haber tenido se desvanecieron. Nos casamos en cuestión de dos meses. Lo único que le pedí es que dejara de ver a Pilar, de cualquier forma. Sabía que nuestro matrimonio nunca funcionaría si seguía cerca de ella. Él aceptó. Encontró trabajo en otra aerolínea y durante los primeros años nos fue bien. Nos queríamos, y estabas tú, y más tarde Miguel.
—Pero… —intentó acelerar Abril. Empezaba a intuir adónde quería llegar su madre y no soportaba el suplicio de la espera.
—No puedes escapar del pasado, hija. No sé si lo buscó o si fue casualidad. El caso es que, hace algo más de un año y medio, Pilar empezó a trabajar en la misma aerolínea que tu padre. Me lo dijo como si no fuera con él, como si no le importara, pero yo no soy tonta. Yo sabía que la historia entre ellos había sido mucho más importante de lo que él me había hecho creer. Se querían antes de que yo apareciera, y también después de que lo hicieras tú. Sin embargo, tu padre nos eligió a nosotras, cariño. Eso es algo que siempre debes tener en cuenta.
—¿Estás diciendo que papá tiene una aventura?
La mujer rio delicadamente e hizo un movimiento desenfadado con la cabeza.
—Si quieres llamarlo así… Yo no lo hago. Aunque sigamos casados, hemos terminado. Terminamos hace mucho, de hecho. Antes de que nos sentáramos a hablar de ello en serio.
—¿Cuándo fue eso? —Abril sintió que se le removía el estómago. Una angustiosa opresión empezó a treparle por el pecho hasta instalarse en sus ojos. Tenía ganas de llorar. Por su madre, por su familia, por Miguel… Por todo. Y sin embargo, ni una lágrima escapaba de sus ojos.
—Hace siete meses.
Siete meses. Desde entonces, su padre se había dejado caer por casa menos de dos veces al mes. Debería haber intuido que algo no iba bien, y aunque no fuera demasiado comunicativa, debería haber notado que su madre no estaba pasando un buen momento. Abril se acercó un poco a ella y le puso una mano en el hombro de forma protectora.
—¿Estás bien?
Su madre abrió los ojos y parpadeó lentamente, como si aquella fuera la última pregunta que hubiese esperado oír.
—¡Claro que estoy bien! Cariño, ya te lo he dicho: no es algo nuevo. Hace años que los dos veíamos que íbamos a la deriva. Estoy bien. Lo que me preocupa sois vosotros, tú y tu hermano. Tú eres mayor, pero Miguel… Si decidimos no deciros nada fue por él. Pensamos que era lo mejor. Cuando lo llevamos al psicólogo por primera vez, le contamos nuestra situación. Nos recomendó que fuéramos sinceros con vosotros, pero decidimos no hacerlo hasta que viéramos una evolución clara, o al menos un diagnóstico. No sabíamos si una separación terminaría de desequilibrar a tu hermano. Necesita estabilidad.
—Lo que necesita es sentir que sus padres se preocupan por él, mamá. Piensa que papá no nos quiere.
—Ya lo sé. Por eso he ido a hablar hoy con el psicólogo. Supongo que necesitaba que alguien me hiciera abrir los ojos. La comunicación es la base de una familia, al fin y al cabo.
Abril se dejó caer hacia atrás, desesperada. Era demasiada información para asimilarla de golpe y, sin embargo, sentía que una parte de ella había asumido aquella realidad incluso antes de conocerla. Recordó el día en el que vio a su padre salir de casa con la maleta y no pudo contenerse:
—¿Está con ella? ¿Estuvo con ella durante los días que debería haber venido a casa?
Su madre se encogió de hombros y vio en su gesto que de verdad no le dolía pensar que fuera así. Probablemente ya había buscado a alguien que aliviara su dolor. Ella era así: si algo la dañaba, se alejaba corriendo en busca de un remedio.
—Supongo. El fin de semana que viene vendrá papá y hablaremos con Miguel.
Abril asintió y le aseguró a su madre que ayudaría a su hermano a sobrellevar la situación de la mejor forma posible.
Cuando por fin se tumbó en la cama, media hora de conversación más tarde, las palabras de la confesión de su madre seguían reverberando en su mente. Por encima de ellas, sin embargo, se imponía una frase lapidaria de la que no lograba zafarse. «No puedes escapar del pasado».
Con ese último pensamiento en la cabeza, Abril se quedó dormida.