14

Se había quedado dormida encima de la mesa de la cocina. Si hubiera sabido que lo único que necesitaba para volver a caer rendida era salir de la cama, lo habría hecho antes. Miró el reloj de la cocina. Apenas habían pasado diez minutos, los suficientes para vivir dos confesiones que ahora la mantenían completamente fuera de juego. Necesitaba un café que le despejara las ideas. Cogió la cafetera, que aún contenía algo del café del día anterior, y lo vertió en una taza. Justo cuando estaba echándole un poco de leche, oyó unos golpes secos en la puerta.

—Abril, ¿estás ahí?

Cogió la taza humeante y se dirigió al recibidor. Al otro lado de la puerta aparecieron Mario y Héctor, ambos sin afeitar y con cara de sueño. Héctor se encogió de hombros y señaló a Mario:

—Decía que sonabas desesperada.

—Pasad —susurró. No quería despertar a su madre ni a su hermano—. ¿Queréis un café?

Los dos negaron con la cabeza, de modo que señaló la terraza que había al otro lado del comedor. Mientras Héctor abría la puerta, Abril se echó una manta por encima y siguió a sus amigos.

—¿Qué te pasa que sea tan urgente? —inquirió Héctor en cuanto la chica hubo cerrado la puerta tras de sí. Aunque había una mesa, los dos se sentaron en el suelo, apoyados en la pared. Abril se dejó caer delante de ellos.

—Si quieres estar aquí, vas a ser un espectador mudo, ¿de acuerdo? Deselecciono la opción de la película de comentarios de Héctor, así que a callar.

—¿Qué te pasa? —preguntó Mario, casi en un susurro.

—Se ha declarado.

—¿Quién?

—Víctor.

—¿A Eulalia?

—¡A mí… a Marina! Joder, ya no sé ni lo que digo.

Héctor soltó una risita que le valió un codazo de Mario.

—¿Y qué? —preguntó—. Quiero decir, ¿qué pasa?

Abril tragó saliva e intentó ordenar sus ideas antes de exponerlas. Con un hilo de voz, le explicó a Mario la extraña sensación que día a día, sueño tras sueño, iba apoderándose de ella, uniéndola cada vez más a la Marina de sus fantasías. Le habló de la necesidad creciente de seguir soñando, de cómo la historia de la joven obrera la había absorbido por completo, y le relató con todo detalle la confesión de Víctor.

—Parece que alguien se ha enamorado.

—Yo no lo creo. Esos señoritos sólo…

—Me refería a Marina —dijo Mario, dibujando una sonrisa ladina y alzando las cejas de forma desmesurada.

—No digas tonterías.

—A mí también me lo parece —señaló Héctor cautelosamente—. ¿Y por eso tanta urgencia? ¿Porque el Chico Sartén se le ha declarado a la protagonista de tus sueños de telenovela?

—¿Qué he dicho de los comentarios? —resopló Abril antes de volverse hacia Mario—. Necesitaba hablar con alguien, y el cabeza de alcornoque que tienes como novio es más insensible que un zapato. Al menos tú me escuchas y finges que no piensas que estoy loca.

Héctor quiso quejarse, pero Mario fue más rápido y le tapó la boca con una mano.

—No estás loca, sólo absorbida por un mundo y unas vidas que no son las tuyas. Te están creando una adicción que no es sana. He hablado con mi hermana y le he contado muy superficialmente lo que te pasa. Me ha dicho que estaría encantada de hablar contigo, pero que no cree que te sea de mucha ayuda. Es sólo una aficionada, al fin y al cabo. Quiero decir… Le interesan los temas esotéricos, pero nada más. De todos modos, me ha dicho que conoce a alguien con quien quizás te interese hablar.

—¿Alguien? —preguntó Abril.

—Una amiga suya. Es tarotista. Suele venir a casa para echarle las cartas a mi hermana.

—¿Tu hermana cree en esas estupideces? —Héctor ni siquiera se molestó en reprimir una sonora carcajada.

—¿Una vidente? ¿Quieres que vaya a una vidente? ¿Hablas en serio? —exclamó Abril casi al mismo tiempo.

Mario los miró a los dos y su expresión se congeló.

—Sí, mi hermana cree en esas cosas. ¿Algún problema, Héctor? —masculló. El chico negó con la cabeza, repentinamente intimidado por la seriedad del tono de Mario, que se dirigió entonces a Abril—: Y sí, digo que vayas a ver a una vidente, una adivina, una tarotista, una tiradora de cartas… Llámala como te apetezca. Si quieres escuchar lo que tenga que decir, se lo diré a mi hermana. Son amigas y podría pedirle el favor. Lo haría gratis. Ahora bien, si prefieres quedarte con tu psicólogo, que todo cuanto sabe decirte es que no te preocupes, adelante. Es tu decisión. Yo sólo digo que por probar no pierdes nada.

Abril asintió, tiritando.

—Tienes razón, lo siento. Habla con tu hermana. Cualquier cosa que… Cualquier cosa es mejor que nada, supongo. Gracias, Mario.

—De nada —aceptó él, recuperando su gesto amable.

—Sea como sea —intervino Héctor, cansado de su voto de silencio—, yo continúo pensando que deberías conocer a alguien. Salir un poco. Con gente normal, ya sabes, no con tíos que se comunican contigo por carta.

—Eso es original —opinó Mario.

—Y escalofriante.

—También. —Rio—. ¿Sabes qué estoy pensando? ¿Recuerdas a aquel chico que conocimos…?

—¡En aquella excursión el verano pasado! ¡Claro! ¡Es perfecto! —exclamó Héctor, haciendo chasquear los dedos.

Abril los miraba sin comprender nada, expectante. Cuando se ponían así, hablando sin decir nada, entendiéndose sin palabras, la ponían de los nervios. Con el tiempo había aprendido que era mejor esperar a que ellos mismos se explicaran, y eso es lo que hizo.

—Es perfecto para ella. Lo es. Te va a encantar. Es alto, moreno… No sé si será muy inteligente, pero es simpático. Y divertido, ¿verdad, Héctor?

—Decidme que no pretendéis organizar una cita a ciegas con uno de vuestros amigos.

—Yo no lo llamaría amigo. Conocido, simplemente —dijo Mario—. Pero muy simpático. Alto y…

—Moreno, ya lo sé. No pienso ir, Mario. Estoy bien como estoy.

—¿Cómo? ¿Con la cabeza en 1914?

—En realidad, ya es 1915 —musitó, lo que le valió una mirada enfadada de Héctor.

—Vamos, Abril, tienes que olvidarte del Chico Sartén. Lo necesitas.

—Este es el trato: le das una oportunidad a nuestro chico y yo te consigo la cita con la tarotista. Y gratis —propuso Mario.

La chica suspiró bajo la atenta mirada de sus dos amigos, que esperaban un movimiento afirmativo que llegó al cabo de pocos segundos. Estaba cansada y no tenía ganas de discutir. Por el momento, lo importante era asegurar la cita con la vidente. En cuanto a la cita a ciegas… Quizás no era tan mala idea.

Tal vez Héctor tuviera razón y lo mejor que podía hacer era olvidarse de él.