—Di algo.
Víctor me mira expectante. Estamos separados por unos centímetros que se hacen tan interminables como dolorosos. Aun así, una fuerza invisible me empuja a apartarme más de él.
—Deja que me vaya —le ruego con la voz rota.
—Marina, por favor…
Sus ojos se mueven fugaces de un lado para otro, pero el resto de su cuerpo no se mueve ni un centímetro.
—No me hagas esto.
—¿Que no haga qué? ¿Ser sincero por una maldita vez en mi vida? ¿Ser valiente?
Trago saliva. Quiero decirle que el mundo no está hecho para los valientes, sino para los afortunados, y que ser sincero sirve de poco si la suerte no está de tu lado. Me muerdo el labio inferior, nerviosa, e intento encontrar las palabras adecuadas.
—Víctor, estás prometido. Vas a casarte, ¿recuerdas? Eulalia, esa chica a la que toda tu familia adora. Y que te adora a ti.
—Pero yo a ella no. Y tú…
Lo interrumpo antes de que pueda seguir hablando. Me doy la vuelta para no tener que enfrentarme a su mirada intimidatoria.
—Y yo soy la niñera de tus hermanos, la misma que vive con cinco personas más en un piso no mucho más grande que este salón.
—La misma que se atreve a hablarme como a un igual, que se ha sentado a escucharme sin pedir nada a cambio. La única que ha conseguido que sienta algo entre tanta reverencia y tanta formalidad.
—Eulalia es una gran chica —susurro. Las palabras trepan por mi garganta como lenguas de fuego. Reúno las fuerzas suficientes para seguir hablando y digo con voz trémula—: Te hará feliz.
—Nadie puede hacerte feliz. La felicidad es un sentimiento propio que nace de uno mismo, Marina. Si yo no me siento bien con ella, ella jamás me hará feliz.
Me río ante esa frase lapidaria. La capacidad de exageración de Víctor cada día me sorprende más. Doy unos pasos hacia delante, y cuando estoy lo suficientemente alejada de él, me doy la vuelta.
—No seas melodramático. La felicidad está sobrevalorada. Para mí, ser feliz significa tener a mi familia conmigo, comida y abrigo. No necesito nada más.
Víctor no dice nada y yo deseo decir tantas cosas y tan inapropiadas que me obligo a morderme la lengua y a clavar la vista en el suelo. Me repito una y otra vez que somos diferentes, que no hay nada que nos una. No hay más puentes entre nuestros mundos que sus hermanos pequeños.
—Aun así…
La voz de Víctor suena dubitativa por primera vez desde que lo conozco.
—Aun así —lo interrumpo—, aunque sueñes con imposibles, la realidad no cambiará. Seguirás siendo el mismo y seguirás estando en el mismo lugar. Hay que saber elegir las batallas, Víctor. No hay que luchar contra lo que no depende de nosotros.
—Pero ¡sí depende de nosotros! Depende de mí, de ti… De lo que queramos.
Víctor habla con una emoción sobreactuada, tratando de convencerme de unas palabras que no puedo tomarme en serio. Madre tiene razón: cada uno tiene un lugar en el mundo y lo más sensato es asumirlo. Cisco ha querido rebelarse, intentar cambiar de sitio, ¿y para qué le ha servido?
No. No puedo acarrearle más problemas a mi familia de los que ya ha sufrido.
—¿Qué quiero yo?
Mi pregunta lo pilla desprevenido. Arruga las cejas en un gesto de incomprensión y ladea la cabeza ligeramente. Su pose de completa ignorancia me habría hecho gracia de no ser porque estoy a punto de pronunciar las palabras más difíciles de mi vida.
—¿Qué quiero yo? —repito—. No me lo has preguntado.
—¿Qué quieres? —murmura, compungido.
—Una vida tranquila, Víctor. Quiero cobrar mi salario, llevar comida a casa y estar con mis hermanas. Quiero ir al cine por primera vez, poder ir a bailar con mis amigas. Quiero encontrar un hombre, un buen hombre, alguien que no dé problemas, que tenga una sonrisa para mí cada mañana y que sepa tratar a los niños.
Víctor avanza hacia mí, pero se detiene al ver que yo retrocedo.
—Yo puedo darte eso.
—No puedes, Víctor. Y no quiero que lo hagas. —Respiro profundamente, intentando digerir lo que voy a decir. Los segundos se alargan, tensos e irrespirables. Finalmente, consigo reunir la fuerza para susurrar—: Que te quiera no significa que quiera estar a tu lado.
Siento una punzada en el estómago, que se agudiza al ver la expresión rota de Víctor. Me mira sin comprender, buscando una explicación que no voy a brindarle.
Tengo que hacer un esfuerzo para no lanzarme a los brazos de Víctor cuando paso por su lado para salir de la habitación. Me observa con ojos vidriosos, en silencio, sin moverse. Me siento culpable, pero me digo que aunque no lo entienda, aunque a ambos nos cueste aceptar lo que acabo de decir, sé que es lo correcto.
Sea como sea, al menos yo tengo el consuelo de conocer la falsedad de mis últimas palabras.
Cisco sabe que está pasando algo. Dice que ha encontrado trabajo en la pastelería de un conocido. No es que sepa demasiado del oficio, pero aprende rápido. Padre no parecía muy dispuesto a creer que hubiera tenido tan buena suerte. Estaba convencido de que mentía y de que cuando salía de casa Cisco se iba a dar vueltas por la ciudad. Sin embargo, cuando trajo su primer salario a casa tuvo que aceptar que no podría echarlo, al menos por el momento.
En casa, de vez en cuando, pillo a Cisco observándome con la boca medio abierta, como si quisiera decirme algo. Pero no lo hace y yo tampoco le pregunto. No tengo ganas ni fuerzas para hablar demasiado. He de reservar la entereza para los días en que debo bajar a cuidar de los niños, es decir, todos. Desde que dejé a Víctor con la palabra en la boca, hace ya una semana, los señores Altarriba salen más que de costumbre, acompañados casi siempre por su hijo y su futura nuera. Claro que son épocas navideñas y eso es algo sagrado para esta gente. Las reuniones y los compromisos sociales se multiplican y no quieren perderse ni uno solo.
Me alivia saber que no voy a tener que cruzarme con Víctor, pero es un consuelo baldío. Cada rincón de esta casa me recuerda a él y me trae a la mente la seguridad de que está junto a Eulalia, tal vez cogiéndola de la mano o intentando desesperadamente sentir algo.
Me aterra pensar que pueda conseguirlo.
—¡Niña!
El grito de la señora Emilia se clava en mis sienes y me empuja lejos de mis cavilaciones. Me acerco a la portería con paso cauto.
—¿Cómo está tu hermano?
—Bien —respondo, tranquila. Por suerte, estoy diciéndole la verdad. Desde su paso por el calabozo, pasa más tiempo en casa. Lo conozco, y sé que no se ha deshecho de sus ideas revolucionarias, pero para mí es un consuelo saber que se toma las cosas con más calma.
La portera me dedica una sonrisa sincera antes de lanzar su ataque.
—Cuéntame, niña. ¿Cómo van las cosas ahí dentro?
Señala con la cabeza la puerta de servicio de los Altarriba. Suspiro y concentro mi desesperación en las manos, que se cierran formando dos puños furiosos.
—Bien, los niños son buenos conmigo. Nada de patadas ni de lloros. No puedo quejarme.
—Vamos, no me digas que eso es lo más interesante que tienes para mí.
—Señora Emilia, ¿qué quiere que le cuente? —atajo. No estoy de humor para adivinar las intenciones de esta buena señora.
Ella echa la cabeza hacia atrás, mostrando una carcajada sonora y desdentada.
—La señorita Eulalia —musita Emilia—. Me ha dicho Elvira, la cocinera, que el señorito ya le ha dado el anillo de compromiso.
Me encojo de hombros, fingiendo indiferencia. Me irá bien practicar.
—¿No me cuentas nada, niña?
—No sé nada, Emilia. Yo cuido de los niños pequeños, no de Víctor. Y mucho menos de la señorita Eulalia.
La portera levanta las cejas y su sonrisa se tuerce de forma insinuante. Parpadea lentamente y se pone de pie.
—Se comenta que el señorito tiene a otra.
Se me hiela la sangre. Hago un esfuerzo titánico para sobreponerme. Desde que vio a Víctor subiendo hacia mi casa, la señora Emilia me mira con recelo, intuyendo que le escondo algo, imaginando seguramente más de lo que hay en realidad. Fuerzo una sonrisa y pongo los ojos en blanco.
—También se comentan cosas sobre usted, señora Emilia. Y sobre mí. A la gente le gusta hablar, usted debería saberlo más que nadie. No sé qué tiene o deja de tener el señorito Altarriba, pero le aseguro que la señorita Eulalia le tiene el corazón robado.
Siento una opresión en el pecho al pronunciar esas últimas palabras, pero vale la pena. La señora Emilia traga saliva y asiente con la cabeza antes de entregarme el mensaje por el que me ha llamado. Víctor se ha llevado a los niños a la Ciutadella. En media hora tengo que estar allí, y más me vale no llegar tarde. Aun así, me doy unos minutos de margen para despotricar con la portera acerca de los Altarriba y sus cambiantes y caprichosas órdenes. En realidad, prefiero salir a la calle, pero necesito que la señora Emilia se deshaga de las ideas absurdas que le rondan por la cabeza.
Sus ojos desconfiados me siguen mientras salgo del portal. Cuando desaparezco de su campo de visión, suspiro profundamente, liberando toda la tensión acumulada. Camino deprisa, centrando mi mente en mis pasos. La presión de mi pecho trepa por mi garganta hasta llegar a los ojos, que se humedecen. El viento hace correr mis lágrimas mejillas abajo. No me reprimo. Me da igual quién pueda verme. Necesito vaciar todo lo que siento antes de encontrarme con Víctor.
Llego a la Ciutadella sintiendo cómo el corazón me golpea el pecho de forma frenética. Me obligo a hacer un último esfuerzo hasta la fuente de la cascada, donde espero encontrar a Víctor y a los niños. No puedo reprimir un grito desesperado al comprobar que no están ahí. Sigo corriendo sin rumbo fijo hasta que veo a Gabriel persiguiendo a su hermana.
Freno mi carrera de forma brusca. Víctor observa a sus hermanos sentado en un banco bajo un frondoso árbol. Cierro los ojos unos segundos, intentando sobreponerme al esfuerzo.
—Llegas tarde.
Al abrir los párpados, me recibe la figura de Víctor a contraluz.
—No vengo de la manzana de al lado, precisamente. —Jadeo. Aún no he recuperado el aliento.
—¿Has venido corriendo?
—No, en coche de caballos. —Resoplo, hastiada—. Siento no poder correr más rápido.
Clara aparece de la nada y salta encima de mí para darme un beso en la mejilla.
—Estás sudada. —Se ríe.
Le revuelvo el pelo, sonriente, antes de que Víctor la inste a ir a jugar con Gabriel, que persigue un pequeño balón. Víctor me agarra del brazo y me arrastra hacia el banco. Los músculos de mis piernas se relajan por fin. El chico se sienta a mi lado, ni demasiado cerca ni demasiado lejos.
—¿Por qué no has venido en tranvía?
—No es que me sobre el dinero, precisamente.
—Le dejé unas monedas a Emilia.
Mi mal humor se esfuma con la carcajada que escapa de mi boca. Víctor enarca las cejas.
—La señora Emilia habla mucho, pero sabe cuándo callar.
—¿No te ha dado nada?
—No me ha dicho nada —certifico, moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Siento que hayas tenido que venir andando.
—Corriendo —lo corrijo—. No te preocupes.
—Necesitaba verte.
Aparto mi mirada de él para dirigirla a los niños, que ahora juegan con un pequeño perro. Quiero escuchar a Víctor, pero sé que no seré capaz de mirarlo mientras lo hace y resistir las ansias de besarlo. Tengo que mantenerme fuerte. Alguien debe hacerlo.
—Te echo de menos —susurra, como si alguien pudiera oírnos—. No he podido quitarme de la cabeza nuestra conversación del otro día. He llegado a una conclusión.
—¿Cuál?
—Que mentiste.
—¿Mentí?
Víctor se ríe por lo bajo.
—Y que, cuando no sabes qué decir, te limitas a repetir lo que te han dicho.
—Eres un engreído.
—Dijiste que me querías —dice con voz monocorde y pausada.
—No es cierto.
—«Que te quiera no significa que quiera estar a tu lado». Esas fueron tus palabras exactas. Créeme, han estado resonando una y otra vez en mi cabeza durante estos últimos siete días.
No me atrevo a decir nada. No puedo negar que lo dije ni reafirmarlo. No tengo fuerzas para mentir de nuevo.
—Llámame romántico, pero no creo que se pueda querer sin desear estar junto a la persona amada. De modo que o bien mentiste al decirme que me quieres o bien al decir que no quieres estar a mi lado.
Me doy la vuelta para mirarlo. Está observándome entre desafiante y desenfadado, esperando una respuesta como quien espera oír la hora. Sonríe de forma forzada antes de coger un pequeño paquete que tiene junto a él y que yo no había visto antes.
—Te he traído esto.
—No…
—Marina —me interrumpe, repentinamente serio. Adopta el tono severo con el que se dirigía a mí cuando nos conocimos y me insta a cogerlo—. Ábrelo.
A lo lejos, los niños siguen jugando entre ellos. Son incombustibles.
Deposito cuidadosamente el paquete encima de mis piernas. Me restriego las manos contra la falda para limpiarlas y me detengo un segundo a mirar el fardo. Está toscamente envuelto con una fina tela de flores. Trago saliva antes de empezar a desenvolverlo bajo la atenta mirada de Víctor.
Poco a poco, de entre las coloridas flores va surgiendo un lomo verde y dorado. Se me corta la respiración. No puede ser. Miro a Víctor, al paquete aún a medio abrir y otra vez a Víctor. Me dedica una sonrisa encandilada y feliz.
Termino de abrir el paquete, segura de lo que encontraré dentro. Las manos me tiemblan, pero no me importa. En estos momentos, nada me importa. Las yemas de mis dedos acarician las letras doradas estampadas sobre la cubierta verde de tela.
—¿Qué…?
No soy capaz de articular más palabra que esa.
—Quiero que lo tengas tú.
—No puedo… Yo no… Ni siquiera lo entiendo.
Mis ojos no se despegan de las letras del libro. Peter and Wendy. La mano de Víctor aparece de la nada y se posa sobre la mía. La acaricia suavemente durante una milésima de segundo antes de apartarla con delicadeza. Levanta el libro para descubrir debajo de él un pliego de hojas blancas encuadernadas con hilo.
—Pensé que te gustaría poder leerlo por ti misma.
Tomo esa suerte de libro rudimentario y lo hojeo. Reconozco la letra de Víctor de la nota que escribió cuando estuve enferma recordándome qué medicamentos debía tomar y cuándo exactamente.
—¿Lo has traducido?
—He hecho lo que he podido. Mi nivel de inglés es muy básico.
Ni siquiera intento expresar con palabras lo que siento. Me llevo ambos libros al pecho y cierro los ojos, abrumada. Víctor me acaricia la mejilla de forma insegura. Quizás espera que me separe, pero no lo hago. No puedo. Estoy cansada de luchar contra él y contra mí misma. Sonrío. No digo nada, no hace falta. Dejo caer los brazos sobre mis piernas y me apoyo contra el respaldo del banco. Me siento relajada por fin, como si al deshacerme de todos mis escudos hubiera aligerado el peso que llevaba encima. Víctor recorre mi brazo derecho con sus dedos hasta llegar a mi mano, que dejo caer sobre la madera del banco. En silencio, posa su mano sobre la mía. Siento su calor, su protección, y en ese momento sé que eso es lo correcto.
—¿Qué sabes de mi hermano?
—¿Gabriel o Xavier? —digo, sin entender el sentido de esa pregunta.
Víctor se ríe.
—De mi hermano mayor, Joaquín.
Recuerdo vagamente que madre nombró a un quinto hijo Altarriba que no se había mudado con el resto de la familia y que escuché ese nombre en boca de Víctor durante una discusión con sus padres, aunque entonces no supe a quién se refería.
—Sólo que existe.
—Ya es más de lo que recuerdan mis padres —bromea él—. Joaquín se llevaba muy bien con nuestro tío Ramiro. Solía pasar largas temporadas en Barcelona con él cuando nosotros vivíamos en Tarragona y de vez en cuando lo acompañaba en sus viajes, como alguna vez hice yo también. Cuando volvía a casa, mis padres lo mostraban orgullosos a sus amigos, hablando de lo viajado que era su hijo. Pero un día no volvió de uno de esos viajes con el tío Ramiro. —Se ríe, como si aquello fuera lo más divertido del mundo—. O, mejor dicho, volvió, pero dos meses después que el tío Ramiro y con una alianza en el dedo.
—¿Se casó en secreto?
Me vuelvo de golpe al oír esa confesión. Víctor sonríe, quizás contento por haber sido capaz de sorprenderme, y prosigue su relato.
—Joaquín no es tonto. Sabía que nuestros padres nunca aceptarían a Alicia como su prometida, que harían todo lo posible por evitar el enlace. Es una buena chica, pero no lo suficientemente buena para mi hermano, según mis padres. Ya me entiendes. Así que se casó con ella en París, donde se conocieron. Sin embargo, sobrevaloró a nuestros padres. Esperaba que se enfadaran, pero no hasta el punto de desheredarlo.
—¿Lo desheredaron?
—Hace cuatro años que no se hablan. Yo apenas sé nada de él. A veces nos enviamos cartas, pero pocas.
—¿Siguen juntos?
—Felices y con hijos. —Víctor está sonriendo de un modo extraño—. Al principio, como es normal, se lo tomó mal. Se había acostumbrado a cierto nivel de vida y no se veía capaz de empezar desde cero. Los primeros tiempos fueron duros para él, pero nunca se ha arrepentido de la decisión que tomó. Hasta su muerte, nuestro tío Ramiro lo apoyó, aunque a espaldas de nuestros padres. Estuvieron viviendo en París hasta unos meses antes de que estallara la guerra europea, cuando se mudaron a Madrid. Lo último que he sabido es que…
Clara viene corriendo, seguida de cerca por Gabriel. Víctor y yo apartamos las manos instintivamente.
—¡Tenemos hambre! —se queja la niña.
—Vamos a casa —le pide Gabriel a Víctor poniendo morros.
Víctor me mira, como pidiéndome permiso, y yo asiento. Envuelvo de nuevo los dos libros con la tela de flores y echamos a andar en silencio.
Las familias pasean sin prisa por el parque, disfrutando del último domingo de diciembre. Me entretengo observándolos para evitar mirar a Víctor, que camina a escasos centímetros de mí.
—No puedo aceptar el libro —le susurro mientras paseamos con la vista puesta en los niños.
—Sé que tengo mala caligrafía, pero no es ininteligible.
—No seas tonto. Ya sabes a qué me refiero. Es tuyo y es especial para ti.
—Podemos compartirlo.
—Claro. —Me río—. Los domingos y días de guardar para mí y el resto del año para ti.
—No bromeo. —Víctor camina con la vista fija al frente, sin mirarme—. Podemos compartirlo todo, Marina.
—Víctor…
La voz me tiembla. No puedo tener esta conversación otra vez. No ahora, no teniendo entre mis manos una de sus posesiones más valiosas. Se detiene tras comprobar que los niños están lo suficientemente lejos para no oírnos.
—Déjame hablar, por favor —me pide—. Después de casarse con Alicia, Joaquín tuvo dudas. No estaba seguro de haber hecho lo correcto. Y, aun así, es feliz. Yo nunca he estado más seguro de nada en toda mi vida, Marina. Si ellos son felices habiendo tenido esas dudas, imagina lo que podríamos ser tú y yo.
—¿Qué estás sugiriendo?
—Vayámonos —dice sin preámbulos—. Vayámonos juntos. Lejos, cerca, donde sea. Pero juntos.