13

Le echó una ojeada al reloj de la cocina antes de marcar el número. Eran las ocho de la mañana de un domingo, pero no le importaba. Lo necesitaba y los amigos debían estar disponibles las veinticuatro horas del día. Al otro lado del auricular sonó un gruñido adormecido.

—Te necesito —fue directa.

—¿Qué pasa?

—¿Podemos vernos? Por favor. He soñado algo que…

Alejada del teléfono, Abril oyó otra voz, tan conocida como inesperada.

—¿Ese es Héctor?

—Sí, estoy en su casa. Espera un segundo —dijo Mario. Se oyó cómo tapaba el auricular con la mano y las voces de los dos chicos se volvieron difusas—. Dice que si es algo relacionado con el Chico Sartén.

—Mario, quiero hablar contigo, no con él. —Abril fue tajante. Si lo había llamado a él era porque conocía demasiado bien a Héctor. No iba a ayudarla. Simplemente asentiría, le diría que se dejara de estupideces y la invitaría a tomar un café, siempre y cuando llevara dinero—. En serio, estoy despierta desde las cinco de la mañana y necesito hablar con alguien. ¿Puedes venir?

Se volvieron a escuchar las voces, esta vez un poco más nítidas. Aunque oyó lo que había dicho Héctor, Mario le transmitió el mensaje.

—Dice que no me deja salir de casa a menos que venga conmigo, que alguien tiene que representar la voz de la cordura. O algo así.

Abril bufó.

—Está bien. No tardéis, por favor.

Cuando Mario le hubo asegurado que estarían allí en cuestión de diez o quince minutos, Abril colgó el teléfono y se dejó caer de nuevo sobre la cama, la misma que había acompañado su sufrimiento durante las tres largas horas que había estado en vela. Se levantó y se dirigió al cuarto de baño arrastrando los pies. Se miró al espejo durante unos segundos sin poder evitar preguntarse quién era. Ya no lo tenía claro. Se recogió el pelo en una coleta desgarbada y fue hacia la cocina.

Se había despertado con el corazón a cien, empapada de sudor e inquieta como no lo había estado nunca. Sentía ganas de llorar, de golpear la almohada hasta desfallecer, de poder tener un mínimo de control sobre sus sueños. Había tenido a Víctor tan cerca que aún le parecía sentir su olor. Aún lo sentía. Pero eso era imposible. No se pueden recordar las sensaciones vividas en una fantasía, se repetía una y otra vez.

Y sin embargo, allí estaba ella, aún azorada por el beso que una fantasía había depositado en la frente de alguien que nunca había existido. Alguien con su misma apariencia. Marina. Ella. Ahora entendía lo que sentían las personas con trastorno de personalidad. Ya no sabía dónde terminaba ella y dónde empezaba la joven obrera. Sus sentimientos cada vez eran más fuertes. Podía sentirlo mientras soñaba, pero también cuando se despertaba. Entre ellas se había creado un vínculo, una suerte de unión por la que cruzaban todo tipo de pensamientos y sensaciones. Las fronteras estaban empezando a desdibujarse y, con ellas, la sensación de estar cuerda.

Lo peor era que lo único que la preocupaba era que ese puente desapareciera. Que los sueños se desvanecieran y sus fantasías volvieran al mundo onírico de donde procedían. No quería quedarse sola. Necesitaba seguir viéndolo ahí, entre las brumas de la Barcelona de principios de siglo.