Oigo su risa en el piso superior. He intentado imaginarla mil veces, basándome en las descripciones de la señora Emilia y Elvira, pero me resulta imposible. No puedo ponerle cara a la futura esposa de Víctor. La cocinera de los Altarriba habla de ella con tal pasión que sé que cualquier imagen que me haga de Eulalia será prácticamente un insulto para su belleza. Incluso su risa, que se filtra por las rendijas de las puertas, suena elegante y delicada.
—Vamos, poneos los gorros, por favor —insisto por enésima vez.
Clara se coloca su pequeño gorro rosa en la cabeza y me sonríe, traviesa.
—Mira, Marina —me dice, enseñándome sus manitas—, ¿a que son bonitos mis guantes nuevos? Me los ha regalado Eulalia.
Yo intento sonreír a la vez que asiento. No me gusta oír ese nombre, y menos sabiendo que su propietaria se encuentra en la misma casa.
—Eres una presumida —la chincha Gabriel, sacándole la lengua.
—Y tú un envidioso —le responde su hermana, altiva—. Vamos a decirles adiós a Víctor y a Eulalia.
No puedo decirle que no, y tampoco puedo dejar que vaya sola. No tengo por qué esconderme de Eulalia; no es de buena educación. Aún no la he conocido y tarde o temprano tendrá que llegar ese momento. Puede que ahora no esté preparada, pero quién sabe si algún día lo estaré, de modo que empujo a los niños hacia fuera de la habitación e inspiro profundamente, intentando insuflarme algo de entereza.
Desde lejos, veo cómo Clara abre la puerta del salón e irrumpe sin ningún reparo. Gabriel la sigue.
—Nos vamos a pasear con Marina —oigo cómo dice Clara—. Ven, tienes que conocerla.
Una sombra se refleja en los cristales coloridos que conforman parte de la puerta de madera. La voz jovial de Eulalia suena alegre al otro lado. No oigo a Víctor, pero sé que está ahí, tomando de la mano a su futura esposa, haciendo un esfuerzo para simular un afecto que jamás ha traspasado la barrera del cariño.
Eulalia aparece acompañada por Víctor, que me dirige una mirada fugaz. La chica me sonríe y me saluda con un gesto amable que no soy capaz de devolver. Es tal como la describía Emilia: preciosa. Sus rasgos son finos y su figura, exquisita. Lleva un vestido claro que realza el rubor de sus mejillas y el color azul de sus ojos, que contrasta con el tono oscuro del pelo. Le sonrío, turbada, y no puedo resistir la tentación de mirar a Víctor, que no aparta la vista de la mano izquierda de su prometida, adornada con una alianza brillante y delicada. Víctor sale de su ensoñación y nuestras miradas se cruzan durante un instante eterno.
—Perdonadme —se disculpa abruptamente y desaparece dentro del salón.
—Vamos, niños.
Clara le da un beso a Eulalia y le dice adiós con la mano mientras sonríe.
—¿A que es guapa? —me dice cuando estamos en la calle—. Cuando se casen, Víctor tendrá la esposa más guapa del mundo.
El viento de finales de diciembre es frío, pero, aun así, los señores Altarriba han decidido ir al Liceo. Según he visto en el periódico, la obra se llama Tannhäuser, de un tal Wagner. Parece que cuanto más difícil sea de pronunciar algo, mejor es para los burgueses.
La casa está en silencio. Los señores ya se han marchado y tanto Elvira como Eduardo se han retirado. Cierro la puerta de la habitación de los niños y suspiro, aliviada. Xavier hace rato que duerme; parece que esta noche va a ser tranquila. Mis esperanzas, sin embargo, se desvanecen al percatarme de que hay luz en el salón. Intento respirar con calma mientras rezo para que dentro no me encuentre con Eulalia y Víctor.
Mis súplicas son escuchadas, pero únicamente a medias.
Víctor está sentado en el sillón de siempre. Tiene un libro entre las manos, que cierra en el mismo instante en que me ve. Aprieto la mandíbula y hago ademán de retirarme.
—Espera.
Me detengo. Víctor se pone de pie y deja caer el libro sobre el sillón, pero no dice nada.
—¿Qué?
Resopla llevándose las manos a la cara.
—No sé qué decir.
—¿Acaso tienes algo que decirme? —pregunto. Después de la última vez en que estuvimos juntos, lo dudo mucho. Tras ese abrazo, tan corto y largo al mismo tiempo, ha desaparecido de la faz de la tierra. No habla, de modo que lo hago yo—. ¿Qué te traes entre manos con Duch?
—¿Perdona? —Parece sorprendido por mi pregunta.
—Mi hermano Cisco me dijo que te vio en comisaría con él.
Víctor se muerde el labio inferior, pensativo. Alarga los segundos antes de responder:
—No es nada.
—Víctor. —Mi voz suena tajante. Quiero respuestas; es lo único que puedo obtener de él y no voy a irme sin ellas.
—Salvador es impulsivo, no tiene cabeza, no ve los límites y las consecuencias de lo que hace.
Supongo que Salvador es el señorito Duch. Poco me importa cómo sea mientras deje en paz a Cisco.
—¿Y qué?
—Lo conozco desde hace años. Nuestros padres son viejos amigos. Cuando me dijiste lo de tu hermano… Sabía que podía hacerle entrar en razón. Es cabezota, pero no es mal muchacho.
—Fuiste a hablar con él —resuelvo, sorprendida. No hace falta que Víctor asienta para saber que estoy en lo cierto—. ¿Por qué?
—Tú me has ayudado, Marina. Era justo que yo intentara hacer lo mismo por ti.
—No he hecho nada, Víctor. No me debes nada —murmuro. No me gustan las deudas. Me doy cuenta de que aún tengo el pomo de la puerta entre los dedos. Víctor me hace un gesto para que me siente en uno de los sillones libres. Él se sienta en el suyo sin dejar de observarme—. No tenías por qué hacerlo.
Nunca me ha gustado que nadie se inmiscuya en mi vida o en la de mi familia. Sin embargo, en esta ocasión no consigo enfadarme con Víctor. Me odio por ello. Aprieto los puños con rabia, maldiciéndome a mí misma.
—Marina… Yo antes… Ahora… —Parece que las palabras se encallan en la garganta de Víctor, siempre tan elocuente—. No quiero hacerle daño a Eulalia. Sé que ella me quiere, lo noto. No quiero darle una vida de infelicidad, igual que hizo mi padre con mi madre. Se casó con ella por el dinero de su familia y le ha salido el tiro por la culata. No les queda nada. Cuando se casaron, mi madre era la heredera; creían que se quedaría con todas las tierras, pero mis abuelos tuvieron un niño sin que nadie lo esperara y ahora… Ahora no les queda nada. Ni siquiera amor. Mi padre lo busca fuera de casa, mientras mi madre concentra todas sus fuerzas en aparentar ser la pareja perfecta.
—Lo siento.
—Qué más da. Es su vida, ellos la han elegido —resopla—. Pero no pueden obligarme a ser como ellos. A mí antes no me importaba… Era lo correcto, ¿no? ¿Qué más puedo pedir que una esposa amable y preciosa? —Se ríe sin traza de alegría—. Es todo a lo que puedo aspirar: ser la moneda de cambio para pagar los errores de mis padres. ¿Pues sabes qué? Soy más que eso.
Sonrío de forma inconsciente sin mirarlo.
—Lo sé.
Oigo cómo Víctor se levanta. Veo sus zapatos, negros e impecables, acercándose lentamente a mí.
—¿Recuerdas el día en que nos conocimos, en julio?
Ahora soy yo la que se ríe. Asiento en silencio. Hace casi seis meses de eso y aún puedo oír la voz de Víctor escupiendo ese «impertinente».
—No me gustaste en absoluto —admite, dibujando una media sonrisa—. Y cuando empezaste a trabajar en casa, pensé que algo malo debía haber hecho en otra vida para tener que soportarte tanto tiempo.
—Algo parecido pensé yo.
—Pero luego…
—¿Hay un pero? Me siento aliviada.
—Luego pensé que te mandaba el mismo demonio para arruinarme la vida.
Abro los ojos, entre sorprendida y curiosa. No es esa la frase que suele seguir a un pero, y mucho menos la que esperaba oír. Víctor da un paso más hacia mí. Se pone de puntillas y se apoya en los reposabrazos del sofá. Aparto mi mano de forma instintiva.
—Cuando vi cómo sostenías el libro de Peter Pan —dice, volviéndose hacia la estantería—, me di cuenta de que tenías algo que nunca había visto en nadie. Ingenuidad, inocencia, no lo sé. El modo en que acariciaste su lomo y el brillo en tus ojos… Me cautivaste.
Me pongo de pie de un salto. Víctor se aparta ante mi reacción, pero no dice nada. Me llevo las manos a la cara, abrumada, y echo a andar hacia la puerta.
—Espera, Marina.
Mi nombre se clava en mi pecho como un puñal. Su voz suena dulce; me siento incapaz de resistir a su petición. Aun así, saco las fuerzas necesarias para tragar saliva y decir:
—No.
—No te vayas, por favor.
—No me pidas que me quede, Víctor.
No me deja terminar. Rápidamente, se interpone entre la puerta y yo, impidiéndome el paso. Decidida, intento apartarlo con toda la fuerza que me permiten usar mis enclenques brazos, pero, una vez más, se anticipa a mis movimientos agarrándome por las muñecas. Forcejeo, desesperada, sin lograr resultado alguno. No puedo quedarme ahí. No quiero escuchar lo que tenga que decirme, porque, sea lo que sea, sé que me dolerá. Derrotada, dejo caer los brazos y apoyo mi cabeza en el pecho de Víctor, que se mueve de forma agitada. Oigo el latir de su corazón. Por un momento, no percibo nada más. Cierro los ojos e imagino que estamos solos, que estamos lejos, que él no es quien es ni yo soy quien soy.
—Quédate.
Nuestras miradas se quedan trabadas cuando me separo de él. Unos centímetros por encima de mí, sus pupilas se mueven nerviosas de un lado a otro. Un rizo travieso le cae encima de la frente, confiriéndole un aspecto desenfadado que lo hace especialmente atractivo. Alarga una mano y me acaricia la mejilla. Podría apartarme, debería hacerlo, pero no lo hago. Siento la calidez de su piel en la mía, su pulso trémulo sobre mi mejilla.
—Lo he intentado, Marina, y tú lo sabes mejor que nadie. He procurado evitarlo, no cruzarme en tu camino, pero mis padres no me han ayudado demasiado. —Su boca se tuerce en una sonrisa forzada pero sincera.
—Víctor…
—Dime que quieres que me vaya y me iré.
—Vete —susurro con gran esfuerzo, apartando mis ojos de él.
—Dime que quieres que me vaya.
No soy capaz. Él suspira y apoya su cabeza en mi frente. Siento su aliento recorriendo mi rostro, su aroma colándose por mis fosas nasales, embriagando todo mi cuerpo. Los labios de Víctor se posan sobre mi cabello en un beso sutil e imperceptible y empiezan a deslizarse por mi frente.
—Eulalia lleva el anillo de compromiso —digo de repente, empujada por mi lado racional. Tengo que salir de aquí, apartarme de Víctor, olvidarme de él, de sus ojos, de su sonrisa escurridiza.
Sin embargo, antes de que pueda moverme, Víctor despega los labios de mi frente y susurra:
—Te quiero.