Reconocía aquel lugar. Había pasado por ahí muchas veces durante su vida, pero ahora lo veía y lo percibía de una forma completamente nueva. Había paseado por aquellas mismas calles, sólo que casi cien años atrás, en sus sueños. Si torcía a la derecha y seguía andando una o dos manzanas, terminaría por encontrar el portal donde vivían los personajes de sus fantasías. O quizás no. Lo cierto es que no lo sabía y tampoco sentía ningún deseo de averiguarlo. Existe una palabra para definir el momento en que fantasía y realidad se mezclan: locura. Abril prefería seguir cuerda, aunque fuera en la ignorancia.
Se apoyó contra la fachada que había justo delante del banco donde había citado a Leo, preguntándose si no sería demasiado tarde para agarrarse a la sensatez.
Lo único que tenía claro era que no iba a acercarse a él. No se sentía capaz. Quizás alguien lo llamase cobardía. Para ella era la garantía de seguir cuerda aunque fuera durante unos días más. Como Marina, ella también debía encontrar sus respuestas antes de poder enfrentarse a esa situación.
Miró el reloj. No era la hora y, aun así, no podía evitar sentirse nerviosa. ¿Y si Leo no iba? Quizás nunca había llegado a coger la nota que le dejó en la plaza el fin de semana anterior, o lo había hecho y no quería seguir con aquel sinsentido. O aún peor, ¿y si se equivocaba de acera y no llegaban a verse? El paseo de Gràcia es una avenida muy amplia y no estaba segura de poder verlo, entre los coches y la gente, si la esperaba en la esquina del otro lado de la calle.
El corazón le golpeó el pecho cuando lo vio aparecer. Aunque llevaba unas oscuras gafas de sol, estaba segura de que tenía los ojos fijos en ella mientras cruzaba el paso de peatones. Leo se dirigió directamente al banco. Encajó el papel entre la estructura de hierro forjado y se volvió hacia la chica para cerciorarse de que lo había visto. Cuando apenas se había alejado veinte metros, Abril echó a correr hacia el banco-farola para coger la carta antes de que lo hiciera cualquier transeúnte curioso. La desdobló cuidadosamente y empezó a leer.
Abril. Bonito nombre. Y difícil de rimar, lo que es una suerte. Quizás no lo valores, pero lo entenderías si te llamaras como yo. ¿Adivinas qué rima perfectamente con Leo? Exacto: feo. Qué infancia me dio mi nombre. Habría preferido cualquier otro: Sergio, Víctor, Jesús, Julio… Julio habría sido un buen nombre. Habríamos hecho buena pareja, si me llamara así: Abril y Julio, la primavera y el verano.
Has elegido un sitio curioso. Si querías algo más íntimo que la plaza de Catalunya, creo que vas desencaminada. Mucha gente (incluido yo hasta hace poco) cree que estas farolas con banco son un diseño de Gaudí, cuando lo cierto es que son de Pere Falqués. Dicen que, cuando las construyeron, los burgueses las aborrecían tanto que, después de un fuerte vendaval que tumbó muchos árboles del paseo de Gràcia, un diario llegó a publicar estos versos: «Qué lástima que con el viento / no se llevara también / las farolas de Falqués». ¿A ti te parecen tan horrendas? Yo las veo mucho más bonitas que las actuales. Al menos son arte.
¿Sabes? No sabía si venir. Quiero decir, míranos… Parecemos tontos, tú ahí, yo aquí, los dos comunicándonos con cartas cuando podríamos hacerlo cara a cara. Y sin embargo, curiosamente, no me siento para nada estúpido. Supongo que tú tampoco, si sigues aquí. El otro día, en la plaza, creí de veras que ibas a acercarte. Juro que quería que lo hicieras. No sé qué me pasó. Fue una reacción… Da igual. Tú tendrás tus razones para mantener las distancias, como yo tengo las mías. No es el momento ni el lugar para hablar de eso.
Ahora, la gran pregunta: ¿para qué es el momento? ¿Por qué sigo escribiéndote? Buena pregunta, Leo. Si la respuesta fuera fácil, ni siquiera habría pregunta. Nada es sencillo. Desde el primer momento, aquel día en la biblioteca, me llamaste la atención. Quiero saber más de ti, conocerte… Ya sabes, lo que hacen las personas normales, aunque el método pueda parecer extraño. Así es más divertido, ¿no? Voy a interpretar tu presencia como curiosidad y seguiré con mi presentación.
Repasemos: Leo, edad inconfesable, estudiante de traducción. ¿Qué más podrías querer saber? Tengo hermanos: dos hermanas, para ser más exactos. Lucía y Mónica, gemelas. Son como dos gotas de agua. Ahora están en esa edad de pretender ser más maduras y mayores que nadie. Los terribles doce años. Una pesadilla, pero son dos ángeles cuando se lo proponen. Mis padres son como todos los padres, supongo. Mi madre tiene una tienda de ropa y mi padre es funcionario. Una familia apasionante, como ves.
Por lo demás… Me gusta el cine, la música, la literatura… El arte en general, supongo. No tengo ni idea de nada prácticamente, pero me gusta. Otra cosa que me interesa (chist, es secreto, no se lo digas a nadie) es la historia, sobre todo la reciente. Me atrae la década de 1910 de España. Esos años me parecen los grandes olvidados, ¿a ti no? Qué bonita debía de ser Barcelona por aquellos tiempos. Me gustaría verla. Seguro que había mucha menos gente que ahora. Qué delicia de ciudad debía de ser.
Creo que ya te he hecho leer suficiente. ¿A la misma hora, el sábado que viene, en la Ciutadella? Tienes muchos árboles tras los que esconderte. ¿Delante de la fuente de la cascada? Ahí nos vemos.
Leo
Levantó los ojos de la carta y se volvió de forma instintiva hacia su izquierda. Leo se había quedado junto a un portal, observando cómo leía desde la distancia. Una sonrisa desafiante le cruzaba el rostro. Volvió a mirar la carta para releerla una y otra vez. El estómago se le estaba encogiendo por segundos. Estaban ahí, escritos en tinta negra, como un presagio funesto. El nombre de Víctor, la anécdota sobre las farolas de Falqués, su declarada curiosidad por la Barcelona de la década de 1910.
Se sintió aturdida. Respiró hondo, intentando serenarse. El nombre era de lo más común, y el interés por la historia y por la arquitectura de la ciudad no era algo tan extraño. Es más, podía decir que todo aquello era incluso vulgar. Los turistas acudían a Barcelona para visitar los edificios y ver los recuerdos arquitectónicos que había dejado el modernismo en la Cataluña de principios del siglo XX. Esos conocimientos estaban al alcance de cualquiera.
Aun así, la inquietaba. Miró una última vez al chico, sin ser consciente de la expresión asustada de su propio rostro, y echó a andar en la dirección opuesta, arrastrando con ella el peso de las palabras de Leo.