No me quito de la cabeza el recuerdo de ese abrazo, ni tampoco la fría despedida de Víctor. Han pasado cuatro días y no he vuelto a verlo, a pesar de que durante las últimas jornadas he pasado más tiempo en casa de los Altarriba que en la mía. La llegada a la ciudad de Eulalia tiene entretenida a toda la familia, sobre todo a su prometido. O, al menos, eso es lo que me asegura Elvira, que parece haber encontrado en mí a la confidente perfecta, que siempre escucha y nunca habla.
Intento no pensar en Víctor y en sus cambios de humor, pero la alternativa es mucho peor. Cisco sigue en comisaría y, por lo que tengo entendido, seguirá ahí hasta que alguien pague su fianza. O hasta que el señorito Duch decida retirar los cargos, algo más que improbable. Si pienso en mi hermano, las lágrimas acuden rápidas a mis ojos, y la rabia se hace con cada milímetro de mi ser. No quiero pensar en Cisco. Padre dice que se está encargando de ello y, aunque quisiera, yo no puedo hacer nada para ayudarlo. Sólo intentar que la situación en casa no empeore.
Esta noche, sin embargo, presiento que no va a ser tranquila. Desde las escaleras puedo oír los gritos de mis padres. Me armo de valor para entrar en casa, aunque en estos momentos me gustaría echar a correr hacia la calle, y me meto de lleno en el infierno.
—¡Ya tiene edad!
Padre se vuelve hacia mí cuando me ve aparecer y sigue gritando, señalándome con un dedo.
—Marina empezó a trabajar con siete años. ¿Tú le ves alguna carencia?
Quiero responder a eso afirmativamente, pero no creo que se dirija a mí ni que sea esa la respuesta que busca.
—Marina —me llama madre. Está sentada en el escaño, tejiendo una bufanda de colores—. Dile a tu padre que María no puede dejar la escuela.
—Ya sabe leer, escribir y contar, ¿qué más quieres? Yo a su edad ya hacía tiempo que trabajaba en la panadería de mi padre.
—Por Dios, ¡eran otros tiempos, Francisco! No hay necesidad. Podemos estrecharnos los cinturones.
Padre se ríe y yo aprovecho para preguntar qué está pasando.
—Cisco está despedido, obviamente, y a saber cuándo encontrará trabajo otra vez. Siendo como es… No podemos vivir con tres salarios, Rosa.
—Padre, no lo necesitamos. Yo puedo lavar más ropa, ir más veces a la semana a la lavandería si es necesario —digo. No voy a permitir que María deje el colegio. La educación es lo más valioso que recibirá en su vida.
—Y yo puedo coser más —asegura madre.
Ahora debería ser el momento en el que padre intentara aportar su granito de arena a la causa. En lugar de eso, farfulla algo incomprensible y acaba diciendo:
—Si Cisco no encuentra trabajo en las próximas semanas, ya puede buscarse otro lugar en el que vivir. Te lo juro, Rosa, te juro que lo echo de una patada.
Coge el abrigo y el gorro y sale de casa dando un portazo. Yo suspiro y miro a madre, expectante.
—Si no fuera al bar tan a menudo, no iríamos tan justos —refunfuña ella bajando la mirada hacia la bufanda.
Tiene el rostro contraído en una mueca que afea sus arrugadas facciones. Lleva el cabello recogido en un moño ya deshecho y viste un delantal lleno de manchas, sobre el que se va acumulando la bufanda que está tejiendo de forma compulsiva. Su boca dibuja una mueca temblorosa que la delata. Debería estar gritando y maldiciendo a mi padre y a su egoísmo; debería soltar toda la carga que lleva sobre los hombros y que cada día la encorva un poco más. La educaron como ha intentado educarme a mí, es decir, anteponiéndolo todo y a todos. La voluntad de padre es algo que no se atreve a cuestionar, al menos en voz alta. A veces se desfoga conmigo o con cualquiera de mis hermanos, pero eso no es suficiente para aliviar su carga. Envejece a pasos agigantados y, a cada día que pasa, se vuelve más irascible y retraída.
Siento la necesidad de decirle que debe plantarse y gritar alto y claro su opinión, pero, como ella, no soy capaz de encararme a padre, ni siquiera cuando no está presente. Así pues, decido desviar la conversación.
—Madre, ¿qué se sabe de Cisco?
—Mañana lo sueltan, o al menos eso ha dicho tu padre.
Con esas tres primeras palabras, mi cuerpo se libera de la tensión que lleva acumulando estos días. Me siento más ligera e incluso el aire parece menos cargado.
—Quería decírtelo en cuanto lo supe, pero no estabas en casa y cuando llegaste… Ya sabes. —Se disculpa rápidamente, sin apartar los ojos de la bufanda. Aun así, intuye mis intenciones y se apresura a aclarar—: No me preguntes qué ha pasado porque no lo sé. Ya sabes que yo de estas cosas no entiendo. Todo cuanto sé es lo que tu padre me ha dicho: que el señorito Duch ha retirado la denuncia.
—¿Por qué?
Madre se encoge de hombros y levanta un momento la cabeza para mirarme fijamente:
—Nunca preguntes por qué si no necesitas saber la respuesta —sentencia—. Limítate a aceptar las buenas noticias.
Tras asegurarle que así lo haré, me retiro a mi habitación. Mientras me cambio de ropa, me pregunto cuánto de verdad tendrán las palabras de padre. No imagino qué razones podría tener el señorito Duch para retirar la denuncia, pero, en este caso, madre tiene razón: mientras sea así, no importa por qué haya decidido hacerlo, sino que no cambie de opinión.
Clara y Gabriel están jugando en su habitación mientras yo me esfuerzo por ignorar los gritos que llegan de la planta superior. Desde que llegó la señorita Eulalia, las aguas parecían calmadas, pero supongo que la tranquilidad era sólo aparente. Como todo en esta casa, al parecer.
Por primera vez desde hace días, cuento los minutos que quedan para irme a casa. No puedo dejar de preguntarme si padre decía la verdad ayer y si Cisco estará libre a estas horas. Además, trabajar aquí me quita todas las energías. Adoro a Clara y Gabriel, pero cada día soporto menos los gritos de su familia. Además, temo encontrarme con Víctor. No sé cómo mirarlo, ni tampoco a Eulalia, que ya me intimida sin haberla conocido siquiera.
A las cinco de la tarde, Eduardo me indica que puedo retirarme y me recuerda que utilice la puerta de servicio. Aunque siempre intento hacerlo, muchas veces se me olvida que la puerta principal está reservada a las visitas. De todos modos, a ningún miembro de la familia suele importarle que salga por ahí, siempre y cuando no tengan invitados o estén al llegar. Encontrarse en el rellano con una vulgar sirvienta, sucia y sudada, no sería demasiado elegante. Así que me despido de los niños besándolos en la frente y corro hacia mi casa.
—¡Marina!
Como siempre, ahí está la señora Emilia, sonriéndome desde la portería, invitándome a acercarme a ella y a compartir las últimas informaciones que ha conseguido. Arrastro los pies hasta la pequeña pecera.
—¡Qué belleza, niña, qué belleza!
Alzo las cejas, interrogante.
—La prometida del señorito Altarriba. Vamos, no te hagas la tonta. Dime, ¿ya la has conocido? —pregunta, ávida de más información—. ¡Qué belleza! Es la muchacha más atractiva que he visto, y llevo en esta portería toda mi vida. Ahí —señala con la cabeza hacia la puerta que da al piso de los Altarriba— se han celebrado mil y una fiestas, y te digo, te juro, que jamás ha pasado por aquí ninguna joven tan hermosa. Qué belleza. No es que el señorito Víctor no sea atractivo, pero tiene un no sé qué, un algo distante y frío que… Es afortunado, ¿no crees?
Sus ojos pequeños, enmarcados por unas bolsas violáceas, se mueven inquietos. En la comisura de los labios esconde un deje de provocación que decido pasar por alto.
—Adiós, señora Emilia.
La dejo farfullando maldiciones entre dientes. Que hay que ver lo maleducada que es la juventud de hoy en día, que no se deja a nadie con la palabra en la boca. Que no se puede ser amable, que nadie quiere escuchar a una pobre vieja. Que adónde iremos a parar, ya no hay respeto por nada…
—¡Marina!
Al entrar en casa, la voz de Cisco rompe mi mal humor en mil pedazos. Cierro la puerta a mis espaldas y corro hacia él, feliz y tranquila por fin. Cisco me abraza y se ríe.
—¡Qué recibimiento! Ni que hubiera vuelto de la guerra.
—¡Estaba muy preocupada por ti! —lo regaño. Me separo de él para examinarlo minuciosamente. No veo ningún cambio en él, excepto esa fea cicatriz que le parte la mejilla derecha.
—No es nada —le quita importancia él. Clava sus ojos en los míos y suspira—. Te he echado de menos. Ven, siéntate.
—¿Qué pasa?
—¿Cómo está papá? —me pregunta en un susurro, como si las paredes pudieran oírnos.
—Enfadado. —Suspiro—. Muy enfadado.
—Eso me lo figuro.
Le explico cómo han ido las cosas por aquí en su ausencia. No parece sorprendido por la reacción de padre, ni siquiera cuando le hago saber los planes que tiene para María. O para él, que tiene los días contados en esta casa si padre cumple la promesa que hizo.
—No te preocupes por eso.
—¡Que no me preocupe! Cisco, ¿sabes lo que has hecho? ¿Es que no puedes estar tranquilo, dejarnos vivir tranquilos? —Temo que malinterprete mis palabras. Le cojo las manos, conciliadora, y cierro los ojos para inspirar profundamente—. No sabes lo preocupadas que estábamos madre y yo. Y Carme y María preguntando todo el día por ti, que cuándo ibas a volver, que si ya no las querías. ¿Es que no ves que no es el momento de heroicidades?
—Marina, tranquila. Estoy aquí.
—Hasta que vuelvan a detenerte.
Le suelto las manos y fijo la mirada en sus botas, gastadas y sucias de barro.
—No me habrían detenido si ese burgués de mierda no se hubiera entrometido. No fui yo quien asestó el primer golpe. Además, ¿cómo iba a saber yo que ese pimpín era un Duch?
—Cisco, a estas alturas, tú más que nadie deberías saber cómo funciona esto.
—¡Lo sé, hostia, claro que lo sé! Y por eso lucho, por eso luchamos muchos, para que las cosas no sigan funcionando como hasta ahora. Marina, estamos en el siglo XX, ¡despierta! Es hora de que seamos iguales, es hora de que si el imbécil de Duch se mete en una pelea, lo arresten a él también. —Cisco se ha levantado de golpe y ahora pasea nerviosamente por la habitación. Tiene el rostro rojo y las venas del cuello se marcan fuertemente en su piel.
—No vas a arreglar el mundo.
—Lo sé. Pero tú tampoco, haciéndoles la cama a esos malditos burgueses —escupe.
—No les hago la cama, cuido de sus niños. ¿Es que no tienen derecho a que alguien los cuide y los quiera? ¿Es que no son iguales a nosotros, Cisco?
Mi hermano niega con la cabeza, clava sus ojos azules en mí y parpadea.
—Sólo quiero justicia.
Su cuerpo se relaja y se deja caer junto a mí.
—Lo sé.
Me mira y sonríe. Aunque seamos diferentes, aunque a veces no nos entendamos, continúa siendo mi hermano mayor y yo, su hermana pequeña. Esa unión será siempre más fuerte que nuestras diferencias. O al menos eso es lo que me dice su mirada, que ha perdido la rabia electrizante de hace unos minutos. En ese momento es dulce, tranquila. Es su mirada, la del Cisco soñador, no la del sindicalista revolucionario.
—Madre me ha dicho que Duch ha retirado la denuncia contra ti.
Cisco se encoge de hombros.
—No puedo decirte más de lo que sabes tú. Supongo que a los ricos les dan arrebatos. Hablando de eso…
—¿De arrebatos?
—De ricos —dice, cortante. Vuelve a estar serio. Entrecierra los ojos y me escruta—. Vi al hijo de los Altarriba en comisaría.
—¿Víctor?
—El mayor, el que siempre va repeinado.
—Víctor —certifico—. ¿Cuándo? ¿Y qué estaba haciendo ahí?
—El lunes o el martes, no lo sé. Marina —susurra mi nombre con tono serio—, ¿el chico Altarriba estaba enterado de todo esto?
Reconozco ese tono entre acusador e interrogatorio, ese mismo que utiliza la señora Emilia para sonsacarme las miserias y virtudes de la familia Altarriba. Interrogatorio al que, dicho sea de paso, no he sucumbido y espero no sucumbir nunca.
Tras cavilar la respuesta unos largos segundos, me decido por la menos delatora.
—Había oído algo.
—¿De ti?
Suspiro y asiento. A Cisco no puedo mentirle.
—Lo siento. Estaba preocupada por ti, me preguntó, insistió y… Lo siento. Sé que no te gusta que nadie se meta en tus asuntos, pero…
—Estabas preocupada. —Aunque su voz es seria, su gesto es amable—. ¿Le pediste ayuda?
Me apresuro a negar con la cabeza. Si hay algo que Cisco odie más que la compasión, es la caridad.
—Me pareció verlo hablando con Duch en la comisaría horas antes de que retirara la denuncia —dice, arrastrando cada sílaba unos segundos que parecen eternos. Los dos nos quedamos callados, absorbiendo esas últimas palabras y las elucubraciones que surgen de ellas. Recuerdo la reacción de Víctor, sus labios asegurándome que esas cosas se resuelven por sí solas. Recuerdo nuestro único y último abrazo y me estremezco. Me alejo de los recuerdos y de la necesidad de hablar con Víctor—. Marina, la señora Emilia…
—La señora Emilia es una vieja cotilla.
—Y una gata vieja. No hay quien engañe a esa mujer. Ha vivido y visto más que nosotros dos juntos. Sabe lo que dice y lo que hace, y aunque escuche y diga más de lo que debe, nunca miente. Ni se equivoca.
—Contigo se equivocaba —le digo para intentar defenderme. No me gusta el rumbo que está tomando la conversación—. Estaba segura de que había una chica de por medio.
—Marina, no juegues con aquello que no controlas.
—Cisco, no te metas en aquello de lo que no sabes nada —gruño, molesta, imitando su tono condescendiente.
—Los Altarriba…
—No sabes nada de ellos, Cisco. Crees que sí, igual que la señora Emilia, igual que madre, igual que padre. Pero no sabéis nada. ¡Ni siquiera sabes cómo se llaman!
—Sé que el mayor está comprometido.
—Lo sé.
—Y sé que va a casarse pronto.
Intento mantener la calma, pero resulta inútil. Las manos me tiemblan y mi respiración se entrecorta. Aun así, logro titubear con la voz rota:
—Me lo figuro.
Me quedo observando a Cisco, esperando su próximo movimiento, tratando de adivinar adónde quiere ir a parar. Porque, si buscaba herirme, me temo que ya lo ha conseguido. Centro todas mis energías en mantener mis ojos secos y mi corazón cerrado a cal y canto.
—Va a casarse —murmura. No es una pregunta ni una suposición. Es una realidad y seguirá siéndolo aunque intente escapar de ella, aunque Víctor intente escapar también.
Una realidad a la que no consigo enfrentarme. Me dejo caer dentro de los brazos protectores de Cisco y lloro en silencio, escondida tras las palabras de consuelo de mi hermano, que me acaricia el pelo con cariño y trata de tranquilizarme.
No hace más preguntas, al menos por el momento, y yo lo agradezco. No puedo responderlas si antes no encuentro mis respuestas.