Me duelen los pies y tengo las manos agrietadas por el frío. Odio el invierno, que cada día intuyo más cercano. Odio el frío, los días cortos, las calles vacías. Odio tener que recorrer medio barrio con un canasto lleno de ropa que nunca será mía mientras yo llevo un abrigo raído por los años. Odio pasar frío por las noches y estar tosiendo todo el día. Pero sobre todo odio ver cómo a los Altarriba les sobra de todo mientras en mi casa no hay de nada.
—Hoy terminas tarde —me saluda Emilia cuando entro en el portal.
—En esta época, la gente tiene más ropa para lavar.
—No te quejes, niña, que eso es algo bueno —responde la portera. Enseguida cambia la expresión y suspira—: ¿Se sabe algo de tu hermano?
Niego con la cabeza.
—Vaya por Dios. Pero no te preocupes, niña, todo se solucionará al final —me anima. De pronto, vuelve a cambiar la expresión. Me hace un gesto con la cabeza para que me acerque a la pequeña portería. Los cristales, limpios como una patena, reflejan mi imagen cansada—. Ha subido a buscarte. Cuatro veces, ni más ni menos. Cuatro.
Lo dice como si entendiera lo que está diciendo, como si yo conociera al detalle todos los cotilleos que ella va recopilando durante el día. Tengo demasiadas cosas en la cabeza como para intentar siquiera adivinar de quién está hablando. Ella está todo el día aquí metida, así que podría ser cualquiera. Y precisamente porque no sale de esta raquítica portería, cualquier persona le resultaría interesante.
—El señorito Altarriba.
Me río, sin ni siquiera intentar disimular la carcajada. Emilia debe de estar perdiendo visión; Víctor nunca me buscaría de forma tan descarada ni insistente.
—¿De dónde ha sacado semejante tontería?
—Niña, nadie pasa por este portal sin que yo lo vea. —Dibuja una sonrisa con aires maquiavélicos y señala un pequeño espejo de mano que tiene sobre la mesa—. El mejor amigo que tengo dentro de esta pecera. No sabes lo útil que resulta en el lugar y el ángulo adecuados.
—Señora Emilia, Víctor vive en el piso principal. Bien tendrá que subir un piso para entrar en su casa.
—Ha salido por la puerta de servicio y se ha escabullido hacia arriba vigilando que nadie lo viera. No sabe que nadie escapa al ojo de la vieja Emilia.
No puedo encontrar una explicación lógica a ese comportamiento. Aun así, le resto importancia con un movimiento desenfadado de cabeza. Tratándose de Víctor, podría deberse a cualquier cosa.
—No me chupo el dedo, muchacha. Tengo cincuenta y siete años y hace más de treinta que estoy aquí metida. Por esa casa han pasado más de cinco familias. Sé cuándo algo no va bien, conozco a esa clase de personas mejor que a mis propios hijos. Y el señorito Altarriba no es de esos que se deja tutear por cualquiera. —Emilia suelta una carcajada que me golpea en el pecho. Su voz suena acusadora, como la de un detective que intenta descubrir al culpable de un crimen—. No nací ayer.
—No sé de qué habla, señora Emilia —digo, y aunque no soy totalmente sincera, tampoco siento que esté mintiendo.
—Más vale que así sea, hija mía. —Suspira—. Ten cuidado.
Asiento con la cabeza antes de dar media vuelta y, arrastrando el canasto vacío detrás de mí, huyo de la portera y sus chismes.
Cuando cruzo el umbral de casa, me pregunto si no estaría mejor en la portería soportando la metralla de la señora Emilia. Padre está sentado a la mesa, sorbiendo un bol de sopa humeante, y madre lava los platos. Están en silencio, pero sé que la calma es sólo aparente; en cada rincón se nota la ausencia de Cisco. Ya han pasado tres días, y cada vez que se pone el sol me pregunto cuánto tardará madre en volver a derrumbarse. Desde que volvieron de comisaría, no ha derramado ni una sola lágrima. Sé que quiere ser fuerte delante de María y Carme, pero el dolor que oculta está consumiéndola. Ya ni siquiera habla, ni me pregunta cómo me ha ido el día.
Cierro la puerta y paso por delante de padre sin decirle nada. El día de trabajo me ha dejado tan agotada que decido saltarme la cena. Me encierro en la habitación, donde las niñas ya duermen, y rezo para que esta noche, por primera vez desde el lunes, no haya gritos en casa.
No sé qué hora es cuando salgo de casa de puntillas. Llevaba demasiado tiempo dando vueltas en la cama sin poder dormir. Necesito tomar un poco el aire, así que bajo hacia el portal.
Emilia aún está en la portería, así que me siento en uno de los fríos escalones de mármol del último tramo de escaleras, cuidando bien que la portera no me vea, y me apoyo contra la barandilla. Cierro los ojos y suspiro, inhalando el fresco aire de la noche. Se está bien aquí. A lo lejos se oye al sereno haciendo la ronda y a las pocas personas que aún transitan por las calles. Me gustaría salir, pero no puedo arriesgarme a que la señora Emilia me vea ni a que, cuando vuelva, la puerta principal ya esté cerrada. De modo que me quedo aquí, observando el portal desde mi posición privilegiada. Recuerdo lo que me ha dicho la señora Emilia hace unas horas y no puedo reprimir una risa muda. Aunque Emilia crea que conoce a Víctor como la palma de su mano, está muy equivocada.
Víctor no permitiría que nadie lo viera subiendo a los pisos superiores, donde vivimos personas mucho menos afortunadas que él. En el segundo y en el tercero, menestrales con mayor o menor fortuna; en el cuarto, el último piso, los más humildes del edificio: mi familia y una pareja ya entrada en años con un hijo que, por lo que he oído, es medio alcohólico.
No. Víctor nunca abandonaría su mundo de mármol.
O sí. No puedo estar segura de nada después de las confesiones tan íntimas de las que me hizo partícipe. No le importó que lo vieran hablando conmigo por la calle, ni siquiera rebajarse al nivel de pedirme a mí, una vulgar empleada, ayuda y consejo.
No puedo apartar los ojos de la puerta de servicio de la casa de los Altarriba, ni evitar sobresaltarme a cada mínimo ruido. El sereno y la señora Emilia están abajo, charlando y riendo, despotricando de vete a saber quién. A los pocos minutos, la gran puerta de madera se cierra y sume el portal en una negra oscuridad. La señora Emilia desaparece dentro del piso de la portería. Suspiro, rendida, y golpeo la cabeza contra la barandilla. Aun en la oscuridad, tengo los ojos fijos en el punto en que sé que está la puerta tras la cual está Víctor. Como si fuera a abrirse de repente. Como si las chifladuras de la señora Emilia fueran algo más que eso, chifladuras.
Cuando me despierto, tengo la sábana enrollada a mi cuerpo de forma que casi no puedo ni moverme. Me deshago de ella y de las legañas que impiden que abra los ojos y me siento sobre el colchón. Estoy empapada en sudor. Pienso en darme un baño, pero no me apetece zambullirme en agua helada, y calentarla sólo para mí sería un desperdicio. Y ahora más que nunca no estamos para despilfarros.
Me arrastro hacia la cocina entre bostezos. Hace días que no puedo dormir bien. Cuando cierro los ojos, me asaltan todo tipo de pesadillas, y cuando vuelvo a abrirlos, me encuentro desorientada y con la imagen de Cisco grabada en la cabeza con fuego. Por suerte, siempre hay cosas que hacer con las que puedo entretenerme y arrinconar durante un rato el recuerdo de mi hermano. Hoy, sin embargo, no tengo ganas de hacer nada, así que me permito el lujo de sentarme un rato en el escaño de la cocina, tapada con una manta y con una galleta dura como una piedra en la mano.
Entre mordisco y mordisco, me parece oír un crujido en las escaleras del rellano. Retengo la respiración y agudizo mis sentidos, pero, por más que espero, no oigo nada. Aun así, me cubro con la manta y me acerco descalza a la puerta.
—¿Marina?
Si no estoy loca y realmente me he despertado, alguien ha pronunciado mi nombre al otro lado del panel de madera. No logro reconocer la voz, así que espero a que vuelva a decir algo. En lugar de eso, oigo cómo quienquiera que esté fuera empieza a bajar las escaleras con paso lento. Entreabro la puerta despacio, intentando no hacer ruido, y observo una figura bien vestida, con traje y bombín, desapareciendo escaleras abajo.
—¿Víctor? —No soy capaz de reprimir la sorpresa.
—¡Por fin! —Suspira al mismo tiempo que se gira y vuelve a subir—. ¿Estás sola?
Asiento con la cabeza, escondida aún tras la puerta.
—¿Puedo pasar? —me pregunta. Debo de hacer una mueca, porque se ríe y exclama—: ¡Vamos, no seas remilgada! Nadie me ha visto subir.
—Eso es lo que tú te crees —digo, recordando de súbito a la señora Emilia, su espejo y la charla que tuvimos ayer—. La portera tiene más ojos de lo que parece.
—Por favor. Necesito hablar con alguien —susurra. Se ha quitado el sombrero y me mira con ojos de cordero degollado—. Contigo.
No puedo negarme. Abro la puerta de par en par y lo invito a entrar.
—Eulalia está en la ciudad —deja caer, sin preámbulos que ayuden a tragar la noticia, que por un momento consigue aturdirme. Me quedo en silencio, observando cómo camina de forma nerviosa por la cocina. Sé que espera que diga algo, pero no sé qué responder a eso—. No sé qué hacer.
—¿Y yo qué quieres que haga, Víctor?
Soy consciente de que mis palabras han sonado duras, pero no he podido evitarlo. Por más que lo intento, no logro comprender a Víctor. No entiendo su insistencia en hablar conmigo, sobre todo a estas horas de la mañana, para no decirme nada nuevo. Cuando recuerdo nuestra última conversación sobre el tema, me entran retortijones en la barriga. No he sido capaz de olvidar la forma en que me miró mientras le decía que no era capaz de entenderlo. El recuerdo de sus palabras me quema porque, aunque sé que son ciertas, desearía que no lo fueran.
—¿Me permites?
No sé qué me está pidiendo y, aun así, todo cuanto soy capaz de hacer es asentir con la cabeza.
Víctor deja el bombín sobre la mesa con un gesto elegante y se acerca a mí. No sé qué pretende; sólo sé que quiero descubrirlo. No puedo apartar mis ojos de él, que cada vez está más cerca. Se detiene cuando apenas nos separa medio metro. Me dedica una sonrisa temblorosa y, de pronto, me veo envuelta en sus brazos. Por un momento, mi cuerpo se tensa y él hace ademán de separarse. No se lo permito. Lo rodeo con los brazos y lo atraigo hacia mí. Puedo sentir el calor de su cuerpo contra el mío, sus latidos contra mi pecho. Quiero hablar, pero no soy capaz de despegar los labios, así que me concentro en sentir las cálidas manos de Víctor acariciando mi cabello, mi cuello, mi espalda… Me dejo fundir por este abrazo sin sentido, sin importar que esté fuera de lugar, olvidando quién es Víctor Altarriba y quién soy yo.
Cuando nos separamos, Víctor ha mudado su expresión. Su sonrisa ha dejado paso a una impenetrable máscara de seriedad.
—Cuéntamelo. Cuéntame lo que te pasa —me dice con un tono a caballo entre la orden y la súplica—. Por favor.
No debo. Mi familia y sus secretos y vergüenzas están por encima de todo. No debo, pero no puedo olvidar que Víctor se sinceró conmigo y me contó secretos tan oscuros como el de Cisco. Al fin y al cabo, no es algo tan extraño. No es motivo de deshonor.
—Cisco. —Suspiro, vencida por mi parte irracional.
Me siento en el escaño de la cocina y me cruzo de piernas bajo la manta. Sé que no es una pose demasiado propia de una dama, pero no creo que Víctor se escandalice por mis malos modales. Se sienta a mi lado y me invita a hablar con su silencio.
—Es mi hermano mayor. Está detenido. Hace unos días, al salir de la fábrica, oyó a un hombre quejándose de los sindicatos y de sus demandas. A Cisco se le calentó la sangre, se encaró a él…
—Y se pasó de las palabras a los golpes —sentencia Víctor, que tiene la vista fija en el armario de los platos—. ¿Pegó al hijo del jefe? —pregunta, y yo asiento—. He oído rumores de esa pelea.
—Eso es lo que dicen. Pero en la discusión se metió mucha más gente. ¿Cómo pueden saber quién golpeó a quién? El señorito Duch también repartió leña, según tengo entendido, y está en su casa tan ricamente.
Víctor se encoge de hombros.
—A alguien tienen que señalar como culpable, supongo. No te preocupes, Marina. Estas cosas se resuelven por sí solas. Cuando todo se aclare, lo soltarán y todo el mundo olvidará el incidente.
—Estas cosas no se olvidan, Víctor. A la gente como tú no le gustan los sindicatos, y mi hermano no sólo se ha metido en uno de ellos, sino que ha peleado por sus ideales. Si tú habías oído rumores, significa que mucha más gente lo sabe. Ningún empresario querrá contratarlo, y Cisco nunca ha aprendido un oficio. ¿De qué va a vivir?
—Exageras —se limita a decir. Y, sin mirarme, se levanta, coge su sombrero y se lo coloca en la cabeza con gesto señorial—. Debo irme.
Y sin más explicaciones, se va tal como ha llegado.