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—Lo que no entiendo es que tengamos que comprarnos un manual que después no vamos a usar y que, curiosamente, lo ha escrito el mismo profesor. Nos vamos a dejar el…

—Soy yo —soltó de repente Abril, mirando hacia el frente con la expresión perdida.

—¿Perdón?

—Soy yo —repitió ella, azorada. La frase llevaba en su boca desde que se había despertado, y ahora que por fin la había dejado salir, no había forma de retenerla. Su mente se inundó con la imagen del reflejo de Marina. Tragó saliva y balbuceó—. Era como yo. La misma cara, los mismos ojos, la misma boca. Te lo juro, es una fotocopia de mí misma. Sólo que ella lleva el pelo largo y yo por encima del hombro… Por lo demás, somos iguales.

—¿De qué hablas?

—¡Marina! La chica de mis sueños. Es como yo. Podría ser mi hermana gemela.

—¿Han vuelto?

—¡Claro que han vuelto! —gritó Abril, sin importarle que estuvieran en plena calle. Se llevó las manos a la cabeza y resopló—. Siempre vuelven. Estoy volviéndome loca, Héctor. Me da miedo dormirme y…

Se mordió el labio inferior. Le daba vergüenza terminar la frase y reconocer que ese miedo que la agarrotaba al principio estaba transformándose en un temor muy distinto: no volver a soñar con Víctor y Marina. Durante las tres noches en blanco, se había sorprendido a sí misma recordando al joven Altarriba antes de dormirse, como si ese recuerdo pudiese atraer nuevos sueños. Al despertarse al día siguiente y darse cuenta de que no había nada nuevo, el sentimiento de vacío se hacía con cada centímetro de su cuerpo.

No podía admitirlo delante de Héctor. Ni siquiera había sido capaz de confesarle que había ido a la plaza de Sant Felip Neri el fin de semana anterior.

Como si estuviese leyéndole la mente, el chico preguntó de pronto:

—¿Y Leo?

Abril se encogió de hombros e intentó cortar la conversación.

—Nos vemos mañana en clase —se apresuró a decir cuando se dio cuenta de que habían llegado a la calle donde vivía Héctor.

Él negó y la empujó hacia delante.

—Te acompaño a casa —dijo con voz grave—. ¿Hay algo que quieras contarme?

—No —respondió Abril al tiempo que aceleraba el paso.

—No se te da bien mentir, ¿lo sabías? Fuiste a la cita, ¿no?

—No.

—No me lo creo. Eres demasiado tajante con la respuesta, y tú no eres así. Cuando hablas poco es porque tienes miedo a hablar más de la cuenta. ¿Me equivoco?

—Héctor —lo cortó ella, casi sin voz. Se había detenido y señalaba el portal de su casa, que quedaba aún a unos doscientos metros.

—Sabes que tengo razón.

—Calla y mira. Ese… ¿ese no es mi padre?

Héctor se puso una mano sobre los ojos a modo de visera y agudizó la vista. Un hombre alto, bien afeitado y con gafas de sol oscuras salía del edificio donde vivía Abril arrastrando una maleta plateada.

—Eso parece. No sabía que estaba en la ciudad.

—Yo tampoco.

No podía ser. Él no debería estar ahí. Se había quedado atrapado en Washington por la meteorología y luego tenía vuelos a la otra punta del planeta. No iba a pasar por casa en dos semanas. Al menos, eso les había dicho su madre. ¿Les había mentido? ¿Sabía ella que su marido estaba en la ciudad?

El hombre se acercó a un coche negro aparcado en doble fila sin saber que dos pares de ojos estaban observándolo desde lejos. Guardó la maleta en el maletero y se apresuró a sentarse en el asiento del conductor. Abril corrió hacia él instintivamente, pero el coche arrancó y desapareció a toda velocidad.

Había visto la matrícula y, aun así, seguía sin creérselo.

—Era nuestro coche —murmuró.

—Eso creo.

No se atrevía a sacar el tema. Su madre nunca había sido muy habladora, en especial si algo le afectaba directamente.

Miguel se había ido a la cama y ellas dos estaban viendo una película en el salón. Abril intentaba seguir el hilo de la trama, pero, por más que se esforzaba, no lo conseguía. No podía sacarse de la cabeza a su padre saliendo de casa. Era él, estaba segura.

Se armó de valor y le preguntó por él a su madre.

—Hace dos días que no hablo con él. Ya sabes cómo son las rutas internacionales.

Claro que lo sabía. Llevaba compartiendo a su padre con ellas desde hacía cerca de ocho años.

—Creo que… —carraspeó—. Cuando volvía de clase, me ha parecido ver a papá saliendo de casa este mediodía.

—No digas tonterías.

—Salía con su maleta plateada —insistió ella—, y se ha metido en un coche como el suyo.

—Te habrás confundido —le quitó hierro al asunto la mujer, que no despegaba los ojos de la pantalla del televisor.

—Era la misma matrícula, mamá.

Se volvió hacia ella, esperando alguna reacción. Una palabra, un movimiento, cualquier cosa, pero no llegó. Se limitó a fingir que no lo había oído y siguió atenta a lo que pasaba en la película, como si la ficción fuera más importante que lo que sucediera en su propia vida.

Abril se levantó bruscamente. Si su madre podía escapar de la realidad, ella también. Sólo entonces la mujer levantó la cabeza y preguntó:

—¿Adónde vas?

—A dormir.