Nueve

El viento de diciembre me azota la cara, que a cada instante siento más fría. Los dedos de las manos se me están congelando dentro de los bolsillos y tengo que apretar los labios si no quiero que mis dientes empiecen a castañetear. Algunos portales ya están cerrados, a pesar de que no son más de las siete de la tarde, lo que me hace temer que Emilia decida cerrar el nuestro también. Debería volver a casa. Sí, debería, pero no quiero, no puedo ir ahora. Necesito pensar en todo esto, estar sola hasta que consiga poner en orden todo lo que siento.

Me detengo delante del escaparate de una panadería. El cristal me devuelve la imagen cansada de alguien que parece mucho mayor de lo que realmente es. Mis ojos están rodeados por unas marcadas ojeras violáceas y mi cabello castaño cae lacio sobre mi espalda, como sin vida. Suspiro y me alejo de mi propia imagen.

El paseo de Gràcia suele estar lleno de gente, pero, a estas horas, los pocos que andan por la calle lo hacen aprisa y con la mano encima del sombrero para evitar que se lo lleve el fuerte viento. Me siento en uno de los bancos-farola y cierro los ojos, intentando dejar la mente en blanco sin éxito. La imagen de Cisco en el calabozo me pone la piel de gallina. No entiendo qué le está pasando. Él nunca había pegado a nadie, nunca había perdido los estribos de esa manera. ¡Y mucho menos con el hijo del jefe! Sólo me queda pensar que no sabía lo que hacía, pero aun así no soy capaz de reconocer a mi hermano. Ahora que las cosas por fin iban bien en casa, Cisco ha tenido que romper la paz. Todo por sus estúpidos ideales.

—¿Puedo sentarme?

Abro los párpados lentamente y veo a Víctor, despeinado por el aire, mirándome de forma inquisitiva. Lleva un elegante sombrero en la mano, con el que juguetea de forma nerviosa. Me siento correctamente, con la espalda recta y las piernas cruzadas, y me encojo de hombros. Su presencia no me molesta, aunque haya venido aquí para estar sola. Sin embargo, no estoy segura de que sea una buena idea.

—No deberían vernos juntos.

—¿Por qué?

Lo miro con los ojos bien abiertos y él entiende qué quiero decir. Su rostro adquiere de pronto la misma seriedad fría e impenetrable que tenía cuando lo conocí.

—¿Mis padres te han pedido a ti también que me vigiles?

Dudo unos segundos. Debería negar esa acusación y ser leal a quienes me pagan, pero no puedo evitar bajar la cabeza, avergonzada.

—Me pidieron que te siguiera y les dijese adónde ibas —admito. Me siento tan culpable que tengo que tranquilizarlo—. No les diré nada.

El chico suspira y todo su cuerpo se relaja.

—Lo sé. De todos modos, no creo que importe ya si salgo o no de casa.

El viento sopla fuerte y se lleva las palabras que ninguno de los dos se ha atrevido a decir. Víctor tiene la cara contraída en una mueca de tristeza, y eso sólo puede significar que no ha conseguido que sus padres cambien de opinión. En cuestión de días, Eulalia estará aquí y sus padres se encargarán de que pase el mayor tiempo posible con ella. Se me hace un nudo en el estómago; aunque mi cabeza me dice que casarse con ella es la opción correcta, siento lástima por Víctor.

—¿Qué hacías? —me pregunta.

—Nada, suelo venir aquí. Me gusta esta calle. Siempre hay gente yendo de un lado para otro, nadie repara en ti. Además, estos bancos me gustan. Son diferentes.

El paseo de Gràcia está lleno de estas peculiares farolas en forma de ele invertida. Unos brazos de hierro forjado surgen de unos bancos de piedra y dibujan formas sinuosas, adornadas con motivos florales. Paso los dedos por el trencadís de cerámica que recubre el banco donde estamos sentados y recuerdo cuando Cisco solía traerme aquí para ver cómo las construían, hace ya unos cuantos años.

—Pues serás la única que opina así. —Se ríe. Alzo las cejas y él me explica—: ¿No has oído lo que dicen? «Qué lástima que con el viento no se llevara también las farolas de Falqués». Después de un día de viento como hoy, alguien publicó eso en algún periódico.

—Algún estúpido. Son bonitas —opino—. ¿Y tú qué hacías por aquí?

—Necesitaba salir de casa. Últimamente el ambiente está insoportable. —Repasa el ala de su sombrero lentamente con expresión concentrada. Me limito a observarlo sin atreverme a decir nada—. No quiero que venga Eulalia. Creo que no quiero casarme con ella —dice en voz tan baja que parece que le avergüence admitirlo. Traga saliva y clava los ojos en el suelo—. Sé que no quiero casarme con ella.

—¿Por qué?

—¿Nunca has sentido que vives la vida que otros han elegido para ti?

No puedo reprimir una carcajada sarcástica. Ojalá hubiese podido sentirme así en algún momento de mi vida.

—Yo no tengo opciones. Debo casarme cuanto antes, formar una familia y trabajar para mantenerla. Ese es mi único camino.

—¿Y crees que estoy en una situación muy distinta? Tú al menos podrás elegir con quién quieres pasar el resto de tu vida. Yo no puedo escoger. —Gruñe con tanta rabia que me estremezco. Incluso algún peatón apresurado se gira para mirarnos. Debe de notarlo, porque se apresura a disculparse—. Lo siento, estoy nervioso. No sé qué hacer ni cómo evitar todo esto.

—Víctor… —Me vuelvo hacia él y suspiro—. Hay cosas que no se pueden evitar, que debemos aceptar como vienen. No podemos luchar contra nuestro destino.

El joven Altarriba se pone de pie de un salto y se coloca el sombrero con gesto dramático después de alisarse el pelo, alborotado por el aire.

—Pensaba que tú lo entenderías —dice con voz áspera. Aprieta los labios con fuerza y empieza a andar calle abajo.

—¡Espera!

—Déjalo, no puedes comprenderlo.

Corro hacia su lado y lo cojo del brazo para detenerlo. No puedo dejar que se vaya así. Necesita hablar con alguien, y el hecho de que haya recurrido a mí, una simple trabajadora de sus padres, evidencia que no tiene a nadie más dispuesto a escucharlo.

—Puedo intentarlo.

Víctor se queda quieto, con sus ojos clavados en los míos y su brazo atrapado por mis dedos de hierro. Por un momento, el mundo se detiene. O quizás somos nosotros. Sólo oigo el viento silbando en mis oídos y sólo veo los ojos de Víctor escrutándome. Ni siquiera me atrevo a respirar, por miedo a romper este silencio. Pero el viento sopla fuerte y el sombrero de Víctor sale volando. La magia se rompe. Salgo corriendo detrás de él y lo agarro al vuelo.

—Gracias —susurra él cuando se lo devuelvo—. Lo siento. Ni siquiera sé por qué estoy hablando de esto contigo.

Nos quedamos callados y empezamos a andar hacia casa.

—¿La quieres? —pregunto de pronto.

Víctor suelta una risa y niega con la cabeza.

—Eres la primera persona que me pregunta eso —responde sin mirarme—. Eulalia y yo nos conocemos desde que éramos pequeños. Vivíamos en la misma ciudad.

—Lo sé —se me escapa. Me mira interrogante y yo me encojo de hombros, quitándole hierro al asunto—. La gente habla, le gusta saber quiénes son sus vecinos.

Podría haber seguido preguntando, pero en lugar de eso asiente y lo deja pasar.

—Es muy inteligente. Es divertida y muy cariñosa con mis hermanos, se lleva bien con mi familia, es elegante, bien educada y preciosa.

—Y tiene una dote del tamaño de una catedral.

No he podido retener esa impertinencia. Cuando me doy cuenta de lo que he dicho, ya es tarde. Temo que Víctor haga preguntas, que quiera saber cómo me he enterado de la dote de Eulalia.

—¿Por qué si no mis padres querrían que me casara con ella? —masculla como única respuesta—. Claro que la quiero, pero eso no significa que quiera casarme con ella. Sé que cualquiera desearía hacerlo… Yo no. —Se queda callado unos instantes hasta que se atreve a hablar en susurros—: Mi padre heredó su fábrica de mi tío Ramiro, que murió hace unos años. El que me llevó a ver Peter Pan, ¿recuerdas? Mi padre decidió vender todas las tierras que poseía para invertir el dinero en la fábrica. Nos mudamos a una gran casa de Barcelona, pero las cosas no salieron…

Víctor calla de repente y me mira con suspicacia.

—Intuyo que ya sabes todo eso. —Espera que lo contradiga o le dé la razón, y al darse cuenta de que no tengo intención de decir nada, niega con la cabeza—. Da igual. El caso es que las cosas no van bien. Cuando Eulalia y yo éramos pequeños siempre bromeábamos con eso, con que de mayores nos casaríamos y tendríamos hijos. Lo que no sabíamos era que nuestros padres tenían los mismos planes. Y nunca me había importado, porque Eulalia sería una buena esposa. Además, a medida que las cosas se torcían, Eulalia iba convirtiéndose en una opción cada vez mejor. De hecho, ya nos habríamos casado de no ser porque, cuando estalló la gran guerra europea, el padre de Eulalia decidió viajar a Estados Unidos. Uno de sus hermanos ha hecho fortuna allí y pensó que sería bueno alejarse del país por si entrábamos en guerra. Llegué a tener la esperanza de que decidieran quedarse, pero parece que vuelven ya. Al menos eso me han dicho mis padres.

—Deberías casarte con ella —me atrevo a decir, con un hilo de voz. Víctor se vuelve hacia mí y me lanza una mirada tan dura que no puedo sino matizar—: Por tu familia.

—Yo no tengo por qué pagar los errores de mis padres —masculla como única respuesta.

Me quedo callada, reprimiendo las ganas de reprocharle esa actitud tan egoísta. Si yo estuviera en esa situación, no lo dudaría ni un segundo. No se puede anteponer la felicidad de uno mismo a la de las personas que siempre han cuidado de ti. Además, uno puede aprender a ser feliz con lo que tiene, y a Víctor no le faltaría de nada. El amor nace del cariño, algo que ya existe entre Eulalia y él.

A pesar de todo, aunque sé que Víctor está siendo irracional, no me siento capaz de intentar sacarlo de su error. Hay mucho más de lo que me cuenta, lo sé, y yo no soy quién para hacerle preguntas, y mucho menos para darle consejos.

Ver a lo lejos el portal de nuestro edificio no hace más que recordarme quién soy yo y quién es él: una trabajadora que vive en un piso frío y oscuro y un señorito de buena familia incapaz de apreciar cuanto tiene.

—Será mejor que no nos vean juntos —balbuceo. Acelero un poco el paso, pero Víctor me detiene agarrándome del brazo.

—Espera —me pide. Se quita el sombrero, dejando al aire el cabello despeinado. Por una vez, sin embargo, no parece que le preocupe su aspecto—. ¿Qué te pasa?

Parpadeo, tan sorprendida por la pregunta como por el sincero interés del tono con que la formula. Aun así, no puedo ser sincera, de modo que me limito a negar con la cabeza.

—Vamos, no te has metido ni una vez conmigo. Ni una pequeña pulla. Tienes la cabeza en otra parte, e intuyo que no es un lugar agradable.

Deseo decirle que, efectivamente, la celda donde mi hermano estará ahora mismo no es un lugar agradable, que no sabemos qué va a ser de él, que hay problemas mucho más importantes que no estar enamorado de tu prometida. Quiero decirle tantas cosas que, al intentar salir, taponan mi garganta. Así que me quedo con la boca abierta, los labios temblando y una lágrima amenazando con escapar de mi ojo derecho.

—Puedes contármelo —susurra—. Marina…

Es la primera vez que pronuncia mi nombre. Su mano derecha, que hace unos instantes apretaba mi brazo, ahora se desliza por encima de mi abrigo hasta rozar la piel de mi mano. Me estremezco al contacto, pero no me muevo. Víctor me mira en silencio mientras deja caer los dedos, que acarician mi mano de una forma casi tan imperceptible que logra estremecerme.

—Tengo que irme —me disculpo antes de echar a correr hacia el portal.

Mientras espero, impaciente, a que Emilia abra la puerta, no puedo resistir la tentación de volverme hacia Víctor, que se acerca con paso lento. Lleva el sombrero en la mano izquierda, y por la forma en que mira el suelo sé que la derecha la siente impregnada de vergüenza.

No debería haberme contado todo eso, ni tenía derecho a esperar que lo comprenda y lo apoye. Yo no soy más que una insignificante obrera que no puede entender los problemas de su mundo.

Emilia abre la puerta por fin y me escabullo antes de que pueda acribillarme a preguntas. Subo las escaleras contando mis pasos, intentando concienciarme de lo lejos que estoy del piso principal, de ese mundo maquillado lleno de imperfecciones.

Mi lugar está en la última planta, con mi familia. Y el de Víctor, abajo, con la suya.

Eso es algo que nunca debo olvidar.