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Tic. Tac. Tic. Tac.

Incluso las manecillas del reloj parecían ralentizar su ritmo dentro de aquella sala. Abril cruzó las piernas y se maldijo por haberle hecho caso a Héctor. Su amigo tenía el don de hacer que las ideas más cuestionables sonaran completamente coherentes y lógicas. Después de mucho insistir, Abril había aceptado preguntarle por los sueños al psicólogo de su hermano. Al fin y al cabo, era un profesional, probablemente el único que podría tranquilizarla. Él encontraría una explicación racional a todo aquello, o al menos eso le había asegurado Héctor.

Toda la confianza que había depositado en la predicción de su amigo se había esfumado en el mismo momento en que había comenzado a explicarle la situación al psicólogo. La observaba por encima de unas gruesas gafas de pasta, sin mover ni un músculo. Ni siquiera pestañeaba. Cuando Abril terminó de hablar, el hombre alargó el silencio unos segundos más y carraspeó al tiempo que dejaba caer las manos sobre la mesa.

—Los sueños recurrentes son algo muy frecuente —dijo lentamente, masticando las palabras—. Y los enamoramientos adolescentes, aún más.

Abril tragó saliva. Miró hacia la puerta de caoba tras la cual aguardaba su hermano. Por una vez, era él el que estaba en la sala de espera mientras ella intentaba desenredar la maraña de pensamientos que invadían su cabeza en esos momentos. A pesar de que llevaba dos días sin soñar con Víctor y Marina, los dos personajes no desaparecían en absoluto de su mente. Aparecían sin avisar, a cualquier hora del día, trayendo consigo una horda de pesados sentimientos que enseguida le hacían recordar a Leo. No le había contado a nadie lo ocurrido en Sant Felip Neri. A Héctor le había dicho que finalmente no se había presentado a la cita y al psicólogo de Miguel ni siquiera le había mencionado que había visto al chico más allá del primer encuentro en la biblioteca. Un motivo de locura por sesión era más que suficiente.

—Pero es una historia que… sigue. No es el mismo sueño, se suceden como una…

El psicólogo levantó una mano por encima de su cabeza, mostrándole la palma, y movió la cabeza de un lado a otro, cortando el discurso balbuceante de la chica.

—Los sueños, sueños son, como decía el poeta. No te preocupes.

—¿No cree que puede significar algo?

El hombre soltó una sonora carcajada. Se levantó y, mientras se alisaba la camisa, dijo:

—Los sueños no son más que proyecciones de algo que nos preocupa o deseamos. Los libros, las películas, el día a día… todo puede influir en ellos. No significan nada. Simplemente te gustó ese chico y lo has mezclado con la época en que se ambienta la novela de Peter Pan.

Abril sonrió de forma forzada y se dio por vencida. Le dio las gracias al hombre y se despidió a toda prisa. Al verla aparecer, Miguel se colgó la mochila del hombro y salió corriendo del piso, seguido de cerca por su hermana.

—¿Lo estoy haciendo bien? —le preguntó el niño cuando salieron del edificio.

A pesar de su característica despreocupación por todo, le importaba que esas sesiones con el psicólogo fueran bien. Desde que empezó con las visitas, su actitud en casa había mejorado y parecía que en la escuela estaba más receptivo.

—Claro que sí —le respondió ella.

—Abril, ¿por qué no viene papá?

La pregunta la golpeó tan de improviso que no supo reaccionar. Balbuceó durante unos instantes hasta que acertó a decir:

—Ya te lo dijo mamá. Iba a venir, pero su avión no pudo despegar y tuvo que quedarse en Washington. En cuanto tenga un día libre vendrá, ya lo verás.

—¿Me lo prometes?

—Claro —dijo, revolviéndole el pelo. En realidad no podía hacerlo, pero no estaba mintiendo. No era la primera vez que su padre pasaba tanto tiempo fuera de casa, y sabía que tampoco sería la última—. Cuando lleguemos a casa lo llamamos, ¿de acuerdo?

Al llegar a casa, le faltó tiempo para abalanzarse sobre el teléfono y se lo llevó corriendo a su hermana para que lo llamara. Ella marcó, diligente, el número de móvil de su padre y esperó uno, dos, tres y hasta seis pitidos hasta que una voz femenina le indicó que dejara su mensaje después de la señal. Suspiró y le prometió a Miguel que lo intentarían de nuevo en un rato, pero sólo si se duchaba y se ponía el pijama.

Cuando el niño hubo desaparecido, se tiró en el sofá y marcó el número de teléfono de Héctor.

—Voy a matarte —le dijo cuando lo oyó al otro lado del hilo—. Lenta y dolorosamente.

—¿No ha ido bien?

—Ha sido humillante. Me ha mirado como si estuviera loca, Héctor.

—¿Qué te ha dicho?

—Que los sueños, sueños son. Con lo que le paga mi madre, al menos podría ser un poco original.

Héctor suspiró.

—Pero lo has intentado. ¿Sigues soñando con el Chico Sartén?

—No. Tuve el último sueño el sábado por la noche.

—Entonces seguro que no vuelven. No te preocupes.

No le dio tiempo a responder, porque un chillido estridente le hizo dar un bote en el sofá y lanzar el teléfono contra los cojines antes de salir corriendo hacia el cuarto de baño. Miguel estaba arrodillado delante de la taza del váter, mirando hacia dentro con ojos llorosos.

—¡Se ha caído la consola dentro de la taza!

—Pero ¿se puede saber qué demonios hacías jugando con…? —tronó Abril mientras rescataba el cachivache del retrete. Al menos el agua estaba limpia. Lo envolvió en una toalla y se volvió hacia su hermano, que la miraba desde el suelo vistiendo únicamente unos calzoncillos de colores. Suspiró y señaló la ducha—: Ahora. Y cuando termines, a hacer los deberes.

—Pero…

—Ahora, Miguel. Voy a intentar salvar este cacharro. Cuando vuelva, quiero verte limpio, vestido y trabajando, ¿de acuerdo?

—Vale, mamá —gruñó el niño mientras terminaba de desvestirse.