Ocho

No he sabido qué responder. Víctor me miraba esperando alguna reacción por mi parte, alguna pregunta quizás, y todo cuanto ha recibido ha sido una mirada de incomprensión. Un compromiso debería ser algo alegre, algo que te colme de felicidad, y sea lo que sea lo que llene el cuerpo de ese chico, está claro que no es alegría. Aun así, a pesar de que quiero entenderlo, mi garganta se ha secado de repente y he sido incapaz de hablar. Y antes de que haya encontrado las palabras adecuadas, Víctor ha bajado la cabeza y ha salido del salón.

—Niña, baja de las nubes —me regaña Elvira, que está preparando la merienda de los niños—. ¿Qué te tiene tan preocupada?

Me encojo de hombros, intentando mostrar indiferencia.

—No he dormido muy bien esta noche —miento, tratando de ignorar la pregunta que flota por mi cabeza desde que he entrado en la cocina y he visto a Elvira. Sin embargo, pronto sucumbo a mi curiosidad y decido abordar el tema con delicadeza—. Los señores Altarriba y el señorito Víctor están en pie de guerra.

—Es por Eulalia —me confía sin que se lo pregunte—, su prometida.

Levanta la mirada del pan que está cortando en finas rebanadas y esboza una sonrisa maliciosa. Un mechón de cabello de color ceniza le cae sobre sus pequeños ojos, tan negros como inquietantes, y ella lo aparta con un soplido.

—Pues no parece que a Víctor le haga mucha ilusión.

—No hay que ser un lince para darse cuenta de eso, niña. He trabajado toda la vida para los Altarriba y Víctor nunca se había comportado así. Siempre había sido un niño obediente, siempre ha sabido cuál es su lugar y su deber.

—¿Eulalia? —aventuro.

—Eulalia es un buen partido. Es preciosa, el sueño de cualquier hombre. Ya la querría yo para mi Manolo. —Se ríe con ganas, moviendo el pecho arriba y abajo—. Es elegante e inteligente, una dama de los pies a la cabeza. Los padres de ambos planearon su boda cuando eran apenas unos niños, y ninguno de los dos se había opuesto nunca. Se llevan bien, son compatibles, y eso es algo que no pueden decir todos los matrimonios. Son la pareja perfecta, y Eulalia sería una buena esposa. Pero, desde que nos mudamos aquí, las cosas no son iguales. Víctor ha decidido que no quiere casarse, al menos no de momento, y sus padres, en respuesta, intentan que los novios fijen la fecha de la boda cuanto antes. Lógica familiar, niña.

—¿Y por qué no quiere casarse con ella?

—Dice que no es para él, o al menos eso me ha parecido oír. Lo conozco como si fuera hijo mío, niña, nunca ha estado enamorado de ella, aunque se haya convencido a sí mismo de que lo estaba. Cuando te dicen a quién querer, supongo que puedes llegar a sentir algo parecido al amor. Tarde o temprano tenía que darse cuenta de que lo que creía sentir no era real. Si quieres que sea sincera, lo que me ha sorprendido es que le importe. No me malinterpretes: el señorito es un joven educado e inteligente, pero no creo que sea muy romántico. Nunca se me habría pasado por la cabeza pensar que pudiese rechazar a la señorita Eulalia.

—Pero, si Víctor no quiere casarse con ella, sus padres tendrían que aceptarlo. Es su decisión.

—Precisamente esa es la cuestión, niña. En este tema, Víctor ni pincha ni corta. —Se queda callada durante unos segundos, mirándome como si esperara a que le preguntara algo, pero no lo hago—. Los señores Altarriba no aceptarán a cualquier chica. Eulalia es perfecta, y necesitan que el enlace se produzca cuanto antes. Ya me entiendes.

No tengo ningún reparo en admitir mi ignorancia en este tema.

—En realidad, no.

Elvira coge los dos platos con un poco de pan y aceite y me indica que los lleve al comedor. Cuando vuelvo a entrar en la cocina, casi le falta tiempo para ponerse a hablar.

—Dinero, tontina. El dinero lo mueve todo, ¿acaso no lo sabes? Quizás no debería decirte esto, pero eres una niña inteligente y sé que no dirás nada —murmura. Me da la sensación de que intenta convencerse a sí misma en lugar de a mí; tiene tantas ganas de hablar que no le importa saltarse algunos principios morales. No debería escucharla, lo sé, pero no hago nada para evitarlo. Me quedo callada y escucho—. Cuando empecé a trabajar para los Altarriba, vivían en una gran villa cerca de Tarragona. La vida allí era mucho más tranquila, desde luego. Tenían una decena de sirvientes, incluidas dos chicas de tu edad que me ayudaban en la cocina. Ahora estoy sola con Eduardo, que poca cosa hace, y las dos sirvientas que se encargan de la limpieza dos días a la semana. No doy abasto, pero en estos tiempos ¿quién puede quejarse? Tenemos que dar gracias por no haber entrado en guerra, niña. Mi padre, que en paz descanse, combatió en Marruecos. No me gustaría que mi Manolo tuviera que alistarse. Ya sabes lo que se dice: «Hijo quinto y sorteado, hijo muerto y no enterrado».

Elvira está empezando a divagar, así que carraspeo para que retome el hilo de la conversación y ella asiente.

—Como te decía, la vida en Tarragona era mucho más tranquila, pero, hará cosa de dos años, murió el señor Ramiro, el hermano mayor del señor Alfonso.

—¿Y qué? —pregunto, sin comprender qué tiene que ver eso con el matrimonio de Eulalia y Víctor.

—Él era el propietario de la Fábrica Textil Altarriba. ¿La conoces? —pregunta, y yo niego vagamente—. El caso es que el hombre no tenía hijos, de modo que la heredó su hermano pequeño. Y así, Alfonso consiguió lo que siempre había querido. Dejó el campo y la familia se mudó a Barcelona, y mi familia y yo con ellos. La casa era más grande que la de Tarragona, y teníamos muchos más sirvientes. La fortuna les sonreía a los Altarriba, pero no duró mucho. Ramiro había dejado un negocio bien encarrilado, que reportaba grandes beneficios. Pero el señor Alfonso no es empresario, y con el tiempo las cosas empezaron a ir mal. El negocio textil ya no es tan bueno como hace unos años, niña. Así que nos mudamos aquí. La casa es mucho más pequeña, y como te he dicho, han decidido prescindir de todos los sirvientes. Si nos han mantenido a Eduardo y a mí es porque la señora Elionor no ha pisado una cocina en su vida y porque una casa respetable no es nada sin un mayordomo.

Soy consciente de que tengo los ojos abiertos de par en par. No puedo creer las palabras de Elvira. Las piezas empiezan a encajar.

—¿Están arruinados?

—No, niña, no. Ahora, con la gran guerra de Europa, las cosas están saliendo a flote otra vez. Los países que combaten no pueden producir, y eso es bueno para las industrias de nuestro país. O eso es lo que dice Eduardo, que entiende de estas cosas.

—¿Entonces?

—El señor Alfonso no quiere arriesgarse. Cuando la guerra acabe, las cosas volverán a ser como antes, o al menos eso he oído. Y la paz llega sin avisar, niña. La guerra es una tregua para los Altarriba, pero saben que es sólo eso, una tregua. En algún momento terminará.

—Y no quieren desaprovecharla. Tienen que asegurar el futuro de sus hijos.

La mujer asiente.

—Eulalia es la heredera de un gran terrateniente, y como puedes suponer, su dote es de las mismas dimensiones.

—Dinero —concluyo. El dinero es la razón de todo.

Suspiro, mareada por toda la información que estoy intentando asimilar, culpable por haber juzgado tan duramente a Víctor cuando lo conocí.

—¿Cómo sabes todo esto?

Elvira se encoge de hombros y sonríe, golpeándose con el dedo índice la oreja. Por supuesto.

—Lo que no entiendo… Si tú estás enterada, Víctor tiene que saberlo. No es estúpido.

—Y lo sabe, niña, por supuesto que lo sabe. Aun así, no quiere casarse con Eulalia.

—No lo entiendo —insisto—. Es su futuro.

—Supongo que habrá descubierto algo más importante que eso. Algo con una bonita melena, unos ojos dulces y una boca llena de promesas de amor —puntualiza Elvira con un tono algo malicioso.

—¿Una chica?

La cocinera se ríe.

—¿Por qué si no sus padres le habrían prohibido salir sin compañía? Alguna muchacha le habrá sorbido la cabeza al señorito Víctor, puedes estar segura. Sólo una mujer puede hacer que un hombre renuncie a tanto. Vamos, niña, no pongas esa cara y deja de ser tan inocente. Así es como siempre ha funcionado todo y como siempre funcionará. Dinero y mujeres.

Me encojo de hombros, sin saber qué responder a eso. Cojo los dos vasos de leche que ha preparado Elvira y desaparezco hacia el comedor, donde Clara y Gabriel esperan impacientes.

Nunca me ha gustado la hora del crepúsculo. Aunque muchos creen que es uno de los momentos más románticos del día, yo no puedo imaginar nada más deprimente. Es el anuncio de la muerte del día, de la noche. Es el momento en que murió Víctor, y eso es algo que nunca voy a olvidar. Y hoy, además, trae el final de un mes de noviembre más frío de lo habitual.

El crepúsculo no puede traer nada bueno. Por eso, cuando Emilia me llama desde la portería, se me hace un nudo en el estómago.

—Marina, hija, ven aquí.

—¿Qué sucede, señora Emilia? —pregunto, inquieta. Tiene una bufanda a medio hacer en una mano, y un ovillo de lana con dos grandes agujas clavadas en la otra. Que la señora Emilia haga punto sólo puede significar una cosa: algo malo ha pasado y tiene que entretener la mente para evitar padecer un ataque de nervios.

—Ay, hija. Ha llegado tu padre echando gritos y maldiciendo, y yo no entendía nada, porque no dejaba de farfullar, como hace siempre que se enfada, qué te voy a contar yo, ¿verdad, mi niña? Si debes de estar harta de oírlo, con esa voz y esos… Ya me entiendes. Ha entrado berreando como un cerdo el día de San Martín, y a los pocos minutos han bajado él y tu madre, que iba llorando. Y tu padre, claro, seguía gritando, y ella lloraba más, y yo, pobre de mí, mirándolo todo desde aquí sin saber qué hacer, sin entender nada…

—¡Señora Emilia! —chillo. No me importa que parlotee, siempre y cuando no lo haga en situaciones como esta—. ¿Quiere decirme qué ha pasado?

—Cisco, hija, ¿quién si no?

Siento un golpe seco en el pecho.

—Señora Emilia, ¿qué ha pasado? —pregunto, con la voz tan temblorosa como mis piernas. Mil y una opciones atraviesan mi pensamiento, a cada cual más funesta. Casi puedo oír los gritos de mi padre y el llanto desesperado de mi madre. Cuando siento que la tensión va a hacerme explotar en mil pedazos, Emilia se digna a mover los labios y a susurrar las palabras que llevo temiendo escuchar desde hace ya demasiado tiempo.

—Lo han detenido.