Siete

Las mismísimas tropas alemanas podrían estar masacrando a todos los habitantes de la casa en el salón y armarían menos escándalo del que se oye desde la habitación de los niños. Los gritos han hecho que Clara y Gabriel rompan a llorar y se escondan en el baño. Como se niegan a salir hasta que dejen de oír las voces exaltadas de sus padres y su hermano, me he sentado sobre la escalera de madera, escondida entre las sombras, a escuchar lo que pueda de la conversación. Asomo un poco la cabeza para ver si hay alguien en el pasillo de arriba y veo a Elvira, la cocinera, haciéndome señas para que me acerque. Sin dudarlo, subo las escaleras silenciosamente y llego a su lado.

—¿Y Eduardo? —susurro, preocupada de que el mayordomo nos vea.

—Ha salido. —Se ríe. Tiene los dientes amarillos y le apesta el aliento a alcohol—. Llevan discutiendo todo el día. Y no los he visto dirigirse la palabra desde hace más de una semana.

Nos acercamos un poco más a la puerta del salón, que está cerrada, y nos quedamos en silencio, atentas a la conversación.

—He cumplido mi parte del trato. Sea un hombre de palabra y cumpla usted la suya, padre. Me dijeron que hasta el primer lunes de noviembre y es hoy. Dos de noviembre. He cumplido.

—¡No me lo creo! —La voz de la señora Altarriba retumba como un trueno.

—Es su problema. Si quiere comprobarlo, hable con Eduardo. Él está aquí todo el día y le aseguro que no me ha quitado el ojo de encima.

Elvira me mira y tuerce sus gruesos labios en un gesto grotesco. En sus ojos, resguardados bajo unas gruesas cejas canosas, puedo ver que se está divirtiendo con esto. A mí, por el contrario, se me remueven las tripas al imaginarme qué pensaría madre si me viera así, con una oreja pegada a la puerta de un salón que ni siquiera es el mío para escuchar una conversación que no me atañe en absoluto. Estaría avergonzada, y lo cierto es que, a cada minuto que pasa, la vergüenza y la culpa se van extendiendo por mi cuerpo. Aun así, no soy capaz de dejar de escuchar.

—No me importa.

La voz de la señora Altarriba traspasa los cristales con tal ira que me hace compadecer a Víctor. Pero, a pesar del tono autoritario de su madre, él no se deja amedrentar.

—Ese fue nuestro trato. Ustedes pusieron todas las condiciones que quisieron y yo las he cumplido. No he salido de casa en este último mes, tal como querían, ni he visto a nadie más que al servicio y a mis hermanos. Lo he intentado.

—Pues lo intentarás hasta que lo consigas. Eres un desagradecido, hijo. —La señora Altarriba va calmando su tono, pero sé que la tormenta no ha despejado aún—. Un desagradecido. Me atacas los nervios.

—No me extraña que Joaquín no quiera saber nada de ustedes.

Víctor habla con tal desprecio que sus palabras me hieren incluso a mí. Me pregunto quién será ese tal Joaquín. No he oído mencionar ese nombre antes entre estas paredes.

Se oyen unos pasos y me aparto instintivamente de la puerta, aunque Elvira niega con la cabeza para tranquilizarme. Nadie se está acercando a nosotras.

—No lo haré.

No sé a qué se refiere Víctor, pero de repente siento que esas palabras son también las mías. No debería estar escuchando esta conversación, no puedo seguir haciéndolo. Yo no soy así. Me siento tan culpable que mi mano se escapa hacia el cristal de la puerta y lo golpea con los nudillos casi inconscientemente. Elvira me mira sin entender nada y se apresura a desaparecer cuando unos pasos se dirigen hacia nosotras.

Víctor me mira de hito en hito. Tiene el rostro sudado y contraído. Sus ojos están cubiertos por una casi imperceptible capa húmeda, a través de la cual me observa con una expresión vacía. Tiene los labios apretados y la mano cerrada con tal fuerza que las venas se marcan en su piel fina y pálida. Por un momento, deseo tranquilizarlo, decirle que todo irá bien, que a él siempre le irá bien. Sólo tiene que tener contentos a sus padres, un precio más que justo a pagar por una tranquilidad vitalicia. Pero, en lugar de eso, tengo que contenerme y balbucear las primeras palabras que acuden a mi boca.

—Clara y Gabriel están en el baño, llorando, y no quieren salir. He pensado…

—Yo me encargo.

Víctor me aparta de un manotazo y, sin mirar atrás, sale del salón. Me quedo quieta observando cómo se aleja; sus pasos resuenan con fuerza, casi con violencia, como si quisiera romper los escalones. Sus padres tienen los ojos clavados en mí, esperando que haga algo, que lo siga y vigile que no salga de casa. Aunque no hace falta que me mueva para comprobarlo, bajo la cabeza y desaparezco.

El tiempo pasa, pero las cosas no cambian en ninguna parte. Aunque trabajo todos los días limpiando la ropa sucia de los vecinos o cuidando de los niños de los Altarriba, mi padre sigue reprochándome que no haga nada. Madre no me defiende, y Cisco cada día está más extraño. Antes solía disculparme ante las fuertes y frecuentes regañinas de padre. Ahora, sin embargo, apenas está en casa, y cuando está parece que tiene la cabeza en otra parte. Madre dice que tal vez está enamorado. Yo pienso que se trata de algo más importante.

Mis hermanas siguen creciendo a un ritmo casi sobrenatural; las ropas se les quedan pequeñas antes de que madre pueda coserles unas nuevas, y cada día comen más. Por suerte, este otoño contamos con un sueldo extra y, aunque no nos sobra el dinero, tenemos el suficiente para llenar todos los platos. Las cosas van bien por fin, al menos para mi familia.

Víctor ha optado por adoptar una expresión rabiosa que no abandona en ningún momento, ni siquiera cuando les habla a sus hermanos. Eduardo está encima de él en todo momento, dejando de lado todas sus obligaciones. Los señores Altarriba no vuelven a recurrir a mí, y lo lamento; no deseo más órdenes poco éticas, pero quiero saber qué está pasando. Víctor no habla con nadie más que con Clara y Gabriel. Cuando se cruza conmigo, no me saluda, no me mira siquiera. Esconde sus pupilas bajo los párpados y mira al frente, como si persiguiera algo que yo no alcanzo a ver.

Algo lo atormenta, y yo quiero saber qué es.

El tercer lunes de noviembre, voy a casa de los Altarriba más pronto de lo habitual. Antes de llegar siquiera a la puerta, oigo los gritos que se cuelan por debajo de ella. Doy un paso hacia atrás, como si el odio que destila esa casa fuese contagioso, y miro hacia la portería. Emilia me observa con los ojos abiertos y mueve la cabeza.

—Llevan así todo el día de hoy. Y ayer, y el otro, y el anterior… —La mujer levanta una mano por encima de su canosa cabellera y la mueve con brío.

Me acerco a la portera sigilosamente y dejo que mi curiosidad salga a la luz.

—¿Por qué?

—¿Por qué va a ser, muchacha? Por dinero, seguro. Estos ricos, cuanto más tienen, más quieren. El señorito Altarriba querrá más dinero, si es que no está preparando la tumba para sus padres. Nunca es pronto para una buena herencia, ¿no crees? Nunca es pronto.

—¡Señora Emilia!

—Hija, así es su mundo. Hazme caso, que llevo mucho tiempo trabajando en esta portería y he visto y oído cosas indignas de los buenos cristianos que todos estos señores aseguran ser.

—Víctor no es así.

Siento la mirada de la mujer escrutando cada parte de mi cuerpo, analizando cada mísero movimiento. Separa los labios lentamente, dejando entrever sus estropeados dientes, y susurra, sonriendo:

—Veo que has tomado confianza con el señorito de la casa. Ten cuidado, niña. Con amigos como esos, nadie necesita enemigos. El señorito Altarriba sería capaz de vender a sus padres para conseguir su patrimonio.

Las mejillas se me encienden, no sé si a causa de su descarada insinuación o de la rabia que siento. Víctor será un engreído y tendrá trastornos de personalidad, pero no es tan vil como lo pinta la portera.

—No es mi amigo.

—Y mejor que no lo sea. Mantente alejada de esa gente, hija. Sólo traen problemas, y nosotros ya tenemos los nuestros, ¿verdad?

Asiento, intentando parecer obediente, y me guardo para mí mis opiniones. Madre me ha enseñado a elegir la seguridad frente a la honestidad; dice que sólo hay que ser honesto ante uno mismo y ante Dios, y yo no puedo estar más de acuerdo, al menos con la primera parte. Prefiero fingir que comparto la opinión de los demás que crear un estúpido debate sin fin, de modo que me disculpo con la mejor de mis sonrisas y me deslizo hacia la casa de los Altarriba.

Cuando Eduardo abre la puerta, los mismos gritos de antes, aunque algo más sosegados, me dan la bienvenida. Se oyen tan cercanos que intuyo que se han encerrado en uno de los cuartos vacíos de la planta inferior para que no los oigan sus hijos. Tras un intercambio de sonrisas forzadas con el mayordomo, subo corriendo hacia la habitación de los niños, cierro la puerta y hago lo posible por hacerlos olvidarse de esa realidad que dista mucho de ser perfecta.

Consigo entretenerlos durante media hora, entre juegos y cuentos. Parecen ajenos a lo que está sucediendo en su casa, pero me doy cuenta de que es simple fachada cuando Clara me pregunta:

—¿Tus papás se pelean? —No me mira, ni deja de jugar con las muñecas que tiene a su alrededor.

—A veces.

—Mis papás nunca se peleaban ni se enfadaban con nosotros. Pero ahora siempre gritan —me explica la niña, que mira a su hermano buscando apoyo. Gabriel asiente y Clara hace una mueca—. Y Víctor ya no juega con nosotros.

—¿Está enfadado?

La niña se encoge de hombros.

—Echa de menos a Eulalia. Está en América —dice Gabriel. Me vuelvo hacia él y veo cómo juega despreocupadamente con unos pequeños cochecitos de hojalata. Quiero preguntarle quién es Eulalia, pero la vocecilla de Clara me detiene.

—Pero vuelve pronto, así que Víctor volverá a estar contento y querrá jugar con nosotros otra vez.

—No querrá jugar con nosotros, porque se pasará todo el día con ella —la contradice Gabriel, con cara de pocos amigos—. Y Eulalia nunca juega con nosotros.

—¡No es propio de una señorita como ella!

Los niños se pasan más de diez minutos discutiendo sobre esa tal Eulalia. Mientras que para Clara es una chica elegante, guapa y buena, para Gabriel es tonta y aburrida. Observo divertida cómo los dos niños riñen hasta que Clara agarra una muñeca y la lanza directamente a la cabeza de su hermano. Gabriel la evita con un rápido movimiento, se pone de pie y se lanza contra la niña, que se cubre la cabeza con sus pequeños brazos.

—¡Basta!

Grito con tal pasión que los dos niños se quedan quietos y me miran, pestañeando, incapaces de creer que ese chillido haya salido de mí.

—Podéis hablar, podéis discutir si queréis. Pero nada de insultos y nada de golpes. Nunca más, ¿queda claro?

Gabriel vuelve a su sitio bajo la atenta mirada de Clara, que aún tiembla por el susto. Suspiro, entre nerviosa y aliviada, y desecho cualquier esperanza de descubrir quién es Eulalia. No quiero que vuelvan a discutir. Y aunque sé que no me incumbe, que no debería importarme, me consuelo pensando que Elvira estará enterada y me lo contará en cuanto tenga ocasión.

Eduardo abre la puerta de golpe, y sin saludo o disculpa previa por la interrupción me comunica que se requiere mi presencia en el salón. Mientras bajo las escaleras, rezo para que no hayan oído mi grito. Sé bien que no sólo cuido de Clara y Gabriel; también tengo que enseñarles a comportarse educadamente para no destruir el trabajo que hacen sus tutores. Y los gritos, supongo, no son muy propios de una señorita de clase alta como Clara.

Sin embargo, cuando entro en el salón no es el matrimonio quien me espera, sino Víctor. Está sentado en su butacón, mirando fijamente la estantería de libros. No pestañea, y por un momento dudo de si está respirando, porque su pecho no se mueve y no hace ningún gesto cuando entro, ni siquiera cuando Eduardo cierra la puerta para dejarnos solos. Puede que no me haya oído, así que carraspeo una, dos y hasta tres veces.

Sin embargo, permanece inmóvil, ajeno a mi presencia, a su alrededor, al mundo. ¿Qué estará pasándole por la mente? Me acerco a él y ladeo la cabeza, tratando de atrapar su mirada absorta. El chico da un pequeño respingo y parpadea, como si intentara volver a la realidad.

—¿Te pasa algo?

—No te he oído entrar.

—No hace falta que lo jures —musito. Espero unos segundos en silencio, pero Víctor se limita a mirarme sin moverse, sin hacer ademán de decirme por qué quería verme—. ¿Y bien? ¿Qué querías?

Víctor se revuelve en el butacón y traga saliva antes de hablar con una cadencia lenta y monótona.

—Yo… No lo sé. Lo siento.

Estoy tan asombrada que ni siquiera me quejo por su mente dispersa y por hacerme perder el tiempo. Sólo puedo fijarme en sus ojos apagados y la posición de su cuerpo, tirado de cualquier manera en la butaca. Tratándose de alguien para quien las apariencias lo son todo, es algo realmente preocupante. No puedo dejar de preguntarme qué lo tendrá en ese estado. Estoy segura que esa tal Eulalia tiene algo que ver con todo eso, pero no quiero aventurarme en mis suposiciones. Así pues, decido abordarlo directamente.

—¿Estás bien?

—No.

Los segundos se escurren entre nosotros, uno tras otro, arañándome la piel. Me angustia ver así a Víctor, pero no sé qué puedo hacer para ayudarlo. Recuerdo la advertencia de la señora Emilia y, aun así, sé que si estoy ahí es por alguna razón.

—¿Tiene algo que ver Eulalia?

Víctor levanta la cabeza de golpe y clava sus ojos brillantes en los míos. Sus pupilas se mueven de un lado a otro, envueltos por un iris que me parece algo más oscuro que de costumbre. Sin que diga nada, sé que he dado en el clavo.

—¿Quién te ha hablado de ella?

—Supongo que eso es un sí —deduzco—. Tu hermana me ha dicho que estabas triste y que pronto vuelve Eulalia, así que ya estarías contento. ¿Quién es?

Víctor se pone de pie y se acerca a mí. Su mirada sigue trabada en la mía, y no soy capaz de apartarme. Me observa durante un instante en silencio, como si responder a mi pregunta fuera una de las cosas más difíciles a las que ha tenido que enfrentarse.

Y a pesar de que ya sé cuál es la respuesta, quiero oírla de los labios de ese chico que de repente no es el mismo que aquel engreído que conocí en el portal.

—Mi prometida.