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Se oían sus lloros desde el rellano. Abril se armó de valor y entró en el piso con la mejor de las sonrisas, dispuesta a aplacar la ira de su hermano, que al oír la puerta salió corriendo del salón para abalanzarse sobre ella.

—¿Qué pasa?

El niño moqueó y se abrazó a su pierna. Abril dejó en el suelo las bolsas de la compra y se inclinó para ver la cara enrojecida de su hermano.

—Pap… pap… pa… —El niño intentaba hablar sin éxito.

—No hay manera de que coma y no ha querido hacer los deberes —bufó su madre desde el salón. Asomó medio cuerpo y miró a su hijo zarandeando la cabeza—. No sé qué vamos a hacer con este crío.

—¡No soy un crío! —gritó Miguel, soltándose de pronto de la pierna de Abril. Cruzó los brazos e hizo morros.

—¿Qué pasa? —insistió su hermana.

—Papá no nos quiere.

—No digas eso, Miguel —lo riñó su madre, desesperada. Resopló y se dirigió a Abril—: Problemas con la meteorología en Washington. No es culpa suya.

—¡No es verdad! No nos quiere. Hace un trillón de años que no viene a casa. Prefiere volar que estar con nosotros —se quejó el pequeño antes de salir corriendo hacia su cuarto.

—Yo me encargo —dijo Abril, aunque era lo que menos le apetecía en esos momentos.

Le tomó más de media hora conseguir que su hermano se calmara. Por suerte, para entonces su madre ya había terminado de preparar la comida, que Miguel engulló sin abandonar esa mirada enfurruñada tan característica en él. No volvió a hablar del tema, y tampoco su madre, por mucho que le insistió Abril. Su hermano tenía razón: hacía demasiado tiempo que no veían a su padre y sabía que eso tenía mucho que ver con los problemas de Miguel. Un niño de esa edad necesita a sus padres, no a una hermana estresada y a una madre que, aunque se esfuerza, no consigue estar por él tanto como requiere.

Recogió la cocina y dejó a su hermano y a su madre viendo una película en el sofá. Era el momento perfecto para descansar, de modo que se encerró en su habitación y se dejó caer sobre la cama, rendida. La noche anterior se había alargado más de lo que había prometido Héctor y había llegado a casa demasiado tarde. Se había metido en la cama segura de que el cansancio le impediría soñar, pero se había equivocado.

«Tal vez es una señal», había dicho Víctor.

¿Y si lo era?

Las imágenes de aquel último sueño se habían quedado clavadas en su mente y, por más que lo intentaba, no podía desembarazarse de su alargada sombra, como tampoco podía evitar que los sentimientos de Marina la acosaran. Aunque no había dormido más de cinco horas, en su mente habían transcurrido semanas enteras sin hablar con Víctor.

No le gustaba lo que esa ausencia fantasiosa le hacía sentir a través de Marina. Desconcierto, incomprensión y un dolor en el pecho inexplicable. Lo había acarreado durante toda la mañana y sólo empezó a mitigar cuando llegó a casa después de hacer la compra.

Puso música y cerró los ojos. Si iba a caer, sería ella misma la que se lanzara al vacío. No se dejaría vencer por su propia imaginación.