6

—¡Abril!

No era posible.

—Has vuelto a quedarte dormida.

Era posible.

Héctor la escrutaba con el semblante contraído en un gesto de preocupación. Alargó el brazo y dejó caer su mano sobre la rodilla de Abril, que se removió en el asiento del metro, poco atestado para la hora que era.

—Hablabas en sueños —le explicó su amigo. Esperó una respuesta durante unos segundos, pero no llegó—. ¿Has vuelto a…?

Abril tragó saliva y clavó la mirada en el reflejo que le ofrecía la ventana del tren. Por un segundo, le pareció ver el rostro de la señora Emilia. Cerró los ojos con fuerza y respiró hondo mientras asentía lentamente.

—Esto empieza a ser muy…

—No digas nada —lo interrumpió ella. Cualquier adjetivo se quedaría corto.

—Pero…

—Nada.

Héctor se llevó las manos a la cabeza, desesperado, y miró a su alrededor antes de preguntarle:

—Al menos vas a contarme cómo ha ido la cita, ¿no?

—Ya te he dicho que bien.

—Abril…

—¿Qué? —gruñó ella.

—Te has ido, ¿no?

—No —respondió ella parcamente. Y era cierto: no se había movido ni un centímetro. Había estado observándolo hasta que él le había enseñado su nota y había desaparecido. Se llevó involuntariamente la mano al bolsillo de la chaqueta, donde dormitaba el papel.

—Abril… —repitió Héctor con tono de riña.

—No me he movido del banco —se rindió ella—. Ya, ya lo sé… Quería hacerlo, pero… Es raro, ¿vale? Demasiado. Lo siento. Pero… —Suspiró y le tendió la segunda nota a Héctor, que la observaba sin atreverse a pestañear—. Antes de irse me ha mirado, ha levantado una mano, me ha enseñado esto y lo ha dejado en el suelo para que lo cogiera.

Héctor lo desdobló cuidadosamente, le echó un ojo al mapa de paradas y, al ver que aún les quedaban algunos minutos de viaje, empezó a leer en voz alta.

Sabía que cogerías el papel.

Hola, por cierto.

Sí, te he visto, y sé que tú me has visto a mí. Si no, no tendrías esto entre las manos, ¿no?

Me acercaría a saludarte, pero por la forma en que me miras de reojo creo que no te haría mucha gracia. Quizás estás valorando si tengo pinta de atracador. O a lo mejor piensas que estoy loco. Podría ser, pero entonces… ¿por qué has venido? ¿Estarás loca también?

Ni yo estaba seguro de que lo hicieras. De hecho, en tu lugar seguramente me habría partido de risa al ver la nota que te dejé en la biblioteca. A saber qué piensas de mí. Y sin embargo, ahí estás. Eres tú, no tengo dudas. Algo te ha hecho venir y te ha impedido acercarte en los más de veinte minutos que llevas ahí sentada. Pero el caso es que sigues ahí. De modo que voy a fingir que te tengo delante.

Voy a aprovechar lo poco que queda de folio para demostrarte que no soy un psicópata. Me llamo Leo. Leo a secas: ni Leonardo, ni Leopoldo ni Leónidas. L-e-o. Te diría que soy el vigilante del reino literario infantil y que por eso me encontraste en la sección infantil de la biblioteca, pero me temo que soy un simple estudiante de traducción. Y sí, el libro era para mí.

Aparte de eso, mis aficiones son las corrientes. Ya sabes, música, literatura, amigos, bla, bla, bla. Bueno, también me gusta comunicarme con desconocidas a través de notas. ¿A que soy sorprendente?

Alergias no tengo. Fobias tampoco, excepto al agua. Al mar especialmente. Odio el mar. ¿No odias el mar? Demasiadas cosas desconocidas ahí abajo y demasiada agua, ¿no te parece?

Oye, esto es muy aburrido si sólo hablo yo. Voy a mirarte y…

No, parece que no tienes intención de acercarte. Mal hecho, soy muy cabezota.

¿Nos vemos mañana? Quizás en un lugar menos concurrido. ¿La plaza de Sant Felip Neri? ¿A las siete?

Hecho pues.

Tengo la intuición de que vendrás. Espero no equivocarme.

Leo

—¿Qué vas a hacer?

Abril se encogió de hombros. Después de leer la carta por onceava vez, había decidido vencer la curiosidad y no acudir a la cita del día siguiente, pero el último sueño había trastocado sus planes. Se suponía que iban a desaparecer en cuanto volviera a ver al Chico Sartén. O al menos eso habían creído Héctor y Mario. Estaba claro que se equivocaban y que su mente seguía tan dispersa como los últimos días. Conocerlo no era la solución.

—Deberías despejarte un poco —le aconsejó Héctor al tiempo que el tren empezaba a detenerse—. Vamos, es nuestra parada. En serio, Abril, tienes que olvidarte de todo esto. Haz lo que sea: toma una valeriana antes de ir a dormir, o somníferos, o calmantes… Pero haz que esto pare. No vayas a verlo mañana. Si quieres, te busco una cita. Creo que la necesitas.

Tenía razón. Héctor siempre tenía razón. Y aun así, mientras salía del vagón, Abril sólo podía pensar en la cara de Leo esperando una vez más.

—Hablo en serio, Abril. No vayas.

—No te preocupes —dijo.

Su amigo resopló y le devolvió la carta. Terminaría haciendo lo que quisiera, como siempre, y Abril no se caracterizaba precisamente por sus buenas decisiones. A veces parecía que vivía sobre una nube de algodón de azúcar. Le hubiera gustado insistir, pero no era el momento, de modo que optó por dejar el tema.

—Al menos ven esta noche. He quedado con algunos amigos de clase. Iremos a cenar y a tomar algo. Te paso a buscar a las nueve, ¿de acuerdo?

—No me apetece. Estoy cansada.

—Necesitas despejarte, Abril.

—Lo que necesito —gruñó ella— es un poco de normalidad. No entiendo nada. Sigo soñando con él, y con Marina, y Cisco, María, Carme, los niños Altarriba y la señora Emilia y… Y yo… Creo que estoy volviéndome loca. Mi cabeza va a explotar de un momento a otro. Me da miedo cerrar los ojos. ¿Cuánto rato he dormido en el tren? ¿Dos minutos? ¿Tres? A mí me han parecido días enteros. Estoy volviéndome loca, Héctor. No lo estoy, ¿verdad? —Héctor la miró durante unos segundos, sin atreverse a responder a su pregunta.

—Oye, quizás te parezca una tontería, pero… ¿Miguel no va al psicólogo cada miércoles? Podrías intentar hablar con él. Seguro que te da una buena explicación a todo esto. El cerebro es un gran desconocido para…

—Ni hablar. Miguel ya tiene suficiente con sus problemas como para que le haga cargar con una hermana demente.

—Tú piénsalo mientras escoges qué ponerte esta noche, ¿de acuerdo?

—Te he dicho que no voy a ir.

—No es opcional —dijo Héctor encogiéndose de hombros—. Y ni se te ocurra ir a esa maldita plaza mañana. A las nueve en tu portal, ¿de acuerdo?

Abril lo miró de hito en hito y chasqueó la lengua. Era inútil discutir con Héctor. Además, en el fondo sabía que tenía razón. Debía olvidarse del Chico Sartén y la mejor manera era llenar su cabeza con música y una noche banal con sus amigos.

—De acuerdo.

Cuando se separaron, a apenas dos manzanas de su casa, Abril había tomado una decisión. Le había hecho dos promesas a Héctor y estaría mal romper las dos, de modo que iba a cumplir al menos una de ellas.