Víctor se ha marchado con el doctor Gracián, no sin antes asegurarme que volvería por la tarde. Sus palabras me han sonado a amenaza, aunque sé que esa no era su intención. Madre ha llegado poco después de que se fueran, y al encontrarme en la cama, empapada en sudor frío, ha empezado a temblar. No hace falta ser adivino para saber que ella recuerda al pequeño Víctor tanto como yo, y que la idea de que la historia pueda repetirse la atormenta. Quiere llamar al doctor inmediatamente, y aunque yo no tenía intención de explicarle lo ocurrido esta mañana, me veo obligada a hacerlo. Pagar a otro médico sería tirar el dinero a la basura. Además, el jarabe que me ha dado el doctor Gracián está empezando a hacer efecto. La cabeza ya no me duele tanto y la fiebre ha bajado.
Madre está sentada en la mecedora que ha colocado junto a mi cama, zurciendo ropa de algún cliente. De vez en cuando, me mira y exhala un suspiro. Le he asegurado que me encuentro bien y que en unos días estaré como nueva, pero, como era de esperar, eso no la tranquiliza en absoluto. Es lo mismo que dijo el médico que atendió a mi hermano Víctor.
Las campanas de la iglesia del barrio resuenan anunciando que ya son las seis de la tarde al mismo tiempo que alguien llama a la puerta. Madre me sonríe y sale de la habitación cojeando.
—Marina, tienes visita —me anuncia con voz sorprendida cuando regresa. Está claro que no esperaba ver al chico que ahora está entrando en mi habitación—. ¿Quiere tomar algo, señorito Víctor?
Este niega con la cabeza secamente y le pide a madre que nos deje solos. Veo en la cara de ella su expresión de titubeo. No es apropiado que un chico soltero se quede a solas con una joven soltera, pero de todos modos se afana en desaparecer sin decir nada.
—¿Cómo te encuentras?
—Mejor —respondo con un hilo de voz. A pesar de que me había advertido de su visita, estoy casi tan sorprendida como mi madre. Víctor se está tomando demasiadas molestias.
Él asiente, serio, y me deja una bolsa de papel sobre la mesilla de noche.
—He hablado con mis padres y no van a necesitarte esta semana, así que no pierdas el tiempo y recupérate pronto.
—Pero… —murmuro, aterrada. Durante los tres meses que he trabajado para los Altarriba, me han llamado como mínimo tres veces por semana. El presentimiento de que Víctor sólo está siendo amable para asestarme la puñalada final, es decir, comunicarme mi despido, se intensifica por momentos—. ¿Estoy despedida?
—No, pero estás enferma y no puedes trabajar. Lo entienden, así que esta semana reducirán sus salidas o las haremos en familia. Supongo que nos irá bien. Clara y Gabriel apenas pasan tiempo con mi padre. Y ya no digamos Xavier.
Me muerdo los labios, deseando poder confiar en sus palabras, pero no me fío de él. No me gustan sus ojos, tan fríos y altaneros, ni esa pose de seriedad que nunca abandona.
—El doctor Gracián me ha dicho que tienes que tomarte tres cucharadas al día del jarabe de la botella grande. El de la botella pequeña es sólo por si te dan ataques de tos. En unos días ya te encontrarás bien.
—¿Por qué haces esto? —Las palabras se escapan de mi boca con un tono demasiado exigente. Víctor me mira de arriba abajo sin despegar los labios, escrutándome—. No te gusto, ¿recuerdas? Soy impertinente y maleducada.
—Y en lugar de darme las gracias por preocuparme por la salud de mis empleados, me exiges que te dé explicaciones —me reprocha. Clava sus fríos ojos en los míos y masculla—: Puede que no me gustes, pero a Clara y a Gabriel sí. De hecho, te adoran. Si empeoras, mis padres te echarán y eso no les gustará a mis hermanos.
Así que todo esto es por ellos. No deja de sorprenderme el hecho de que Víctor anteponga las opiniones y los deseos de los niños a los suyos. Disimulo mi sorpresa y hago un movimiento comprensivo con la cabeza.
—Por supuesto.
Me vuelvo en dirección opuesta a él y me acurruco bajo la manta, suponiendo que, ahora que me ha dado las medicinas y ha dejado claro el porqué de su actuación, Víctor ya puede irse. Sin embargo, oigo cómo se sienta sobre la cama de Carme y carraspea para que me vuelva hacia él.
—Te he oído.
—No he dicho nada —murmuro mientras voy dando la vuelta sobre mí misma para mirarlo. Está sentado con las piernas abiertas y los codos apoyados en estas. Ha unido las manos a la altura de su pecho, entrelazando los dedos, y apoya la cabeza sobre ellas.
—Antes, cuando hablabas con el doctor Gracián.
Me levanto de un salto, asustada e indignada a partes iguales. La cara me arde de puro enfado y tengo ganas de tirarle el quinqué apagado a la cabeza. En lugar de eso, aprieto los labios hasta que me hago daño. La cabeza me da vueltas por mi gesto brusco al levantarme, y aunque deseo dejarme caer de nuevo sobre la cama, mantengo la vista fija en Víctor.
—Era una conversación privada —mascullo, aunque dudo mucho que el señorito entienda qué significa esa palabra.
—Te diría que no era mi intención, pero mentiría. —Traza un amago de sonrisa, que desaparece cuando se da cuenta de la fuerza de mi enfado.
—¿No te han enseñado modales? ¡No se escucha detrás de las puertas!
Estoy nerviosa y no puedo evitar que mi voz truene. Me duele la garganta al pronunciar cada sílaba, pero ahora eso no me importa. Que Víctor sepa de la muerte de mi hermano no puede traer nada bueno.
—No voy a decir nada —asegura, como si me leyera la mente.
—No te creo.
Se pone de pie y me alarga la mano en un gesto de buena voluntad.
—Te lo prometo.
Miro su mano, con las uñas cuidadosamente recortadas, y luego su cara, en la que encuentro una expresión amable.
—Una promesa es una promesa —le advierto.
Parece sincero, así que me doy por vencida y le tiendo la mano, que coge de forma vacilante para sellar el trato. Espero que la retire al momento, pero en lugar de eso se queda mirándome con los labios apretados. Trago saliva, incapaz de apartar mi mirada de la suya, fría pero cercana al mismo tiempo. Por primera vez desde que nos conocemos, siento que está mirándome como a un ser humano, no como a un mueble o un ornamento más. Mi mano arde al contacto con su piel fría y mi cuerpo destemplado se estremece por el contraste de temperatura.
—Entonces, si no vas a decirles nada, ¿por qué me lo has contado? ¿Por qué sigues aquí?
Al escucharme hablar, Víctor parece darse cuenta de que nuestras manos aún están en contacto. Retira el brazo bruscamente y se frota la mano con la pernera del pantalón. Quiero decirle que no va a contagiarse por tocarme; quiero gritarle que odio la forma en que me mira siempre, que odio sus desprecios y sus desaires, sus miradas de superioridad, y que no es más que un señorito rico que no aprecia lo que tiene. Son tantas las cosas que deseo decirle que no me sale ninguna, y en lugar de desfogarme me quedo callada viendo cómo se retira. Antes de cerrar la puerta a sus espaldas, oigo que murmura:
—Buena pregunta.
Víctor no vuelve a visitarme en los siguientes cinco días, y aunque yo me alegro por ello, madre se extraña. He intentado explicarle la razón por la que contrató a un doctor para que me examinara, pero o no me escucha o no quiere hacerlo, porque sigue repitiéndome que él siente cierta simpatía por mí y llamándolo mi «amigo», algo que está muy lejos de ser. No le digo que apenas nos soportamos y que cuando tenemos una conversación a solas el mundo tiembla; hacerlo sería como pedir a gritos un sermón sobre lo importantes que son las relaciones sociales, y más aún cuando estas incluyen a un burgués. Me guardo ese secreto para mí, del mismo modo que madre no le dice nada a padre sobre el doctor Gracián. Cuando pregunta, le dice que me ha visitado el doctor Sagrera, nuestro médico habitual, y que le hemos pagado con mi sueldo. Si padre supiera que otro ha pagado al médico, iría inmediatamente a devolver el dinero a los Altarriba, y eso es algo que no podemos permitir que ocurra. Por una parte, no estoy segura de que los señores Altarriba estén enterados de lo que ha hecho su hijo, y por otra, el dinero no nos sobra. Yo no le pedí ayuda, de modo que no le debo nada. Madre, mucho menos orgullosa que mi padre, no puede estar más de acuerdo:
—Es mejor tragarte tu orgullo y tener alimento en el plato con el que acompañarlo que intentar llenar la barriga sólo con él —sentencia mientras prepara la comida.
Estoy sentada en el escaño de la cocina, tapada con varias mantas tan ajadas que aún siento algo de frío colándose por sus filamentos.
—Padre se enfadará si lo descubre —murmuro.
Madre se vuelve, me mira con sus ojos negros y sonrientes y se encoge de hombros. Los años han arrugado su rostro, en otro tiempo delicado como el de la señora Altarriba. Pero a madre no le importa, como tampoco presta atención a los cabellos blanquecinos que empiezan a poblar su cabeza. Dice que tiene demasiadas cosas en la cabeza como para que quepan esas tonterías. Noto en su expresión lo cansada que está, y no puedo evitar sentirme culpable. Durante estos últimos cinco días ha tenido que encargarse de todas las tareas de la casa, e incluso ha tenido que ir al lavadero a lavar la ropa de la que tenía que encargarme yo esta semana. Podría haberles dicho a los vecinos que estos días no podría hacer sus coladas, pero padre dijo que de ningún modo podíamos prescindir de esas pagas.
—Debería bajar a decirles a los Altarriba que ya me encuentro bien —comento. Madre suspira y asiente. Aunque ella querría que guardara cama unos días más, padre es de la opinión de que todo esto es una excusa para holgazanear. Me levanto y me despido antes de salir—: Ahora vuelvo.
Bajo las escaleras poco a poco, eternizando el momento. Por primera vez en días, estoy sola de verdad, sin nadie mirándome como si fuera la última vez que lo hiciera. Aunque sólo he cogido un resfriado, ha sido suficiente para resucitar el fantasma de mi hermano, cuyo recuerdo no me deja tranquila ni un segundo.
—¡Marina!
La señora Emilia me llama con voz alegre y me hace un gesto con la mano para que me acerque.
—¿Cómo te encuentras, niña?
—Mejor, gracias —respondo secamente. No tengo ganas de hablar, al contrario que la portera, que empieza a parlotear sobre lo preocupada que estaba por mí.
—Deberías cuidarte más, hija. En esta época los resfriados son muy malos, pero bueno, ya lo sabes, ¿qué te voy a contar a ti? Tu pobre hermano, tan pequeño… —Suspira de forma melodramática.
Asiento con la cabeza enérgicamente, dándole a entender que no tengo ganas de escucharla. Como de costumbre, pasa por alto mis insinuaciones y sigue cotorreando. Aprovecho unos segundos en que toma aire para despedirme, alegando que llego tarde a trabajar. La portera me ofrece una sonrisa desdentada y me dice adiós, no sin antes recordarme que me tape. Golpeo la puerta de servicio varias veces y en cuestión de medio minuto aparece Eduardo, el mayordomo de la familia.
—¿Se encuentran los señores Altarriba en casa?
—Me temo que no, pero puedes hablar con el señorito Víctor si quieres.
No deja de sorprenderme escuchar al mayordomo tuteando a alguien. Aunque habla poco, siempre se dirige a todo el mundo tratándolo de usted, incluidos Clara y Gabriel. Supongo que me pone a su mismo nivel, si no en uno inferior, por lo que los formalismos no son necesarios. Accedo con un movimiento afirmativo de cabeza y él me hace un gesto con la mano para que entre. Lo sigo hasta el piso superior y me quedo esperando junto a la barandilla de la escalera mientras Eduardo va a buscar a Víctor. Regresa en menos de un minuto y me indica que pase al salón.
—¿Y bien? —me pregunta Víctor, que está sentado en uno de los sillones, cuando el sirviente cierra la puerta a mis espaldas.
—Ya me encuentro mejor.
—Bien —dice, y me mira expectante, como si esperara que dijese algo más.
—Puedo volver a trabajar cuando lo necesitéis.
—¿Qué tal ahora?
No soy capaz ni de pestañear.
—¿Ahora? —balbuceo.
—Mis padres se han ido a pasear con Xavier, y Clara y Gabriel están solos arriba. Podríamos ir a dar un paseo.
—¿Podríamos?
—¿Es que no sabes hacer nada más que repetir lo que yo digo?
Dudo, abro la boca para decir algo, cualquier cosa, pero la cierro al instante. Aunque debería volver a casa para ayudar a mi madre, enseguida pienso en padre y en el consejo que más le he oído decir durante mis años de vida: si puedes trabajar, hazlo. Así pues, asiento, aunque no logro disimular mi incomprensión.
—Quiero pasar algo de tiempo con mis hermanos —se justifica. Se levanta y sale de la habitación sin decir nada. Tengo la tentación de decirle que puede hacerlo sin mí, simplemente yendo arriba y jugando con ellos, pero me abstengo de cualquier comentario. Padre también me ha enseñado a no cuestionar jamás las opiniones de quien te paga.
—¡Marina! —grita Clara al entrar en el salón. Se me acerca corriendo y se tira encima de mí. Me da un sonoro beso y me acaricia las mejillas con sus diminutas manos—. ¿Ya no estás enfermita?
—¿Me ves mala cara?
Ella niega fervientemente con la cabeza y se ríe.
—Te he echado de menos. Víctor es un aburrido —se queja la niña señalando a su hermano mayor, que entra acompañado de Gabriel.
—Lo sé —le murmuro al oído para que Víctor no me oiga—. ¿Nos vamos de paseo?
—¿Adónde? —inquiere Gabriel, alzando la cabeza para mirar a su hermano.
—A donde queráis.
La señora Emilia nos mira con curiosidad cuando salimos del portal.
—Emilia, dígale a la señora Rosa que su hija está trabajando.
Como si las palabras de Víctor fueran mágicas, Emilia se levanta de la silla y sale corriendo hacia mi casa.