Los ojos me arden, al igual que toda la cara, y la garganta me duele, sobre todo cuando hablo. Por una vez, decido, no habrá cuento de buenas noches. Arropo a Clara y Gabriel y me dispongo a salir del cuarto para dejarlos dormir.
—¿No nos cuentas un cuento? —me pregunta la niña en la oscuridad de la habitación.
Me llevo una mano a la cabeza, desesperada. Cada minuto que pasa me encuentro peor. Intento respirar hondo. No puedo dejar que esto influya en mi trabajo. Asiento con la cabeza, derrotada, y trato de sonreír. No puedo perder este empleo. Abro la lámpara que Clara tiene junto a la mesilla de noche, retirando la cubierta de metal y girando cuidadosamente la válvula que regula el queroseno. La mecha se prende y la habitación se inunda de un fantasmagórico juego de luces y sombras. Nunca me ha gustado la oscuridad, pero Gabriel consigue disipar mis miedos al preguntar, con un hilo de voz:
—¿Qué cuento nos contarás hoy?
—Juan sin miedo —respondo mientras me siento a los pies de la cama del niño. Le echo un vistazo al quinqué tintineante y muevo la cabeza hacia el haz de luz que se cuela por la rendija de la puerta. Creo ver una sombra al otro lado, pero, al parpadear, esta ha desaparecido. Suspiro, maldiciendo mi miedo a la oscuridad y mi malestar.
La garganta me arde cuando salgo de la habitación. La cabeza me duele más que nunca y tengo los ojos llorosos. Necesito dormir, pero no puedo irme a casa hasta que lleguen los señores Altarriba. Me deslizo silenciosamente hasta el salón, intentando retener el estornudo que está trepando por mi garganta. Me dejo caer sobre un sillón y cierro los ojos. Al instante, una voz me sobresalta y vuelvo a abrirlos de inmediato.
Víctor está sentado en el otro sillón, con un grueso libro abierto sobre su regazo. Toso y él entrecierra los ojos.
—¿Te encuentras bien? Tienes peor cara que de costumbre.
Mi mente se debate entre contestar con amabilidad a su aparentemente honesta preocupación y devolverle el insulto. Mi cabeza no está dispuesta a trabajar, de modo que asiento y murmuro:
—Estoy bien, sólo un poco cansada.
Víctor cierra el libro, lo deja sobre la mesa que tiene a su lado y se apoya en el respaldo del sillón lentamente. Arquea las cejas y me observa con gesto incrédulo.
—Pues estás sudando, tienes tos y las mejillas rojas. Yo diría que tienes fiebre.
—Y yo diría que deberías meterte en tus asuntos. Mi estado de salud es cosa mía.
Se queda callado unos instantes, sin dejar de mirarme, y finalmente dice:
—Y mío y de mis hermanos mientras estés en esta casa. Si estás enferma, podrías contagiarnos.
—No te preocupes, no pienso acercarme a ti, y en cuanto a los niños, te prometo que no voy a toserles encima. Tengo dos hermanas pequeñas y ninguna medicina en casa. Te aseguro que sé cómo evitar que alguien se contagie por mi culpa. Y de todos modos, no estoy enferma. Como te he dicho, sólo necesito dormir. Mañana estaré como nueva.
Cierro los ojos, dispuesta a descansar hasta que lleguen los Altarriba, e ignoro a Víctor, que dice algo que no consigo entender. Como no lo repite, doy por sentado que no será nada importante, así que respiro hondo y me relajo. Sólo oigo las manecillas del reloj y el viento que sopla en la calle y que parece querer arrancar las farolas de cuajo. Pienso en los serenos, que deben de estar haciendo la última ronda, y doy gracias por tener un trabajo como este. Al menos dispongo de un butacón donde descansar.
Separo los párpados sólo un instante y mis pupilas se clavan en el espejo de pared que hay junto al piano. En su superficie veo a Víctor, que me observa sin pestañear. Me fijo en que tiene el libro abierto por el principio, a pesar de que cuando he llegado estaba leyendo las últimas páginas. No deja de inquietarme que Víctor me mire cuando no tiene por qué hacerlo y vuelva la cara cuando nos cruzamos por la calle.
La negrura me invade y me quedo dormida con ese último pensamiento en la cabeza.
Sólo me despierto cuando una mano me coge del hombro y me sacude violentamente. Me incorporo de un salto y me llevo la mano al pecho, donde mi corazón golpea con tal fuerza que parece que mis costillas vayan a romperse.
—Mis padres están entrando por la puerta —me dice Víctor al tiempo que me quita de encima la manta que me cubre y me tira un pequeño pañuelo de tela—. Sécate el sudor y no se darán cuenta de que estás enferma.
Parpadeo dos veces, atónita, y lo obedezco inmediatamente. No puedo apartar los ojos de la manta que tiene entre las manos.
—Estabas tiritando —dice, encogiéndose de hombros. Le alargo el pañuelo, empapado con mi sudor, pero niega con la cabeza y hace un gesto envanecido con la mano—. Puedes quedártelo.
La puerta del salón se abre y aparece la señora Altarriba con los bajos del vestido empapados y el cabello despeinado por el viento. El maquillaje se ha corrido levemente por su cara, que ahora parece un lienzo estropeado. Por su expresión, es evidente que esta no ha sido la mejor de las veladas. La saludo cortésmente y me excuso alegando lo tarde que se ha hecho; el señor Altarriba me da mi paga y me apresuro a subir a mi casa sin despedirme de Víctor ni agradecerle la manta ni el aviso. Si me hubieran encontrado durmiendo, seguramente tendría un pie fuera de esa casa, sin importar la fiebre que tenga o lo mal que me encuentre. Cuando me meto en la cama, sólo soy capaz de rezar para que mañana no tenga que cuidar de los niños. Por segunda vez en unas horas, la inconsciencia me domina. Esta vez, sin embargo, es asfixiante y dolorosa, y por muchas horas que duermo mi cuerpo no siente ningún alivio.
La casa está vacía cuando abro los ojos por la mañana. Mi padre y Cisco están trabajando, y madre debe de haber ido al mercado con las niñas. Intento levantarme de la cama, pero el mundo empieza a dar vueltas a mi alrededor y me tumba de un plumazo sobre el colchón. Tengo la frente sudada, me moquea la nariz y la garganta me quema como si me hubiera tragado tres toneladas de carbón ardiendo. Cierro los ojos y cuento hasta cien una y otra vez. Si me duermo, quizás el dolor desaparezca.
Unos golpes en la puerta me hacen perder la cuenta cuando voy a pronunciar «noventa y ocho» por tercera vez.
—Voy. —Intento que mi voz suene fuerte y firme. En lugar de eso, emito un sonido gutural casi de ultratumba.
Me levanto poco a poco y avanzo descalza por el suelo helado, maldiciendo a madre por haberse dejado las llaves. Cuando me acerco a la puerta, tengo el mal presentimiento de que es Emilia quien está al otro lado, lista para anunciarme que hoy me toca trabajar de nuevo. Sin embargo, al abrir la puerta me encuentro con algo infinitamente peor: Víctor, con el pelo peinado hacia atrás y una nube tóxica de perfume envolviéndolo, me mira con los labios apretados. El mal presentimiento se intensifica. Algo me dice que ni hoy ni nunca tendré que volver a casa de los Altarriba. Quizás Clara o Gabriel se encuentren mal por mi culpa, o tal vez Víctor decidiera contarles a sus padres que ayer fui a trabajar estando enferma, exponiendo a sus hermanos a mis virus.
—¿Qué haces aquí? —pregunto, inquieta. Él abre la boca, pero duda y se queda en silencio—. ¿Y bien? ¿Has venido a decirme que estoy despedida?
Víctor hace una mueca y se alisa la camisa con delicadeza.
—Debería verte un médico.
—Primero debería poder pagarlo. Estoy bien, no necesito ningún médico. Como te dije ayer, sólo necesito descansar.
Una inoportuna tos seca sigue a mis palabras y siento cómo, con cada espasmo que me sacude, mi credibilidad se rompe un poco más.
—No te preocupes, yo me he hecho cargo. El doctor vendrá en una hora —anuncia. Debo de quedarme atónita, porque dibuja una media sonrisa, a través de la cual puedo ver sus perfectos dientes, y dice—: ¿Por qué me miras así?
—¿Por qué debería venir un doctor? —pregunto, recelosa. Me froto los ojos, que cada vez me pican más, y me apoyo contra el marco de la puerta.
—Porque estás enferma, obviamente.
—Quiero decir que por qué tendría que visitarme un médico enviado por ti. —Sin pretenderlo, la voz se escapa de mis labios como un susurro y me coge un ataque de tos que hace que todo mi cuerpo se convulsione—. ¿O te envían tus padres?
Víctor mueve la cabeza de un lado a otro, me coge por los hombros y me empuja hasta una de las sillas de la cocina. Me quedo sentada, abrazándome a mi propio pecho para evitar movimientos bruscos, y observo cómo Víctor busca una jarra de agua y vierte un poco en un vaso. Me lo alarga sin decir nada y me lo bebo todo lentamente, intentando no atragantarme.
—Porque, si estás enferma, no podrás cuidar de mis hermanos y, a no ser que encontremos a alguien que cumpla con las expectativas de mis padres, tendré que hacerlo yo. Y te aseguro que son muy exigentes con el servicio —dice. Me coge el vaso vacío de las manos y lo deja en el fregadero—. ¿Dónde está tu habitación? Necesitas tumbarte y taparte con una buena manta.
Señalo con la mano el único pasillo que sale de la cocina. Víctor se dispone a ayudarme, pero me levanto antes de que me toque y arrastro los pies hasta la primera puerta. Antes de entrar me vuelvo hacia el chico, que no se ha movido ni un milímetro, y le pido que se marche. Lejos de hacerlo, se dirige hacia mí con paso decidido y me empuja dentro de la habitación con demasiada brusquedad.
—No me iré de aquí hasta que llegue el doctor.
—No hace falta —le aseguro mientras me tumbo en la cama y me tapo con la manta deshilachada. Él hace caso omiso de mis palabras y entra en el cuarto para sentarse, eso sí, en la silla más alejada de mí. Ni siquiera disimula la mirada crítica con la que escruta cada rincón de la pequeña habitación—. Puedes irte, de verdad —le repito. No me gusta tener en mi casa a alguien que no está a gusto en ella—. Estoy bien.
—Lo estarás cuando te vea el médico. Y no repliques. Mi familia te paga, así que yo mando.
Resoplo y me escondo bajo la manta, dispuesta a no abrir la boca hasta que el doctor llegue. Podría intentar negarme a que me visitara, pero, aunque puedo ser orgullosa, no soy estúpida. En mi casa ya ha habido suficiente pena por culpa de catarros mal curados como para arriesgarme a repetir lo que vivió mi familia hace tanto tiempo. Entonces yo sólo tenía cuatro años, así que apenas recuerdo nada de esos días de angustia; únicamente las lágrimas de madre y los gritos de frustración. Y, por supuesto, este sentimiento de culpa que siempre me acompaña.
—Ten. —Víctor está a mi lado, alargándome un trapo mojado. Unas gotas de agua caen sobre mi frente y resbalan por mi nariz hasta hacerme estornudar—. Póntelo sobre la frente. Hará que te baje la fiebre.
Me estiro boca arriba y hago un movimiento afirmativo apenas perceptible. Me aparto los mechones de pelo sudado de la cara y coloco el trapo húmedo de modo que cubra mis párpados. El frescor del agua me despeja un poco. Tengo la boca pastosa, pero consigo separar los labios, resecos y cortados, y preguntar:
—¿De dónde has sacado el trapo?
Víctor no dice nada, pero por el sonido indefinido que emite intuyo que se ha encogido de hombros. Puedo incluso imaginar esa expresión de superioridad con la que mira al mundo. Le doy la vuelta al trapo, que se ha calentado al contacto con mi piel enfebrecida, y suspiro. Aún no entiendo por qué está aquí.
—He rebuscado entre los cajones.
—Ah —es todo cuanto se me ocurre decir. No está bien que se invite a mi casa, y mucho menos que revuelva mis cosas y las de mi familia sin permiso, pero decido que no tengo fuerzas para discutir. Además, al fin y al cabo lo ha hecho por una buena causa. O eso creo, porque si una cosa tienen los ricos, y en especial los niños ricos, es que nunca sabes qué pretenden en realidad. Se rigen por otro tipo de pensamiento, de leyes y de moral. Ahí arriba, supongo, todo es diferente.
Víctor no dice nada más y yo tampoco lo hago. Madre siempre me ha dicho que si uno no tiene nada importante que decir, es mejor no decir nada. Así pues, me tapo hasta el cuello con la manta, escondo los brazos debajo de ella y espero que los minutos pasen entre sueños abstractos e inquietantes.
El chirrido de la puerta de la habitación me desvela. Toso y separo dificultosamente los párpados, llenos de legañas, y veo a un hombre enjuto, con el pelo y el bigote blancos como la nieve. Va vestido con un traje marrón algo desgastado y lleva un maletín en la mano derecha.
—Así que tú eres la enferma —dice el desconocido, que, aunque no se presenta, deduzco que se trata del doctor.
—Marina, si no le importa.
Víctor aparece detrás del hombre y se coloca junto al cabezal de mi cama. A pesar de que tengo la nariz congestionada, puedo oler el perfume que lo envuelve cuando sus manos se acercan a mi cara. Me aparto instintivamente. Víctor se mueve de forma rápida y me quita el trapo húmedo de la frente a la vez que me lanza una mirada de reproche.
—Este es el doctor Gracián —dice con voz tranquila.
El médico deja la chaqueta sobre la cama de Carme y el maletín en la mesita de noche que hay junto a mí. Me destapo y obedezco todas sus órdenes diligentemente; cuanto más rápido me examine, más pronto se irá y podré seguir descansando.
—¿Has tenido alguna enfermedad grave?
Miro a Víctor y luego al doctor, pensando que no me hace ninguna gracia que el mayor de los Altarriba conozca mi historial médico. De hecho, no me gusta la idea de que sepa nada de mí; cuanto más sepa, más armas tendrá para utilizar en mi contra. Soy consciente de que no debería seguir desconfiando de él, y menos cuando el salario del médico que está examinándome sale de sus bolsillos, pero no puedo evitarlo. Víctor no me gusta y tengo la sensación de que está tramando algo. Al notar las pupilas de los dos presentes clavadas en mí, termino por asentir.
—A los cuatro años cogí una pulmonía y casi… —No puedo terminar la frase. Los ojos se me entelan. Por suerte, la humedad de la fiebre lo disimula y ni el doctor Gracián ni Víctor se dan cuenta.
—Entiendo —dice, sonriendo con frialdad, mientras va guardando todos sus artilugios médicos en el maletín—. Bien, no creo que llegues a ese extremo. De todos modos, tienes que cuidarte. Si no, la cosa puede ir a peor. Nada de salir de casa y nada de esfuerzos físicos.
Intuyo que va a despedirse, y en ese momento comprendo que no puedo dejar que se vaya sin haber hablado antes con él. Necesito hacerlo, pero no delante de un Altarriba.
—Doctor… ¿puedo hablar con usted un momento? —le pregunto con timidez. Le lanzo una mirada fugaz a Víctor y matizo—: A solas. Por favor, sólo será un minuto.
El aludido mira a Víctor, que tras unos segundos de duda asiente y sale de la habitación. El doctor espera a que la puerta esté cerrada y se vuelve hacia mí.
—Tú dirás.
—¿Es usted como un cura?
El hombre se ríe. Su bigote blanco parece bailar encima de sus labios.
—¿Cómo un cura?
—Si yo le cuento algo, ¿puedo confiar en que quede entre usted y yo?
—Por supuesto.
—¿Me lo promete?
Hace un gesto afirmativo con la cabeza y se sienta a los pies de mi cama, a la espera de que le haga mi revelación.
—Tengo miedo —susurro.
—Estás bien, niña —me asegura con un tinte dulce en la voz—. Sólo tienes que cuidarte.
—No es por eso… Es decir, sí, pero… No lo sé. —La cabeza me duele de nuevo una barbaridad, tanto que incluso elegir las palabras se me hace una tarea casi imposible—. Ha prometido guardar mi secreto, ¿verdad?
—Por supuesto.
—Cuando cogí la pulmonía, se la contagié a mi hermano pequeño. O tal vez él me la contagió a mí… La verdad es que no me acuerdo. Sólo sé que en unos días yo ya estaba mejor, pero que por muchas medicinas que tomara mi hermano, o por muchos cuidados que recibiera, no mejoraba de ninguna manera. La cosa empeoró y sus pulmones no pudieron soportarlo. Murió el día en que cumplía cinco meses.
El día del funeral del pequeño Víctor es probablemente el primer recuerdo que tengo de toda mi vida. El día era soleado y a la capilla asistieron poco más de quince personas, lo que no hacía más que recordarnos que Víctor no había llegado a vivir lo suficiente como para tener una vida y unos conocidos propios. A pesar de que en casa todos evitamos hablar del tema, sé que madre suele ir a visitar su tumba varias veces al año. Yo podría contar con los dedos de una mano las ocasiones en que he ido a ver a mi hermano fallecido. Sé que hay que honrar a los muertos, y así me lo ha repetido madre siempre, pero nunca encuentro fuerzas para cumplir con ese deber. En lo más profundo de mi alma, me siento culpable por haberme curado, mientras que él moría por la misma enfermedad. Ahora tengo la sensación de que Dios me ha enviado ese mal otra vez para correr la misma suerte que mi hermano.
Observo al doctor, que no dice nada, y al fin me atrevo a añadir:
—Lo cuidaron, le dieron todas las medicinas que mis padres pudieron permitirse, y aun así murió. No quiero correr la misma suerte. Dígame todo lo que tengo que hacer para curarme, doctor. No quiero morirme.
Niega con la cabeza y me asegura que no empeoraré, siempre y cuando siga sus consejos y tome las medicinas que Víctor me traerá esa tarde.
—¿Era este tu secreto?
Supongo que le parecerá una tontería, pero no lo es. La gente no contrata a nodrizas a quienes se les ha muerto un hijo a edades tan tempranas. Está claro que los señores Altarriba no saben nada de mi hermano Víctor, y si algún día lo descubrieran probablemente madre se quedaría sin trabajo y, de rebote, también yo. Ya conseguí que esta familia perdiera un salario; no quiero que perdamos dos sueldos de un plumazo.