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Miguel siempre había sido un niño complicado. Tardó más de lo normal en empezar a hablar, un problema que le afectó al aprender a leer y escribir. Iba rezagado respecto a sus compañeros de clase, de modo que sus profesores decidieron que repitiera el último curso de preescolar. Abril había esperado que esa decisión drástica despertara a sus padres y se dieran cuenta de que las cosas no podían seguir como hasta entonces. Ellos se limitaron a prestarle un poco más de atención a su hijo, pero seguía sin ser la suficiente.

Su madre siempre estaba trabajando y su padre solía pasarse semanas enteras fuera del país. Tailandia, Estados Unidos, Suiza, Japón y Sudáfrica. Estaba siempre en cualquier parte menos en casa. Esa era la vida del piloto de aviones. Él no tenía la culpa. Cuando era más pequeña, sentía lástima por su madre. Con su marido tan lejos debía de sentirse muy sola. Sin embargo, cuando creció comprendió que a su madre no sólo no le importaba estar sola, sino que le gustaba. Ella y su marido parecían tener una especie de acuerdo según el cual aun estando casados poseían una libertad absoluta en su vida privada.

Fuera como fuese, ninguno de los dos pasaba mucho tiempo en casa, por lo que Miguel nunca había tenido los cuidados que requería un niño de su edad. Por supuesto, cuando surgía algún problema sus padres intentaban solucionarlo y, cuando no lo conseguían, lo mandaban a especialistas. El logopeda para su problema de dicción, profesores particulares para que aprendiera a leer y escribir y, más recientemente, psicólogos para corregir su comportamiento.

De modo que ahí estaba Abril, sola en la sala de espera del psicólogo infantil al que su hermano llevaba acudiendo más de dos meses. Mantenía la vista fija en las baldosas, tan blancas como el resto de la sala, sólo decorada con una planta que parecía de plástico y dos cuadros perturbadores. Cerró los ojos para no ver ni oír a las parejas de padres e hijos que esperaban juntos, leyendo cuentos o contándose sus días. Su madre sólo había acompañado a Miguel el primer día, y porque el psicólogo así lo había especificado. Desde entonces, siempre lo había acompañado Abril, que al llegar a casa tenía que explicarle a su madre cómo había ido la sesión.

Abril suspiró y dejó caer la cabeza hacia atrás, deseando para sus adentros que su hermano no tardara mucho en salir. Eran ya las siete de la tarde, y aún le quedaba por hacer más de la mitad de un trabajo que tenía que entregar a la mañana siguiente.

Una música demasiado estridente la alteró. Miró a su alrededor y, al ver que todos estaban mirándola, se percató de que la melodía salía de la mochila que tenía entre los pies. Cogió el móvil del bolsillo exterior rápidamente y salió de la sala disculpándose con una sonrisa tímida.

—¿Qué quieres, Héctor? No es un buen momento. —Se alejó un poco de la puerta y se sentó en las escaleras que conducían a la planta principal.

—¿Estás en casa?

—Es miércoles. Sabes de sobra que Miguel tiene sesión con el psicólogo.

—Perdona, es que estaba haciendo el trabajo de mañana y tenía dudas y… —empezó a decir, pero se interrumpió—. Da igual. Te noto cansada.

Abril resopló y se llevó una mano a la cara. Como para no estarlo. Aquella noche había vuelto a soñar con el chico de la biblioteca, y no había podido dejar de pensar en ello durante todo el día. Su mente no le había dado tregua.

—¿No has dormido bien? —insistió Héctor, sabiendo que entendería el doble significado de su pregunta.

—No —suspiró ella—. ¿Estás solo?

—No, estoy con Mario. —A Abril se le escapó la risa.

—¿No has dicho que estabas haciendo el trabajo?

—Sí, mamá, pero puedo trabajar con compañía. Él está estudiando. No te preocupes, sabemos comportarnos.

—No lo dudo —dijo ella, sonriendo—. Cuando llegue a casa tengo que ocuparme de Miguel, pero puedes pasarte un rato si quieres.

—Lo haré.

Abril encendió el fluorescente del lavabo y se miró en el espejo. Un nada saludable color violáceo teñía los contornos de sus ojos, hinchados por el cansancio. Al salir de la consulta del psicólogo, Miguel había estado especialmente nervioso, y siguió estándolo hasta bien entrada la noche. Aunque su madre había llegado a casa relativamente pronto, se fue directa a la cama, alegando que estaba demasiado cansada para ocuparse de esas pataletas infantiles. Abril podría haber dado la misma excusa, pero como de costumbre tuvo que encargarse del niño hasta que consiguió que se durmiera, cerca de las once. Por suerte, Héctor se había dejado caer un rato y la había ayudado con el trabajo de clase mientras ella hacía la cena, por lo que había podido irse a dormir más pronto de lo que había temido. Aun así, aquella noche había dormido apenas cuatro horas. Quizás por eso no había soñado absolutamente nada.

Al levantarse, no pudo evitar sentirse descolocada. Una pequeña parte de ella deseaba que aquellos sueños volvieran, por más perturbadores que fueran. Eran tan reales que le daban la sensación de tener otra vida. Una completamente diferente de la suya, de la que ya estaba harta.

Era su particular vía de escape.

El día fue pasando de forma casi agónica entre vistazo y vistazo al reloj. Los minutos parecían no avanzar y las horas tropezaban. El tiempo transcurría lento para Abril, que sentía el cuerpo pesado y entumecido por el sueño. Ni siquiera el fuerte traqueteo del tren, sumado a los empujones de los viajeros, logró sacarla de su trance.

—Deberías dormir más —le aconsejó Mario, que estaba de pie junto a Héctor. Los ojos de Abril se deslizaron hasta el pequeño resquicio que separaba los dos cuerpos y sonrió al ver dos manos entrelazadas.

—Y vosotros no deberíais esconderos —replicó ella, clavando sus ojos en los de Mario, que se movieron nerviosamente por el vagón, escrutando las caras de los otros viajeros—. Relájate, nadie os está mirando.

Las orejas de Mario empezaron a enrojecer, como siempre hacían cuando se ponía nervioso o sentía vergüenza, y Héctor negó con la cabeza. Abril no pudo evitar reírse ante aquella escena, que tenía que presenciar prácticamente todos los días. Héctor y Mario habían empezado a salir diez meses atrás y lo habían llevado en secreto hasta hacía poco más de dos meses. Aunque Mario se había atrevido a confesarle su homosexualidad a su familia gracias a Héctor, aún se turbaba cuando alguien los miraba por la calle o hacía una mueca al ver cómo se cogían de la mano o se besaban.

—Es un paranoico —se quejó Héctor al tiempo que le cogía la cara con las manos y lo besaba sin darle tiempo a reaccionar.

Mario se separó súbitamente y se pasó una mano por el pelo, corto y rojizo.

—¿Y tú qué? —le preguntó a Abril con voz entrecortada—. ¿Has vuelto a soñar con tu príncipe azul?

La chica se cruzó de brazos y le lanzó una mirada recriminatoria a Héctor, que se encogió de hombros.

—Tu novio debería aprender a callarse —le gruñó a Mario.

—Vamos, no te enfades. Era sólo una broma.

Una voz anunció la próxima parada y la gente comenzó a amontonarse junto a las puertas de salida, empujándolos contra una mole de estudiantes con mochilas, carpetas y poco buen humor. Las puertas se abrieron y Abril aprovechó para inspirar una bocanada de aire fresco.

—No, no he vuelto a soñar con él. —Suspiró.

—¿Ves? —se rio Héctor, haciendo saltar sus ojos entre ella y Mario—. Estoy rodeado de paranoicos.

Quizás sí lo fuera, se dijo Abril. Después de una noche tranquila, las tribulaciones que habían ocupado su cabeza el día anterior le parecían estupideces de preescolar. Incluso sentía vergüenza por la carta que le había dejado a ese desconocido en el libro de la biblioteca. ¿Qué pretendía? Ni ella misma lo sabía. Había seguido un impulso, sin cuestionarlo ni preguntarse qué perseguía. Ahora no servía de nada lamentarse por lo que ya había hecho; nunca volvería a ver a ese chico de pelo rizado, ni en la vida real ni en la que inventaba su imaginación cuando dejaba libre su subconsciente. No servía de nada preocuparse por algo que no podía cambiar.

Sentía que la cabeza le iba a explotar, quizás por la marabunta de pensamientos que repiqueteaban en su interior, o tal vez por la falta de sueño. Bostezó y alzó la vista para comprobar cuántas paradas quedaban en el panel informativo. Una lucecita roja parpadeante indicaba que la suya era la próxima estación, de modo que se desperezó y avisó a Héctor de que tenían que bajar en la siguiente.

—Me voy a casa de Mario —se disculpó él. Abril sonrió y se despidió con un movimiento de mano—. Nos vemos mañana. A aquellas horas de la tarde, la biblioteca municipal estaba prácticamente desierta. La época de exámenes aún quedaba muy lejos y el mal tiempo que azotaba la ciudad hacía desistir a los más estudiosos de salir de casa para ir a la biblioteca. Abril paseó por los solitarios pasillos en busca de una lectura apetecible que la alejara de la universidad, de su familia y de aquellos extraños sueños. Se decidió por una novela cuyo título nunca había oído, pero que parecía lo suficientemente interesante y larga como para tenerla entretenida durante una semana. Bajó hasta la planta de la videoteca, de donde salió con tres películas, y en menos de diez minutos estaba entregándole el carné a la bibliotecaria. Por suerte, no se trataba de la misma que le había bufado el día anterior al devolver el libro de Peter Pan.

Esta miraba con curiosidad el carné a través de unas modernas gafas de pasta que desentonaban con las arrugas que surcaban su frente y las comisuras de sus labios.

—¿Eres Abril Aymerich?

La aludida alzó las cejas y dirigió una expresiva mirada al carné que la mujer tenía entre las manos. Era obvio que era ella.

—Cogiste prestado Peter Pan, ¿verdad?

Sus ojos se agrandaron, pero no dio más respuesta que un leve asentimiento de cabeza. La bibliotecaria sonrió y empezó a rebuscar entre las cosas del escritorio mientras decía:

—Han dejado algo para ti.