Tres

—Eso no es así.

El corazón me da un brinco por el sobresalto. Con la mano en el pecho, me vuelvo y veo a Víctor apoyado en el marco de la puerta, sonriendo de forma extraña. Le reprocho la interrupción con la mirada y sigo contándoles el cuento a los niños, aunque creo que ya están dormidos. De todos modos, una historia nunca debe dejarse inconclusa. Cuando termino, arropo a los tres niños, apago el quinqué y salgo del cuarto sin hacer ruido. Víctor se aparta y yo cierro la puerta cuidadosamente.

—¿Disculpa? —susurro. No quiero que los niños se despierten.

—Eso no es así —repite, sin moverse—. Wendy no se queda en el País de Nunca Jamás.

—¿Ah, no? —Lo miro enfadada. ¿Quién es él para decir lo que pasa en mis cuentos?

—No. Wendy vuelve a casa con sus hermanos y Peter se queda en Nunca Jamás.

—¿Y eso quién lo dice?

—Barrie.

—¿Quién?

—El autor, James Matthew Barrie —repite, mirándome como si hubiera preguntado de qué color es el cielo.

—Pues Marina Segarra dice que todos se quedan en Nunca Jamás. Es más bonito —replico mientras doy dos pasos hacia atrás y me apoyo contra la pared.

—Pero no es cierto.

—Y sí lo es que tres niños vuelvan volando a casa, ¿verdad? —lo reto, riéndome—. Además, ¿qué más da? ¿Vas a decirles a tus padres que no cuento bien los cuentos para que me echen?

Se pasa una mano por el pelo y dibuja una mueca burlona, adoptando de nuevo esa pose de altivez que tanto me enerva. Inspiro profundamente, intentando reprimir mis ganas de darle un puñetazo en la cara, y me dirijo con paso firme hacia el salón. Por un momento estoy segura de que Víctor no me seguirá, pero esa efímera felicidad se desvanece cuando me impide cerrar la puerta. Inspiro hondamente mientras me siento en uno de los sillones de mimbre que hay junto al gran ventanal.

Delante de mí hay un piano con la tapa abierta y, sobre él, un cuadro de la Santa Cena que me parece poco menos que siniestro. Los personajes de la pintura me miran como si fuera una intrusa, y aunque es una estupidez, no puedo evitar desviar la mirada hacia el gran espejo que hay entre el piano y una estantería llena de libros. En su superficie reluciente veo el reflejo de Víctor, que ha cerrado la puerta y ahora se sienta en la otra butaca.

—No sería un mal argumento, desde luego. Pero no te preocupes. No voy a malgastar mi tiempo tratando de que te despidan.

—¿Es que no te importa que trabaje aquí? Creía que era una… ¿cómo me llamaste? —Finjo pensar e intento que mi voz suene firme—: Ah, sí. Impertinente.

Me doy la vuelta para no mirarlo y finjo observar la habitación con interés. Junto a la puerta hay una mesa, decorada con un tapete blanco y un jarrón con flores secas, y una vitrina. Dentro de ella relucen varios juegos de copas tan cristalinas que parece que nadie las haya utilizado nunca.

—Y lo eres, además de maleducada. Aun así, mis padres no opinan lo mismo y consideran que el hecho de que vivas en el mismo edificio es una ventaja. Estás aquí para cualquier urgencia.

A algún nivel, sus palabras me ofenden. Me hacen sentir como un objeto al que él o sus padres pueden acudir cuando quieran, sabiendo que yo estaré dispuesta a lo que haga falta para ganarme mi paga.

—Tengo mejores cosas que hacer que intentar que despidan a una vulgar sirvienta. Tarde o temprano cometerás algún error y te despedirán.

—Yo no cometo errores —mascullo, aunque bien sé que esa es probablemente la peor mentira que pueda salir de mis labios. Aunque en casa creen que mi despido de la fábrica fue casual, la verdad es que fueron mis innumerables errores, sumados a mi impuntualidad, los que me dieron el billete de salida.

—Pues el final del cuento no era muy acertado.

—¿Es que tienes que tener siempre la última palabra? —Suspiro, lanzándole una mirada hostil. Si él no cede, tendré que hacerlo yo. No tengo ganas de pasarme la noche escuchando sus pullas—. ¿Cómo conoces la historia de Peter Pan?

—Cuando yo tenía diez u once años acompañé a mi tío Ramiro a Londres. Una noche me llevó al teatro y vimos la obra.

Arqueo las cejas, incrédula. A pesar de que nunca había oído que existiera una obra de teatro de Peter Pan, decido creer a Víctor. Al fin y al cabo, no tendría por qué mentirme, y si lo hiciera, tampoco tendría forma de probarlo.

—¿Entendiste algo?

—Ni una palabra —admite, y una tímida risa asoma a su boca, pero desaparece tan repentinamente como ha aparecido—. Pero mi tío, que sí sabía inglés, me contó el cuento más tarde y me gustó. Por eso me compró la novela cuando se publicó, hace tres años. Se la trajo un conocido que fue a Londres. Por entonces ya había aprendido el suficiente inglés para poder leerla por mí mismo.

Madre dice que nunca debo mostrar mi sorpresa ante quien me paga, que tengo que deshacerme de todas mis emociones para evitar que me influyan en el trabajo. Aun así, no puedo evitar un respingo de alegría.

—¿La tienes aquí?

Víctor asiente y se dirige hasta la estantería, repleta de libros. Durante las últimas semanas he estado observándola con interés, curioseando sus títulos sin atreverme a coger ningún libro. Aunque los señores Altarriba no están en casa cuando trabajo, siempre temo que alguien me sorprenda tocando algo que no debería ni siquiera mirar. Víctor se pone de puntillas e intenta coger un libro verde, pero sólo cuando alarga el brazo al máximo y da un esperpéntico salto, consigue desencajar el libro de la estantería superior. Verlo así, desprovisto de toda elegancia y altivez, me recuerda que al fin y al cabo nada lo diferencia de mí. Excepto el dinero y esta vida cómoda y sencilla, claro. Se me escapa una débil risa que disimulo tapándome la boca con la mano.

Cuando se vuelve, Víctor me escudriña el rostro, pero por suerte hace caso omiso de mi risa mal escondida. Se acerca a mí y me entrega un libro de tapas verdes. La cubierta está decorada con pájaros y motivos naturales. En la parte superior, bien centrado, hay un niño tocando un caramillo. Bajo él, unas elegantes letras doradas: Peter and Wendy. Aunque no sé inglés, deduzco que significa «Peter y Wendy». Lo cojo y recorro la cubierta de tela con dedos temblorosos, consciente de que tengo un tesoro entre mis manos, aunque su dueño probablemente no lo sepa. Mientras paso las páginas recuerdo la primera vez que madre me contó este cuento, cuando yo tenía apenas once años. A padre nunca le gustó que ella me arropara cada noche y me contara un cuento. Para mí, ese era el mejor momento del día. De hecho, cuando madre dejó de hacerlo, sospecho que siguiendo órdenes de padre, fui yo la que empezó a contarles cuentos a mis hermanas pequeñas. El más recurrente ha sido, y aún es, Peter Pan. Mi favorito. Por eso, tener entre mis manos el libro que cuenta la historia original, acabe como acabe, me pone la piel de gallina.

—Me encantaría poder leerlo —suspiro quedamente, hablando más para mí misma que para Víctor. Él se encoge de hombros y me lanza una mirada condescendiente. Me coge el libro de las manos y vuelve a dejarlo en su sitio, no sin dificultad.

—¿No fuiste al colegio? —pregunta cuando se sienta de nuevo.

Lo miro de hito en hito y me levanto de golpe. Ha tocado el tema prohibido, el único que es tabú para cualquiera, y mucho más para los señoritos como él. Sólo fui a la escuela hasta los siete años, la edad mínima que se requiere para empezar a trabajar, y hasta los dieciséis trabajé en la misma fábrica textil. Mi vida no ha sido divertida. Durante todos esos años tuve que trabajar de lunes a sábado por un sueldo miserable, muy inferior al que cobran mi padre y Cisco. Y a pesar de eso, era afortunada por tener un trabajo. Los domingos me levantaba pronto para hacer las tareas de casa y luego íbamos a misa; por las tardes, mis padres se iban a la plaza o a algún salón de baile, mientras que yo prefería quedarme con los amigos del barrio.

Ahora, ni siquiera descanso los domingos. Me paso la semana en casa cuidando de mis hermanas, yendo al lavadero y esperando que los señores Altarriba me manden llamar para que baje. Los domingos tal como los conocía han desaparecido. Lo único que no ha cambiado es que siempre que las fuerzas me lo permiten cojo un libro de los pocos que hay en casa y leo. Puede que no haya tenido la mejor educación del mundo, pero no soy estúpida. Siempre me ha gustado leer, y aunque sé que voy poco a poco y que a veces me cuesta comprender algunas palabras, creo que tengo un nivel de lectura aceptable.

—Soy pobre, no analfabeta —mascullo al tiempo que clavo mis ojos en los suyos—. No tengo un tío Ramiro que me lleve a Inglaterra, pero mis padres siempre se han preocupado por mi educación. Sé leer y, por si te lo preguntas, también escribir. —La cara me arde de vergüenza y rabia. Nunca me ha gustado que me recuerden mi condición social y mucho menos que nadie se atreva a juzgarme inferior por eso. Me pongo de pie y, mientras camino hacia la puerta, mascullo—: Incluso contar. Ahora hay dos personas en esta sala. En cinco segundos habrá sólo una.

Salgo del salón dando un portazo, indignada con Víctor, su dinero y su ego. Me escabullo silenciosamente hacia la habitación de los niños y compruebo que no se han despertado por culpa de mi portazo. Me siento en una pequeña silla que hay en la habitación, rodeada por la oscuridad de la noche, y dejo que mis pensamientos vayan consumiéndome poco a poco mientras oigo las acompasadas respiraciones de Gabriel, Clara y Xavier. Sólo me atrevo a moverme cuando oigo a los señores Altarriba entrar en casa.

Al meterme en la cama, mis tres hermanos ya están profundamente dormidos. Me acurruco entre las sábanas y me dejo caer en una espiral de sueños confusos y sombríos. Al despertarme por la mañana, me siento más cansada incluso que la noche anterior.

Aunque es domingo, tengo que reunir fuerzas para ponerme en pie cuando el sol apenas ha terminado de salir.

Como cada último día de la semana, limpio la casa de arriba abajo prácticamente sola. Madre no puede ponerse de rodillas para fregar el suelo por su cojera, y padre dice que limpiar es trabajo de mujeres. Madre les prepara el desayuno a las niñas y empiezo mi ronda por las habitaciones de la casa para sacudir el polvo de los colchones.

Cuando la casa está limpia y la ropa secándose en la azotea, me encierro en el cuarto de baño y me tomo mi tiempo para asearme. Lleno de agua fría la pequeña bañera que tenemos y hundo los pies en ella. Un escalofrío me recorre la espinilla y trepa por mi espalda hasta llegar a los hombros, que se relajan al instante. Me siento en cuclillas, lleno una jarra de metal y dejo caer el agua helada sobre mí sin vacilar. Repito el gesto hasta que mi cuerpo deja de estremecerse por el cambio de temperatura. Miro mi piel y las gotas de agua que arrastran la suciedad y el sudor que me impregnan y sonrío. No puedo hacer esto muy a menudo, una o dos veces a la semana, pero esas ocasiones son, con diferencia, los mejores momentos del día. Empiezo a enjabonarme lentamente mientras oigo los gritos de Carme a lo lejos. De repente, la voz de Cisco suena al otro lado de la puerta. El jabón se escurre de mis manos por el sobresalto.

—¿Qué pasa? —pregunto de mala gana.

—La señora Emilia ha subido para decirte que los señores Altarriba quieren que bajes inmediatamente.

La última palabra retumba en mi cabeza y hace pedazos mi tranquilidad y buen humor. Los deseos de los señores Altarriba tienen que ser órdenes para mí, de modo que me aclaro y me seco rápidamente. En menos de cinco minutos me dispongo a salir de casa.

—Marina, espera —me llama madre, que está dándole el pecho a Carme. Las bolsas de sus ojos resaltan su expresión triste. Carme corre hacia mí y se abraza a mi pierna—. ¿No vas a venir a la parroquia? Es domingo.

—El trabajo es lo primero —escupe padre, que tiene la boca llena de pan.

Acaricio la cabeza de Carme antes de separarla de mí. Abro la puerta y me despido de mi familia con la mano. Sólo padre sonríe, no sé si por la satisfacción de perderme de vista un día más o por la paga que voy a ganarme hoy. Sea como sea, no parece importarle mucho que deje de lado mis obligaciones religiosas, en las que madre tanto cree, para ir a trabajar.

Supongo que madre habrá bajado a primera hora de la mañana para darle el pecho a Xavier, porque las únicas instrucciones de los señores Altarriba son que les dé de comer a Clara y Gabriel y que los lleve a pasear por la tarde. Ellos se van a una fiesta en la que, por lo visto, no se admiten niños. De todos modos, a la señora Altarriba se la ve más interesada en su maquillaje, que al parecer no pega con su vestido, que en sus hijos. A su marido, que no deja de mirar su reloj de bolsillo, sólo le preocupa llegar tarde. En cuanto a Víctor, vuelve a ser el mismo niño rico y antipático que conocí el primer día. Supongo que no puedo esperar nada más que indiferencia después de cómo terminó nuestra conversación hace ya tres semanas.

Por suerte o por desgracia, tengo cosas más importantes en las que pensar que en la actitud de ese señorito arrogante. Cuando los señores Altarriba vuelven son casi las seis, y a pesar de que me tienta la idea de quedarme en casa, descansando, cojo la ropa sucia, la meto en un canasto y me dirijo al lavadero. Como dice madre, no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy, sobre todo si mañana ya tienes cosas que hacer. Y yo tengo demasiadas.

Al salir del lavadero, casi no puedo ni agarrar el canasto de mimbre. Nunca he sido una chica fuerte ni resistente, y lavar la ropa siempre me deja agotada. No sólo tengo que frotarla y restregarla contra el fregadero; también tengo que golpearla con una pala de madera y hundirla en una mezcla de agua y cenizas para que quede bien blanca. Mientras me dirijo a casa, no puedo dejar de pensar que mañana tendré que ir a sacarla del agua, aclararla y pagar al dueño del lavadero. El desánimo me puede y tengo que apoyarme un momento contra la fría fachada de un edificio. Dejo caer la cesta de mimbre y respiro profundamente.

Un rayo desgarra el cielo y un ruidoso trueno lo acompaña. Va a llover de nuevo, así que más vale que me dé prisa. Recojo el canasto y echo a correr. Sólo me queda una manzana para llegar a casa cuando las nubes deciden descargar toda su furia contra la ciudad. Corro hacia un portal y me resguardo de la lluvia, dispuesta a esperar cuanto haga falta. No puedo arriesgarme a resfriarme otra vez.

Me entretengo observando a la gente que corre bajo la lluvia, algunos resguardados bajo amplios paraguas, otros tapándose con sus chaquetas. Sin embargo, sólo uno llama mi atención. Aún está lejos, pero lo reconozco al instante. Se sujeta el sombrero con una elegancia que consigue repelerme. Aun así, no puedo apartar mis ojos de él, ni siquiera cuando se vuelve de repente y me sorprende observándolo. Se queda quieto un segundo, con la mirada fija en mí. Ni siquiera se me ocurre esperar que me ofrezca un espacio bajo el gran paraguas que lleva, pero al menos podría haber disimulado su indiferencia al apartar sus ojos de mí con hastío.

Los minutos van pasando y la tormenta no amaina. No puedo quedarme en este portal rememorando la fría mirada que me ha lanzado Víctor y esperando a que mis huesos se vayan helando cada vez más. Trago saliva, me coloco el canasto del revés sobre la cabeza y empiezo a correr bajo la lluvia.