3

—¡Abril!

Una sacudida la sacó de su sueño abruptamente. Se levantó de golpe y trató de ubicarse. Vio a su lado a Héctor, que con el índice delante de los labios le indicaba que guardara silencio. La chica miró a su alrededor, como si aún no supiera dónde se encontraba. Cuando se dio cuenta de que estaba en clase, miró el reloj y se preguntó cuánto rato había dormido. Aunque según las manecillas sólo habían pasado veinte minutos, ella habría jurado que habían sido horas enteras, si no días. Poco a poco, las imágenes de su sueño fueron llenando su cabeza.

Se sintió aturdida al percatarse de que había soñado con las mismas personas y las mismas historias que la noche anterior, y que de nuevo el realismo de su sueño era abrumador. Podía recordar cada detalle con precisión; nada quedaba tras la bruma de la inconsciencia, como solía suceder con sus fantasías nocturnas. El olor a cerrado de la casa de Marina, a través de cuyos ojos veía el mundo, la rabia al hablar con Víctor de nuevo, la sensación de impotencia al tener que aceptar un trabajo que no le gustaba… La única diferencia era que esta vez habían sido tres sueños, separados como si fueran los actos de una obra de teatro.

Miró a Héctor, que la observaba sin sospechar todo lo que bullía en su cabeza.

—Leer hasta tarde no es buena idea si no sabes controlarte luego —la riñó, medio en broma, medio en serio.

—Ya —respondió ella secamente, sin mirarlo siquiera.

No estaba de humor para una charlita de las suyas. Los recuerdos del sueño seguían impregnándola y eso la preocupaba. Parecía que su mente le contara un cuento aprovechando su estado de inconsciencia. Pero ¿por qué había elegido precisamente el rostro del desconocido de la biblioteca? Si lo pensaba, no podía evitar sentirse como una obsesa o una psicópata.

No debería haberse quedado leyendo hasta tan tarde. Se le estaba fundiendo el cerebro.

—¿Te pasa algo? —preguntó Héctor, preocupado—. No tienes buena cara.

Abril negó con la cabeza antes de sacar el libro de Peter Pan de la mochila y ponerse a leer a escondidas. Tenía que terminarlo y devolverlo cuanto antes. Necesitaba conocer a aquel chico al que su subconsciente había bautizado como Víctor.

Después de clase, se quedó en la biblioteca de la universidad engullendo una página tras otra. Héctor quiso quedarse con ella, y aunque la chica le insistió para que se fuera, no lo consiguió. De modo que ahí estaban los dos, ella leyendo como si le fuera la vida en ello y él intentando concentrarse y estudiar. Sin embargo, su amiga estaba demasiado rara para poder centrar su atención en el libro de psicopedagogía. Al principio había pensado que su extraña actitud se debía al chico del que le había hablado, pero se había dado cuenta de que era algo más que eso.

Estaba obsesionada con ese libro.

Le había hablado varias veces desde que estaban en la biblioteca y sólo había recibido una respuesta esquiva. Prefería no insistir, al menos mientras no hubiera terminado el libro y la viera algo más relajada. En la hora y media que llevaban ahí no había despegado los ojos de él más que para consultar la hora.

Cuando el reloj marcaba las siete y media, Abril cerró el libro y le dijo a Héctor que se iba. Él recogió sus apuntes rápidamente y ambos salieron de la biblioteca en silencio. Sólo se atrevió a hablar cuando estaban entrando en la estación de ferrocarril.

—¿Lo has terminado?

Abril asintió con la cabeza.

—¿Puedo preguntar…? —empezó a decir, pero se detuvo—. Da igual.

—¿Qué?

—¿Qué te pasa, Abril? Hoy estás muy rara. Como si no estuvieras aquí. ¿Ha pasado algo en casa o te preocupa algo o…?

Abril suspiró sonoramente y negó con la cabeza. Necesitaba hablarlo con alguien para dejar de pensar que se le estaba yendo la olla, la sartén y la batería al completo.

—¿Recuerdas el chico de la biblioteca?

Héctor esbozó una sonrisa triunfante que Abril pronto se encargó de borrar con una mirada.

—Vamos, sabes que no soy tan simple —se quejó. Miró a su amigo y susurró, como si se avergonzara de lo que iba a decir—: He soñado con él. Dos veces.

—¿Y qué?

Abril se ruborizó. Al decirlo en voz alta sonaba más estúpido incluso que en su cabeza. Introdujo el billete en una de las máquinas, y mientras esperaba a que esta lo escupiera y le abriera las puertas, musitó:

—No lo sé. —Se volvió hacia Héctor, que la observaba expectante, y resopló—. Era… era demasiado real. Me encontraba a principios del siglo pasado y lo veía todo como si fuera otra persona. Como si fuera ella, ¿entiendes? Otra persona. Se llama Marina. En el primer sueño caminaba con su hermana por la calle y, al entrar en el portal de su casa, choqué… chocó con un chico.

—Y el chico era él —adivinó.

—Sí.

—Pues no lo veo tan extraño, sinceramente.

El ruido del tren al aparecer por el túnel acalló el resoplido de Abril. Sabía que no lo entendería. De todos modos, ya había empezado a contarle la historia, así que iba a terminar. Quizás se quedaría más tranquila. El tren se detuvo y los dos amigos se apresuraron a entrar y buscar un lugar donde sentarse.

—Hoy, cuando me he dormido en clase, he vuelto a soñar con él.

—¿Qué erais esta vez? ¿Vaqueros? ¿Cortesanos del siglo XV, quizás? —bromeó, pero, al ver la expresión enfadada de Abril, dijo—: Está bien, perdona. Sigue.

—Volvíamos a ser las mismas personas. He tenido tres sueños, divididos en distintas escenas —dijo. Calló unos segundos y finalmente le describió con pelos y señales lo que había visto, sentido y olido—. Cuando me despertaste, estaba a punto de contarles a los niños un cuento para que se durmieran. Peter Pan.

—Vaya. Te acuerdas de todos y cada uno de los detalles. Hasta de la fecha exacta. ¿1914, has dicho?

Ella asintió.

—¿Y no aparecía nadie más en el sueño? ¿Ningún otro conocido o amigo o algo por el estilo?

—No, sólo él —dijo—. Sé que tal vez sea una estupidez, pero… No lo sé, Héctor. Es que podía sentir la rabia, la impotencia, todo lo que pasaba por mi… por el cuerpo y la mente de Marina. Si supiera dibujar, podría hacerte un retrato perfecto de todas y cada una de las personas que vi. Y lo de Peter Pan

—Abril, cuando dormimos nuestra mente descarga todo lo que llevamos dentro. No te apartas de ese libro. Es normal que hasta sueñes con él.

—Supongo que sí.

—En cuanto a lo demás… Bueno, todos hemos tenido flechazos.

Abril esbozó una pequeña sonrisa y suspiró. Seguramente se estaba preocupando por una tontería. Miró por la ventanilla y se preguntó hasta qué punto lo que quería hacer era una soberana estupidez. Hablar con Héctor había sido una buena idea. Su tranquilidad le había demostrado que estaba sacando las cosas de quicio.

Iría a la biblioteca, dejaría el libro y se iría, nada más. Nada de ideas estúpidas.

Miró a la bibliotecaria y después al libro. Cerró los ojos, como preguntando a su interior qué debería hacer. De pronto, la voz de Carme volvió a su cabeza, tan real como alegre. «Tonto».

Todas sus convicciones sobre no hacer ninguna tontería desaparecieron con esa voz. Abril se volvió de espaldas a la bibliotecaria y sacó una libreta de su mochila casi con violencia. Cogió un bolígrafo, arrancó una hoja y empezó a escribir.

¿Has escrito alguna vez una nota a un desconocido? Si lo has hecho, dime cómo se empieza, porque llevo todo el día devanándome los sesos para encontrar un buen inicio. De hecho, preguntándome si debería dejarte esta nota. Como ves, ha ganado el sí, aunque sigo sin saber cómo escribirla.

No soy una psicópata ni una acosadora. De hecho, es la primera vez que hago esto. Sólo te escribo para darte las gracias por haberme cedido el libro. Eres la primera persona que conozco que quiere leer Peter Pan. Al menos el original, claro. Aunque quizás era para algún hermano o primo pequeño y ahora mismo te estás riendo de la loca que se pasea por la sección infantil y deja cartas en los libros.

A todo esto, acabo de darme cuenta de que no te he dicho quién soy, pero si tú eres el chico al que estoy escribiendo, lo sabrás. En caso contrario, no deberías estar leyendo esto, de modo que déjalo donde lo has encontrado.

A.

Dobló el papel y lo metió entre las páginas, asegurándose de ponerlo lo más pegado al lomo posible para que no cayera.

Se acercó a la bibliotecaria, que no había reparado en su presencia, y carraspeó para hacerse notar.

—Perdone, ¿este libro tiene alguna reserva después de mí?

La señora, de unos cincuenta años, con el cabello oscuro por el tinte y los ojos cansados por las horas de trabajo, cogió el libro que le alargaba la chica, tecleó unas palabras en el ordenador y dijo:

—No tienes que devolverlo hasta dentro de trece días.

—Lo sé, lo sé —bufó Abril. Qué manía la de responder a cosas que no se han preguntado—. Pero, después de mí, ¿hay alguna reserva?

—Sí, una.

—¿Podría decirme de quién?

La bibliotecaria negó con la cabeza con una expresión que no daba pie a ninguna réplica. Abril prefirió no insistir. Salió de la biblioteca mientras se preguntaba qué habría hecho Miguel durante su ausencia. Los deberes no, desde luego. Ni la cena. Le echó un vistazo al reloj y, tras ver que eran cerca de las ocho, empezó a correr hacia el metro.